'Geonomics', la palabra a la que se agarra la ortodoxia económica
- La incertidumbre domina los pronósticos económicos a largo plazo y afecta las previsiones de crecimiento
- Según algunos expertos los aranceles no son la solución para la reindustrialización de EE.UU.
Hay una palabra que ha llegado para quedarse (de momento) en los pronósticos económicos: incertidumbre. El último ejemplo lo aporta la AIReF, la autoridad fiscal española, que en su último informe bajó dos décimas la previsión de crecimiento del PIB, hasta el 2,3%. La institución que preside Cristina Herrero cree que la anterior cifra era “demasiado optimista” visto lo visto: la incertidumbre resultado de la política comercial de Donald Trump en Estados Unidos, entre otros asuntos.
Pero estas líneas están dedicadas en realidad a otra palabra que han forjado los anglosajones: geonomics, y que la lógica morfológica llevaría a que la tradujésemos como geoeconomía, aunque el término no lo recoge la RAE. Geonomics alude al uso del poderío económico desde la política para llevar al mundo por la senda que interesa. No es un término nuevo, pero el contexto parece que invita a usarlo ahora más que nunca.
La columnista del Financial Times, Gillian Tett, decía en su periódico recientemente que esa forma de hacer las cosas no encaja “en el marco intelectual del libre mercado del siglo XX —en el que se basaron la mayor parte de los profesionales occidentales—, se asumía generalmente que el interés económico racional era el que mandaba, no la política turbia”.
Ese “marco mental del siglo XX” al que alude Tett proviene en realidad de un autor nacido a finales del siglo XVIII: David Ricardo, quien defendía el libre comercio con todas sus consecuencias. De hecho, sus consecuencias eran buenas y llevaban a cada país a especializarse en lo que se le diera bien. Así que el intercambio de mercancías, simplemente, fluiría, es decir, cada país vendería aquellos productos que pudiera producir de manera más eficiente que los demás y compraría de otros el resto de mercancías o bienes. A esto se le llamó teoría de la ventaja comparativa y aparece plasmada en la obra Principios de economía política y tributación.
Pero el giro en el que la política se impone sobre la economía también se puede consultar en antiguos libros de la materia. Últimamente la ortodoxia ha comenzado a desempolvar la obra del alemán, formado en Francia, Albert Hirschman, porque en su obra, La potencia nacional y la estructura del comercio exterior, se fija en cómo las naciones cortan el grifo de las importaciones y se las apañan para ser autosuficientes. Hirschman se inspiró en la época de la autarquía en España, entre otras experiencias, “utilizó el calamitoso proteccionismo de la década de 1930 para crear un marco para medir la coerción económica y el ejercicio del poder hegemónico”, dice Tett en otra columna en el Financial Times. Y especula: “si Hirschman hubiera estado vivo para ver a Trump anunciar sus planes arancelarios en la Rosaleda de la Casa Blanca [...], no se habría sorprendido”.
De la teoría a la práctica
Hasta aquí, por ahora, la teoría. Sobre la práctica, nos podemos fijar a uno de los últimos movimientos de Trump y que ha pasado algo más desapercibido. El titular dice que el presidente de EE.UU. ha conseguido un pacto comercial con Reino Unido y que los aranceles “mínimos” del 10% han venido para quedarse, pese a algunos intentos judiciales de bloquearlos. Pero en ese acuerdo hay un hecho que se acerca más a la definición de geonomics: las limitaciones para que Londres comercie con China, el gran rival tecnológico de los EE.UU. La idea es que no lleguen al país norteamericano productos desde Reino Unido con componentes chinos. Así que Londres “tendrá que analizar bien las empresas que exportan”, dice Juan Vázquez, profesor de Economía de la Universidad Camilo José Cela, en Fin de mes, de Radio 5 Todo Noticias. Este mismo poder se espera que se ejerza sobre los acuerdos comerciales que están por llegar. Sería “como una especie de plantilla”, dice Vázquez. “Lo que ocurre es que esos terceros países pueden tener problemas para llegar a este tipo de acuerdos porque tendrán miedo de que China se enfade”, sentencia. Puro geonomics.
Un reciente documento del Banco Mundial llama a esto "economía del poder". Los autores dicen que en los 75 años de historia, el sistema de comercio multilateral basado en normas ha resistido muchos embates. Pero este ascenso de la geopolítica tan abrupto viene en un momento en el que la maquinaria del libre comercio ya estaba muy bien engrasada así que plantea un problema especialmente espinoso.
Todo es mentira
Al mencionado David Ricardo se le considera un economista clásico que, paradójicamente, inspiró tanto a los neoclásicos (la mayoría de la actual ortodoxia económica) y a Karl Marx, el padre del socialismo científico. Marx empezó siendo un clásico hasta que trascendió esta escuela. Hoy su corriente es heterodoxia pura en occidente, pero es el manual de instrucciones de la segunda potencia mundial: China, así que conviene ver qué se dice en ese patio.
Para el economista marxista, exanalista de la City londinense, Michael Roberts, nadie tiene razón. Roberts recuerda en su blog aquella máxima de tiempos de la Unión Soviética: “la política es la expresión más concentrada de la economía” y lo es siempre: cuando se forjó el sistema económico tras la Segunda Guerra Mundial con el keynesianismo, que dictaba que el Estado debía animar la demanda económica con inversiones; con el neoliberalismo cuando todo aquello se hundió, y con lo que esté por venir con Trump.
Para este autor británico, el comercio internacional que imaginó David Ricardo “siempre fue una ilusión”. Y añade: “nunca ha habido comercio entre iguales; nunca ha habido una competencia ‘leal’ entre capitales de tamaño similar en las economías nacionales o entre las economías nacionales en el ámbito internacional”, dice. ¿Entonces, qué? Tras el fracaso del keynesianismo en los 70, “cuando la rentabilidad del capital cayó bruscamente” se pasó a la solución neoclásica con “mercados libres, libre flujo de comercio y capital” que en realidad era una “apariencia” porque se acaba moldeando al gusto del propio capital.
Y eso es lo que hacen Trump y quienes le apoyan. ¿Hay cambio de visión? Sí, pero sus políticas simplemente “expresan los intereses del capital que está radicado en el país, que se ha quedado atrás y que es incapaz de competir en muchos mercados mundiales”, sentencia Roberts. Además, el economista piensa que esas soluciones no funcionarán porque la reindustrialización de EE.UU. no depende de los aranceles, sino del “crecimiento de la productividad y la reducción de costes”, y eso sale de la “voluntad de las empresas por invertir más”, así que “si la rentabilidad es baja o disminuye, no lo harán”.
“Que unos aranceles vayan a revertir la situación, es mucho pensar”; dice Joaquín Arriola, profesor de Economía Política de la Universidad del País Vasco en Fin de mes. Esto es por la propia arquitectura económica del país, con una élite acostumbrada a recibir grandes réditos de las “rentas financieras”. Invertir en industria implica encontrar capitales dispuestos a hacerlo “que acepten rentabilidades relativamente bajas durante unos años con la esperanza de que, al cabo de ocho o diez años, rentabilicen sus inversiones”, sentencia Arriola.