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Guerra en Ucrania

La nueva vida de Hassan, el niño de 11 años que huyó de la guerra con el teléfono de su familia escrito en la mano

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La nueva vida de Hassan, el niño de 11 años que huyó de la guerra con el teléfono de su familia escrito en la mano

El destino de Hassan Alkhalaf estaba en su mano. Se lo escribió su madre. Cuando Rusia comenzó a atacar la central nuclear de Zaporiyia, donde ellos vivían, le subió solo en un tren destino a la capital Eslovaquia, Bratislava, con un número de teléfono escrito a bolígrafo en su piel.

Un año después, desde la estación central de la ciudad, nos cuenta que su madre, Yulia Volodymyrivna, “estaba muy asustada por si había una catástrofe nuclear o por si impactaba un misil cerca de casa”.

Con una madurez, quizás impropia de un niño de 12 años, pero adquirida por experiencias vividas, Hassan nos sigue narrando que su madre le “escribió el móvil de sus hermanos mayores, que llevaban ya un tiempo estudiando en Bratislava, para que, en caso de que se perdiera o de que el tren descarrilara, cualquier adulto pudiera ver el teléfono y avisar a la familia. Ella, mientras, se quedaría en Zaporiyia cuidando de la abuela, "que es muy mayor y está enferma”.

Un niño recorre más de 1.000km en su huída de la guerra de Ucrania

Las estaciones estaban saturadas de familias huyendo de Ucrania. En el primer tren estuvo 26 horas. “Tenía mucho miedo”, confiesa Hassan. “Era la primera vez que estaba solo y temía coger el tren incorrecto entre tanto caos”, añade mientras cuenta que durmió en el suelo de varias estaciones esperando los transbordos.

Cuando llegó a la frontera europea de Eslovaquia, unos voluntarios se interesaron por él. Hassan les contó que iba en busca de sus hermanos y señaló el dorso de su mano. Inmediatamente, avisaron a la policía eslovaca. Los agentes fueron a recogerlo, lo llevaron a casa de sus hermanos y, con este final feliz asegurado, dieron a conocer su historia. La huida de Hassan dio la vuelta al mundo.

La decisión más difícil de una madre

Un mes más tarde, Yulia Volodymyrivna, de 44 años, terminó de organizar su marcha de Ucrania. Es el tiempo que tardó en conseguir la ayuda necesaria para que trasladaran a su madre, de 84 años y sin apenas movilidad.

Una vez en Eslovaquia, tuvieron que esperar un par de semanas en una ciudad diferente a la que estaban sus hijos, hasta que el gobierno les facilitó un apartamento en el que poder vivir todos juntos.

Con todos cobijados bajo el mismo techo, Yulia narra la angustia que sintió durante los cuatro días que tardó Hassan en avisar de que el plan había salido bien. “Tuve muchos remordimientos por haber dejado solo a mi niño, tan pequeño, pero no tuve otra opción. Los ataques rusos estaban cercando nuestra ciudad y corría peligro”, recuerda Yulia.

Ahora aprovecha cada minuto libre para pasar tiempo con ellos. “Lo importante es que estamos juntos”, afirma. “Puedo cuidarlos, hacer los deberes con ellos y cocinar sus platos favoritos”, concluye mientras acaricia el cabello de su hijo Hassan, que “ha crecido muchos centímetros en estos meses”.

No es la primera vez que huyen de la guerra

Yulia se casó con un sirio. Se fue a vivir con él a Oriente Próximo y allí tuvieron a sus tres hijos. Eran pequeños cuando en 2011 empezaron las protestas entre las Fuerzas Armadas del país y la oposición al régimen de Bashar al-Asad. En 2012 el marido murió en la guerra civil. Yulia, ya viuda, se trasladó con sus hijos a Ucrania sin imaginar que, una década después, las bombas iban a ponerles de nuevo en una encrucijada.

No quiere hablar de casualidades ni de mala suerte. Tampoco quiere regodearse en el pasado. La lluvia que cae sobre Bratislava, el viento frio y el halo de tristeza que transmite Yulia no invitan a repreguntar. “Solo me importa mi día a día y la seguridad de mis hijos”, dice.

Toda la conversación es con Hassan pegado a su lado. Presta atención a la conversación que tenemos con su madre. Nos interrumpe para decir que, cuando crezca, estudiará para ser programador informático. “Así podré tener un buen trabajo, ganar dinero y cuidar de todos nosotros”, explica el pequeño.

Símbolo de la resistencia

Hassan se ha convertido en un referente en Bratislava. En estos meses ha acudido de invitado a varios actos contra la invasión rusa y es difícil encontrar, en una ciudad que no llega al medio millón de habitantes, a alguien que no conozca su odisea.

Se ha adaptado rápido. “Estoy feliz aquí. Desde el primer momento me he sentido acogido”. Ha hecho amigos en el colegio de Bratislava, pero echa de menos a los de siempre: “Por las tardes acudo a clases online de mi escuela de Zaporiyia. Ahí solo coincido con otros que también se han marchado del país, pero apenas interactúo con ellos”.

La mayoría de niños refugiados están escolarizados en dos sistemas educativos: el del país de acogida y el ucraniano. Se debe, según Marta Herrero, coordinadora de Cruz Roja en España para el programa de acogida a personas solicitantes de protección internacional, “a que la mayoría quieren volver a su país cuando acabe el conflicto y de esta forma no pierden los conocimientos que exigen en Ucrania”.

Cerca del primer aniversario de la invasión rusa, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) ha señalado que cerca de ocho millones de ucranianos han abandonado el país, la mayoría son mujeres y niños. 1.197.429 han cruzado la frontera de Eslovaquia. Como la familia de Hassan, 109.633 han optado por instalarse en el país vecino.

Un sueño, volver a Ucrania

Toda la familia de Hassan se ha hecho un hueco en la localidad. Su hermana, de 17 años, también va a clases y tiene un trabajo a tiempo parcial en la oficina de correos. Su hermano, de 21, estudia Biología en la Universidad y se encarga de gestionar todos los papeleos de la familia. La madre es la que peor lleva el cambio.

Yulia apenas se relaciona con otros compatriotas. “Solo hablo con ellos cuando voy a clases de eslovaco, aunque aquí se hablan varios idiomas y no puedo defenderme en ninguno, lo que me impide hacer nuevas amistades", lamenta.

La lengua es una barrera para todo. No consigue trabajos estables, solo cosas esporádicas “para ingresar un poco de dinero en casa”, dice Yulia mientras, tiritando, se cierra la chaqueta. Sus hijos, encogidos de frio, la rodean por completo, se despiden de nosotros y abandonan la estación. Ya nos habían avisado desde el principio que odian los trenes.