La infancia que merienda apio o zanahoria y no prueba el azúcar: "El resto de padres me miran raro"
- Los nutricionistas aseguran que el problema "no está en tomar azúcar puntualmente, sino que forme parte de la dieta diaria"
- Para los pediatras es fundamental educar el paladar desde niños y acostumbrarles a una dieta variada y equilibrada
Marco volvió a casa un día de septiembre, con lo que él consideraba una gran novedad. Había probado apio. Lo contó con la solemnidad de quien descubre algo nuevo, aunque su cara ya anticipaba el desenlace: "Sabe asqueroso", dijo con el convencimiento de un niño de seis años.
Su madre, Mar, levantó la vista del fregadero. No recordaba que en el comedor escolar sirvieran apio ese día. "¿Dónde lo has probado?", le preguntó. Marco explicó que un compañero, Lucas, llevaba verduras cortadas para comer en el recreo. Bastones de zanahoria, calabacín, apio o pimiento. "Lucas nunca ha comido chuches", contó Marco los días siguientes a todo el que quiso escucharle. "Ni chocolate. Ni gusanitos", repetía, como si hablara de un niño sin infancia. Le había ofrecido de su merienda, pero Lucas siempre decía lo mismo: "Mis padres no me dejan".
Detrás de esa frase —tan repetida en parques y patios de colegio— hay una tendencia silenciosa que parece estar cambiando las costumbres alimentarias de muchos hogares jóvenes: una generación de niños criados sin azúcar añadido, sin bollería industrial, sin ultraprocesados. Hijos de padres que estudian etiquetas, pesan la avena y se debaten entre la convicción y el cansancio de remar contra corriente en cada cumpleaños, cada merienda o cada visita a casa de los abuelos.
La madre que lleva su táper a los cumpleaños
"La gente cree que estoy loca", reconoce Laura, la madre de Lucas, a sus 39 años, entre risas contenidas, consciente de que lo que para ella es coherencia, para otros suena a exageración. Su hijo no ha probado una chuchería en seis años, ni un batido envasado, ni un sándwich de nocilla de los que reparten en los cumpleaños. Cuando llega una fiesta, Laura aparece con un táper: una tostada con aguacate, fruta cortada o crudités. "El resto de padres y madres me miran raro, aunque ya empiezan a acostumbrarse. Yo intento no dar lecciones. Solo quiero que Lucas crezca con una relación sana con la comida."
Cuenta que la decisión no surgió de una moda, sino de una inquietud. "Empecé a leer sobre azúcares añadidos cuando me quedé embarazada. Después vi cómo los niños normalizan comer cosas dulces a todas horas, y cómo se usa el azúcar como premio o consuelo, y yo quise evitar eso."
El problema —reconoce— no está en casa, sino fuera. "En el cole es muy distinto. Le han llegado a decir que es raro. Y yo a veces llego a dudar de si hago lo correcto.”
El dilema de Elena: criar sin azúcar en un mundo lleno de azúcar
En casa de Elena tampoco hay galletas, pero sí hay dudas. "Yo no prohíbo el azúcar, simplemente no lo compro. Pero si van a un cumpleaños y quieren probar la tarta, lo hacen. No quiero que vean la comida como algo prohibido".
Al principio —recuerda— el entorno era hostil. Quienes más lo sufrían eran sus dos hijas: Sofía, de ocho años, y Clara, de cinco. "Mis padres me decían que estaba exagerando, que todos hemos comido bollos y aquí estamos. Y las madres del cole me decían que mis hijas eran unas aburridas".
Con el tiempo, encontró cierto equilibrio. "No se trata de demonizar. Quiero que entiendan que lo habitual debe ser comer bien, pero que una galleta no te convierte en peor persona. Lo difícil es que los demás lo entiendan".
En los cumpleaños de clase, Elena también lleva algo distinto. "Una vez preparé mini brochetas de fruta. No quedó ni una. Los niños las devoraron. No es que no les guste lo sano; es que no siempre se les ofrece".
El paladar, explican los expertos, también se educa. Teresa Cenarro, vicepresidenta de la Asociación Española de Pediatría de Atención Primaria, coincide en que los primeros años son cruciales: "Tenemos una oportunidad de oro durante la infancia para educar en hábitos saludables y en sabores neutros. Si en ese periodo consumimos muchos alimentos procesados, llenos de grasa y azúcares libres, estaremos educando a un paladar que necesitará sabores muy fuertes y artificiales".
La alimentación, "una moda" con dos caras
José Manuel Ávila, director general de la Fundación Española de la Nutrición, observa este fenómeno con una mezcla de comprensión y cautela. "La alimentación está de moda, para bien y para mal", advierte. "Para bien, porque hay una preocupación creciente por comer mejor. Para mal, porque alrededor de esa preocupación han surgido mitos y mensajes sin fundamento científico que a veces se exageran."
Uno de esos mitos tiene al azúcar en el centro del debate. "Hay gente que considera que el azúcar es poco menos que un veneno. Y no es así", afirma. El azúcar, explica Ávila, es un hidrato de carbono simple que forma parte de la dieta. "El problema no es el azúcar en sí, sino las cantidades. La recomendación general es que los azúcares simples no superen el 10% de la energía total que consumimos. Hasta los años sesenta, el azúcar no era un problema en España, porque los consumos eran muy bajos. Lo que ha cambiado es la presencia de azúcares añadidos y grasas en alimentos que antes no los llevaban."
Los agentes conservantes como la sal, el azúcar y la grasa también modifican el sabor de los alimentos. Muchos niños no quieren el tomate frito natural porque están acostumbrados al sabor dulzón del envasado, que lleva azúcar. "Si se les da un tomate casero, lo rechazan. Pero no porque no les guste el tomate, sino porque enmascaramos el sabor real y su paladar se ha acostumbrado a otra cosa", reconoce Ávila.
Algo que conlleva un peligro. Cuanto más azúcar o más sal se consuma de pequeño, más necesita el organismo al crecer para tener esa misma sensación de dulce y salado. Teresa Cenarro refuerza esa idea: "Si desde pequeños se les acostumbra a sabores neutros, disfrutarán de ellos. El azúcar no es necesario para tener una vida saludable, aunque, como todo, puede tener un papel ocasional y agradable".
Y ahí radica una de las críticas más habituales hacia estas familias: la idea de que tanta restricción podría volverse en su contra, y que los niños criados sin azúcar se lanzarán como locos a los dulces cuando crezcan. Una preocupación recurrente que, sin embargo, los expertos consideran más un temor cultural que una consecuencia inevitable. "El paladar se educa. Si no se acostumbra al sabor dulce, no lo buscará con la misma intensidad más adelante", sentencia Cenarro.
Pero Ávila insiste en una idea: "No hay alimentos buenos ni malos, hay dietas más o menos saludables. La clave está en el conjunto de lo que comemos, no en un alimento aislado". Y recuerda que el placer también forma parte de la nutrición.
Entre la pureza y la presión social
"Vives en alerta", reconoce Laura. "Te pasas el día leyendo etiquetas, evitando cumpleaños, explicando por qué no das galletas".
Esa tensión entre la coherencia y el agotamiento se repite en muchos hogares. Elena lo resume con una frase: "Criar sin azúcar es fácil en casa, pero el mundo está lleno de azúcar". En el supermercado, en los anuncios, en la bolsa de gominolas de cada fiesta infantil. "Todo está pensado para que los niños coman cosas dulces y si no lo hacen, son los raros".
Los datos del Ministerio de Agricultura muestran que el consumo de salsas, platos preparados y comidas procesadas sigue aumentando cada año. "Por falta de tiempo, compramos más y cocinamos menos", señala Ávila. "Antes, los fines de semana cocinábamos para la semana; ahora tiramos de productos envasados. Eso tiene un coste en sabor, en nutrición y en educación alimentaria".
Cenarro lo resume con claridad: "El problema no está en tomar un poco de azúcar de forma puntual, sino en que los azúcares refinados formen parte del día a día de muchos niños. Lo importante es que sepan distinguir entre la dieta habitual y las excepciones".
El regreso al sabor real
En medio de esa vorágine, surge esta suerte de resistencia: la de quienes intentan que sus hijos reconozcan el sabor real de los alimentos. Que se acostumbren al tomate ácido, al pan sin relleno, a la fruta sin azúcar añadido.
"Cuando Lucas come una manzana, la disfruta de verdad", dice Laura. "Y eso compensa muchas miradas ajenas". Pero no todo es idealismo. "También hay frustración", admite. "A veces pienso que le estoy cargando con un peso que no le corresponde. Es un niño, y los niños también tienen derecho a un helado".
Pero al final, como dice Ávila, no hay alimentos buenos ni malos. Hay formas de comer y de educar. Y aunque todavía sea una elección minoritaria, se expande silenciosa: cada vez es más común ver a un niño corriendo por el patio con una zanahoria en la mano, como si cada bocado fuera un pequeño acto de revolución.