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Análisis

El paraíso de Mario Vargas Llosa estaba en la otra esquina

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Mario Vargas Llosa durante una conferencia de prensa en Montevideo
Mario Vargas Llosa durante una conferencia de prensa en Montevideo Leonardo Cendamo/Getty

Cuando me piden un texto de urgencia, motivado por la muerte de algún autor a quien solo he tratado profesionalmente, los sonidos (quizá sea por deformación del radiofonista) y las imágenes se anteponen a los datos. Mario Vargas Llosa me viene a las mientes en su ático de la calle Flora de Madrid pero, sobre todo, en la Casa de Muñecas del Palacio de Linares. Escenarios en los que desgranó dos obras suyas del momento: La tentación de lo imposible (2004) y Travesuras de la niña mala (2006), de diferente género y factura (un ensayo sobre Los Miserables de Víctor Hugo y una novela) pero que remiten a la misma ciudad: a Vargas Llosa siempre le quedó París.

La entrevista en su domicilio la hicimos a medias Arrate Sanmartín y yo, que por entonces dirigíamos y presentábamos El Ojo Crítico de Radio Nacional de España. Aquel piso señorial en el Madrid galdosiano, con portalón para coche de caballos y vistas al Monasterio de las Descalzas Reales, reflejaba el mestizaje de su obra y de sus mundos: en el suelo se cruzaban la tarima de maderas nobles con baldosas de barro cocido, y en el salón y la biblioteca (fue un privilegio traspasar el dintel de su sancta sanctorum) alternaba los cuencos y figuras antropomorfas del arte precolombino con las firmas más cotizadas del informalismo abstracto del siglo XX. Pero huyendo del horror vacui. Cada objeto estaba en su lugar exacto, dialogando sin desentonar con el más próximo y dejando que cada estancia respirara. Huelga decir que las ventanas y balcones se abrían a la calle sin cortinas ni visillos. Diáfanos como su prosa.

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La entrevista que me concedió en la Casa de Muñecas del Palacio de Linares (Radio Exterior de España instaló allí su estudio para dar cobertura a todos los actos de la Casa de América), aunque ya no me lo mostraba en su hábitat natural, seguía reflejando, por azares de la casualidad, algunos trazos de su obra.

Porque, a pesar de que ese pabellón fue concebido para el recreo de niñas todavía en el candor de la inocencia, guarda algo de La casa verde; al verlo ascender por las escaleras intrincadas me resultó inevitable recordar que buena parte del éxito de sus novelas reside en la estructura. Aunque él ensamblaba cada pieza con la meticulosidad de un Stradivarius y aquellos peldaños crujían por el desajuste de los años.

El estudio, pese a lo agradable del espacio, era de dimensiones reducidas por lo que transmitía la atmósfera cerrada del Colegio Militar Leoncio Prado de La ciudad y los perros. Agobio del que uno se sustraía asomándose al balcón. El jardín, alarde de eclecticismo botánico, podía recordar los de Londres y París o rincones cultivados de Iquitos y Piura. El mundo entero de Vargas Llosa a cincuenta metros de La Cibeles.

Vargas Llosa en RNE (2006): "En 'Travesuras de la niña mala' hay una pareja en igualdad de condiciones"

En uno y otro lugar, en su casa y en ese estudio de radio nada convencional, el escritor me trató con esa amabilidad de cuna, aprendida pero no impostada, que hace todavía más grandes a las personas con ingenio.

Digo que no impostada porque, ahora me viene también a la cabeza, me tocó plantarme ante la Real Academia Española un jueves de octubre (ya no recuerdo cuál, porque se repitió la escena varios años hasta que los suecos hicieron justicia) para recoger su opinión sobre el Premio Nobel de Literatura de ese año cuando él, uno de los favoritos en todas las quinielas, había vuelto a quedarse en puertas.

Vargas Llosa hizo la laudatio del galardonado casi con el mismo entusiasmo que cuando me habló de sus novelas. Aquella tarde de otoño desapacible, no había más periodistas. Solo el micrófono, entonces amarillo y negro, de Radio Nacional. Todos habían dado por hecho que, al no haber sido el premiado, don Mario dejaría de acudir a su reunión semanal con los gerifaltes de la lengua, pero su corrección le impedían tanto el desplante como exteriorizar las frustraciones.

Así lo recuerdo, de aquellos contactos estrictamente profesionales, pero que, precisamente porque fueron en las duras y en las maduras, estoy seguro de que reflejaban una parte de la verdad que encerraba el personaje. Por eso me subleva como periodista que algunos medios lo reduzcan hoy, por anécdotas privadas del final de su vida, a una figura de porcelana, que lo envuelvan con el papel dorado de los bombones. El paraíso de Mario Vargas Llosa estaba en la otra esquina.