Internados y hospitales psiquiátricos del horror: cuando el cuidado era castigo
- ¿Hasta qué punto es la mente el lugar más aterrador de todos?
- El novelista Fernando Gómez nos sumerge en Terror en blanco en los hospitales psiquiátricos e internados más oscuros
Camisas de fuerza en una vitrina. Marcas de golpes en las paredes en un edificio situado en un pequeño islote, lo bastante alejado como para ahogar los gritos. Aparatos electroconvulsivos rudimentarios. Cráneos perforados expuestos en estanterías, como si fueran libros. No es el decorado de una película de terror. Es un museo. Y todo lo que contiene es real. Está en Italia, en la veneciana isla de San Servolo.
"Primero escribí de cementerios porque pensaba que no había nada peor que la muerte. Luego descubrí que la falta de libertad era aún más dura, y hablé de cárceles. Al final entendí que la pérdida de identidad es lo más terrible de todo", reflexiona Fernando Gómez, autor de Viaje al centro de los manicomios, en Terror en blanco, con María Paredes.
Antes de convertirse en museo, San Servolo fue primero monasterio y luego hospital psiquiátrico. O así se le llamaba. Lo de hospital era lo de menos. "Nadie podía ver a los pacientes. Se les recluía. Allí hacían su vida y morían. Hoy, a través de sus colecciones, podemos repasar la psiquiatría en Occidente", explica Gómez.
"Vemos las primeras camisas de fuerza, del siglo XVIII; herramientas de trepanación como sierras o martillos, usadas para agujerear cabezas en busca de la supuesta piedra de la locura. Además, hay máquinas de electroshock inspiradas en las técnicas de los mataderos para doblegar sin resistencia", cuenta.
Electricidad para "calmar". Hierro para inmovilizar. Taladros y bisturís sin anestesia para "curar". O para "enseñar".
Porque esto no va solo de psiquiátricos. También hubo orfanatos, reformatorios, centros de menores e internados —algunos aún abiertos— donde el cuidado se disfrazaba de castigo y la disciplina se aprendía con sangre. Lugares que prometían un futuro, pero entregaban traumas. Incluso muerte. En algunos las denuncias comienzan a salir varias décadas después. En otros, ni siquiera eso es posible.
No hace falta que un sitio esté maldito para provocar escalofríos. Basta con que alguien haya sufrido en silencio demasiado tiempo entre sus muros. "A veces, el verdadero terror es el real, el de la presencia, y no el de espíritus", resalta Gómez.
Y, a veces, ese miedo está más cerca en fecha y espacio de lo que creemos. Hubo un tiempo — no tan lejano— en el que en los hospitales psiquiátricos fueron de todo menos centros de salud. A menudo no había siquiera enfermedades que tratar. Ni medicina ni cuidados. Tampoco salida. "Todos los manicomios de antes servían para recluir. Había muy poca curación. Ninguna de las personas que entraba volvía a salir", señala Gómez.
Aunque el "mal" por el que se les ingresaba en primer lugar era, simplemente, el ser diferentes o incómodos. Mujeres "histéricas", homosexuales, ancianos con demencia, desahuciados, niños sin familia. "Los encerraban porque eran pobres —habitualmente las clases nobles ocultaban la enfermedad mental— y los tenían dentro de por vida", apunta el escritor.
En París, por ejemplo, "a quienes llevaban a La Salpêtrière y demás centros eran a las personas de la calle que no estaban locos, pero que molestaban". Vagabundos, prostitutas, gente de muy baja clase, pero también aquellos y, sobre todo, aquellas con familias adineradas a punto de heredar.
"La presencia de la mujer es mayor dentro de los manicomios que la de los varones. Se las apartaba del dominio familiar con el pretexto de la famosa histeria, que decían que era una enfermedad exclusivamente femenina", subraya Gómez. "Muchísimas fortunas han ido a parar manos de hombres porque a las mujeres se las ha incapacitado e ingresado en estos centros".
Todos y todas bajo el mismo techo y la misma norma. Obedecer o desaparecer. Para siempre. Lo llamaban tratamiento. Pero lo era solo por la conciencia, quizá, de quienes aprisionaban y "ayudaban".
"En las cárceles o en los cementerios hay leyendas que mezclan lo real y lo inventado. En los manicomios, no", afirma Gómez. Nada de fantasmas vagando por sus pasillos o tormentos del más allá. Hasta los espectros tendrían miedo. "Eran más peligrosos los vigilantes que los propios pacientes. Nunca hubo lugar para misterios". El horror ya estaba presentes.
El manicomio de Barbacena, en Brasil, es uno de los ejemplos más brutales. "Le sobran datos que borrarían cualquier historia de terror que se pudiera crear", advierte Gómez. "Llegaban miles de personas en el llamado 'tren de los locos'. Las iban cogiendo en cualquier ciudad y las tiraban dentro de las instalaciones", relata. Y los responsables desaparecían.
Una vez dentro, todo se desdibujaba. Lo siguiente, fueran meses, semanas, días, horas o incluso minutos, era indescriptible. La jungla. El espanto en su máximo expresión.
"Los dejaban allí y no tenían nada. No había camas. Dormían en el suelo y, si tenían suerte, de vez en cuando les daban comida putrefacta. Se apareaban entre ellos". "Menos mal —añade— , que se publicó el libro Un holocausto caníbal, y el mundo empezó a saber lo que pasaba allí".
O en el Hospital Psiquiátrico de Santa Águeda de Mondragón, en Guipúzcoa. O en el manicomio La Castañeda en México, cerrado en 1968. La lista es larga. Y no entiende de edades.
También hay orfanatos tenebrosos. Como el Smyllum Park Charlie Forsyth en Escocia. Gobernado con mano de hierro por las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, "los abusos que se cometían iban desde golpear a los niños con correas de cuero, cepillos o crucifijos, hasta encerrarlos en pequeños cubículos, o no darles de comer hasta el punto de que se alimentaban de hierba del suelo", desvela el colaborador Juan Gómez, que avisa: "esto son solo algunas de las torturas menos crueles". Incluso, menos violentas.
"El centro se cerró en 1981, las investigaciones se iniciaron en 2015 y, en 2017, descubrieron una fosa común sin marcar y escondida. En ella había restos de 402 cuerpos. Bebés, niños pequeños y adolescentes. Sin embargo, la asociación de víctimas vaticina que la cifra de muertes podría ser mucho mayor", concluye Juan Gómez.
Terror en blanco