Robert Redford, el hombre que no sabía nadar
- El actor, director y activista puso su rostro al servicio del cine comprometido y combativo de los 70
- Redford nos enseñó que lo importante no es lo evidente, que suele ser siempre otra cosa
A veces en la vida nos sentimos acorralados, sentimos que no hay salida, que tenemos que saltar a un río desde diez metros de altura y la paradoja es que no pensamos en que nos vamos a descalabrar en la caída, sino que nos entra miedo porque no sabemos nadar. Eso es "hacerse un Robert Redford". En esos momentos, en que nos sentimos acorralados, se nos aparece Robert, es decir Sundance Kid, con sus ojazos azules y su cara de congoja por no saber nadar, y oye, nos consuela.
Robert nos ha estado consolando toda la vida porque nos recordaba que lo verdaderamente importante no suele ser lo evidente, sino otra cosa. Lo importante para él no era ser actor, sino contar historias, transmitir mensajes trascendentes. En eso peleó siempre y eso marcó la vida de un actor que usó su cara guapa para cambiar el cine. Y lo consiguió.
La vida de Charles Robert Redford se explica con esa idea de que lo importante era otra cosa. Cuando era un joven de 19 años no soñaba con triunfar en el cine, soñaba con aplacar su dolor. Su madre había muerto de cáncer y Robert era pura rabia, era un bala perdida, era la piedra rodante de Bob Dylan.
Errante por Europa
Aquel Bobby desorientado se fue a Europa sobreviviendo como artista itinerante, pasó por Italia, por Francia, por Madrid, Barcelona y Palma de Mallorca, donde aprendió a pescar (años después rodaría como director la pequeña pero deliciosa El río de la vida, una peli sobre pescadores de Montana con dudas existenciales).
Cuando regresó a Estados Unidos, más calmado, se apuntó a una escuela de arte y fue casi por casualidad, y por su indudable atractivo, que empezó a trabajar en Broadway y en series de televisión como Perry Mason. De hecho, tal día como hoy de un septiembre de hace 65 años aparecía en la pantalla trajeado y repeinado en "The case of the treacheros toupee" un episodio de la popularísima serie del famoso abogado.
Nada que impresionara demasiado al propio Redford que nunca se identificó con el sex-symbol que veían en él. Quizá por eso, tras algunos papelitos más en tele y cine y otro éxito en Broadway con una comedia titulada Descalzos por el parque volvió a dar la espantada a España, esta vez con su mujer, Lola Von Wagenen.
Química con sus parejas
Vivió en Fuengirola siete meses y luego se fueron a Mijas, a una granja sin luz donde pintaba cuadros. Siempre dijo que fue feliz en España, y yo pienso que pudo haberse quedado allí para siempre, convertido en un bohemio pintor yanqui-malagueño, pero le llamaron para hacer la película con Jane Fonda, era 1967 y nacía un mito.
En los setenta llegó el éxito rotundo pero lo importante seguía siendo otra cosa. Lo importante era, por ejemplo, conectar con sus parejas de reparto. Con Jane Fonda, con Bárbara Streisand…nunca fue más bello Robert Redford como reflejado en la mirada de Streisand en Tal como éramos, caminando junto a Mia Farrow en El Gran Gatsby o lavándole el pelo a Meryl Streep en Memorias de África.
Y esa conexión con sus parejas fue brutal con Paul Newman, el Butch Cassidy de Dos hombres y un destino, la sintonía con la que se miraban y se escuchaban es irrepetible, más que sintonía era una sinfonía que les movía, les balanceaba en la pantalla como si una música interior lo moviera todo.
En los setenta, ya digo, Redford comenzó a ganar mucho dinero, pero lo importante parecía ser otra cosa porque rechazó películas comerciales para rodar otras que tuvieran mensajes que él consideraba necesarios. Así llegó en 1972 una de las grandes películas de alegato ecologista de la historia: Las aventuras de Jeremiah Johnson, una maravilla a la que os tenéis que lanzar ya.
Contra la corrupción
Llegaron luego El candidato en 1972, Los tres días del cóndor en 1975 y Todos los hombres del presidente en 1976, una trilogía fastuosa contra la corrupción y el abuso del poder, tres cintas en las que la presencia de Redford llevó a un público masivo a las pantallas, tres películas en las que hizo pensar al espectador, tres películas que zarandearon al viejo Hollywood y vislumbraron otro Hollywood posible, lástima que se quedara en espejismo.
Ese empeño de Redford se prolongó hasta los 80, con la imprescindible Brubaker, un drama carcelario basado en una historia real que es una de las cintas más demoledoras sobre la necesidad de no olvidar lo que ocurre en las prisiones.
Y en los 80 llegó el salto a la dirección. Dirigir es el sueño de muchos actores, controlar la película, dar las órdenes en lugar de recibirlas. Y no digo que algo de eso hubiera en Redford, pero según él mismo contó, lo importante para él, era otra cosa. Lo importante era narrar el dolor de una familia media norteamericana cuando pierde un hijo y cómo esa pérdida puede destruir a esa familia.
Oscar como director
Redford sabía de lo que hablaba, perdió un hijo y su hija mayor vivió un episodio de depresión profunda tras el asesinato de su novio. Redford narró el dolor cotidiano de forma tan magistral que logró por fin el Oscar, como director por Gente corriente, qué gran paradoja.
Y en aquellos 80, en que podía crecer como director, Redford decidió que lo importante también era otra cosa, que lo importante era impulsar a otros directores. Y así fundó el Instituto Sundance primero y se hizo cargo de un festival de cine que se convirtió en gran lanzadera de nombres como Soderbergh, Tarantino o Aronofsky.
El festival se convirtió en una marca, creció muchísimo, quizá demasiado, hasta el punto de que en 2012 casi renegó de él y de las marcas comerciales que lo apoyaban. Digamos aquí por compensar y ya que estamos a vueltas con tanto elogio, que cuentan que Redford era gruñón, arisco a veces, esquivo y terco, muy terco.
Un solitario
Hay un momento en Los tres días del Cóndor en que Cliff Robertson recrimina al anodino Redford haber revelado secretos del poder (algo así como el caso Assange pero en plena guerra fría).
Robertson le dice: “Pero qué ha hecho usted…va a convertirse en un hombre muy solo, esto no tenía por qué acabar así”…y Redford, marchándose con esos andares de tipo que más andar flota, se gira y le dice: “Por supuesto que sí”…Redford, tan popular, siempre tuvo algo de solitario, siempre quiso vivir en su casa de las montañas, un poco alejado de todo, los focos le buscaron toda su vida, pero él sabía, y nos hizo creer, que lo importante era otra cosa.