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Premios Goya

Goya a la mejor banda sonora: frágil equilibrio entre música electrónica y acústica

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Imagen de Irati, por cuya banda sonora están nominadas Maite Arroitajauregi y Aránzazu Calleja.
Imagen de Irati, por cuya banda sonora están nominadas Maite Arroitajauregi y Aránzazu Calleja.

Parafraseando a la última ganadora del Goya, Zeltia Montes y el documental por el que obtuvo su primera nominación (Frágil equilibrio), la proporción de las músicas electrónicas y las músicas acústicas -por reducirlo a blanco o negro- en la cosecha musical del pasado año empieza a desequilibrase, aunque los premios hagan aún malabarismos.

Olivier Arson (As bestas)

La extraordinaria y original El reino (premio Goya a la mejor dirección en 2019), parece ahora un anticipo del parisino para el pasado año: la serie Apagón, Cerdita (Carlota Pereda) y As bestas: su primer trabajo con instrumentos acústicos.

La angustia y tensión, creados desde los estudiados silencios musicales, se completan con un aterrador juego de dinámicas, tempo y recursos de articulación en las cuerdas, sin violines ni metales, apoyados en la percusión del bombo legüero, ofreciendo un sonido áspero y de escaso vuelo melódico, al límite de la afinación y casi de lo tonal, confrontando odio y belleza.

Julio de la Rosa (Modelo 77)

La disección de los años de la transición y postreros que realizan Alberto Rodríguez en la dirección y el compositor gaditano desde Grupo 7, La isla mínima o El hombre de las mil caras, ha llegado a la cárcel. La Modelo de Barcelona sirve a Julio de la Rosa de arquitectura sonora, por su forma de catedral y la propia “liturgia” carcelaria.

Sin abandonar la música ambiental (incluso el ruido blanco), ni los sintetizadores, guitarras y bajos eléctricos, será el órgano el que inunde -de manera arriesgada, por su significación musical y cultural- toda la banda sonora, acompañando al personaje principal en sus dudas, frustraciones, en su dolor y esperanza. Las texturas musicales, que fluctúan entre la claridad y la densidad, nos guían por el amplio arco emocional de los protagonistas y de la propia institución.

Maite Arroitajauregi y Aránzazu Calleja (Irati)

El entorno rural y la naturaleza como hogar han sido protagonistas este año: Alcarràs, Unicorn wars, As bestas, La casa entre los cactus, El fred que crema, Live is life, entre otras así lo han reflexionado. En Irati, lo mágico o intangible frente a lo “real”, marcan musicalmente la lucha entre las creencias ancestrales y la religión o lo militar.

Así, vientos madera y coros disonantes (en la línea del estonio Veljo Tormis) retratan al pueblo y sus tradiciones; vientos metal (sacabuches o serpentones), percusión y coros religiosos (con anacronismos funcionales como la viola de gamba o el canto paralitúrgico de la Sibila) al nuevo e intransigente cristianismo. La reinvención musical de un pasado oscuro nos muestra la belleza de la naturaleza y su importancia, a través de la riqueza tímbrica que evoca tanto lo extraordinario como el paso del tiempo.

Iván Palomares (Las niñas de cristal)

Bien podríamos haber titulado este artículo “sólo puede quedar uno”, ya que Palomares es el único sin “cabezón”. Este ensayo sobre el sacrificio en el arte y la locura, pero también sobre la amistad, contiene una compleja estructura musical: los arreglos del ballet Giselle, de Adolphe Adam (1841), sobre los que gira la trama; y los fragmentos de danza, escritos para la narrativa del filme, mutable en su plano sonoro, de lo diegético a lo incidental, arropando a las dos bailarinas, que se esconden del mundo real a través de la danza.

Despliega el compositor su profundo conocimiento orquestal y su sensible sentido melódico (con timbres como la sierra musical, láminas o el eufonio), siempre bello, siempre melancólico. Las niñas de cristal es, por su única nominación por la partitura, la película de Iván Palomares.

Fernando Velázquez (Los renglones torcidos de Dios)

Los recovecos psicológicos hitchcocknianos de esta segunda adaptación de la obra de Torcuato Luca de Tena invitaban a una partitura con ritmo de marcha y ecos herrmannianos, con los característicos y rítmicos violines obsesivos. Velázquez acude a esta escritura clásica, adecuada además para un filme de época, que le dan el halo de misterio, pero también de inquietud y de tristeza que la historia arrastra.

El tema principal recorre toda la partitura con las necesarias variaciones en tonalidad, tímbrica y ritmo, asociado a la presencia de la protagonista, de modo obsesivo, como su locura. El dominio orquestal y del género -de todos los géneros- le autoriza al compositor vasco a arrastrarnos por la procelosa naturaleza de la mente humana.