¿Todavía queda sitio para el arraigo?
- La RAE lo define como “establecerse de manera permanente en un lugar, vinculándose a personas y cosas”
- Algo cada vez más difícil, por culpa de la deslocalización, la economía financiarizada o la especulación privada
La RAE define el arraigo como "establecerse de manera permanente en un lugar, vinculándose a personas y cosas". Para la narrativa romántico-nacionalista del siglo XIX, el arraigo (quizá no enunciado explícitamente) era el fundamento de la vida plena; sin conexión física con el lugar propio donde se hallan las raíces del individuo, no había nada. El arraigo es condición necesaria para la construcción del mito nacional. Sin él, aquel frágil sujeto colectivo concebido como "la patria" habría sido impensable en los albores del siglo XIX, cuando la unificación lingüística y la difusión de una identidad interregional posibilitó el nacimiento de las naciones propiamente dichas; aunque, paradójicamente, los ideólogos de estos nacionalismos modernos rebuscaron en siglos pasados referencias que justificaran la ancestralidad de un sujeto nacional que, en realidad, acababa de nacer. La “nación” legitimó a los estados centralizadores, garantes del desarrollo de un capitalismo nacional que necesitó en todo momento de un poder concentrado que protegiese la propiedad privada, impulsase la acumulación originaria y financiase el desarrollo de las infraestructuras económicas.
Si los estados-nación se fundaron como respuesta a las necesidades de la economía, hoy se retraen (o, mejor dicho, modifican su función) para posibilitar que el capitalismo transnacional y financiarizado avance. El capital productivo necesita moverse con facilidad, traspasar fronteras nacionales y establecerse allí donde sea necesario para optimizar cada paso de su larga y enrevesada cadena de producción. El capital financiarizado requiere flexibilidad monetaria y un estado que desregule. En medio de esta dinámica, las poblaciones humanas se ven empujadas a la movilidad intra e internacional, adaptándose -como siempre- a la economía privada. Culturalmente, la mundialización de la narrativa occidental, de la mano de la difusión de consumos no nacionales, se abre paso. ¿Qué lugar queda para el arraigo en este contexto? ¿Puede haber un arraigo deslocalizado? ¿Es deseable? ¿Es sostenible lo contrario?
La desinversión en el mundo rural en España ha sido una constante durante décadas. La falta de oportunidades laborales y educativas en los pequeños municipios e incluso en las capitales comarcales poco pobladas ha beneficiado la concentración poblacional en los grandes núcleos. Aquel primer desarraigo fue el afrontado por aquellas generaciones de trabajadores de la tierra que fueron proletarizados desde finales del siglo XVIII hasta mediados del siglo XX en Europa. Primero se asentaron en las ciudades de forma extremadamente precaria, malviviendo en espacios minúsculos y con escaso o nulo cuidado por lo sanitario por parte de las autoridades públicas.
"La economía dificulta enormemente el arraigo"
Inicialmente, la pérdida de la raigambre con la población de origen no fue sustituida por un nuevo vínculo con la ciudad de acogida; llegaron a las ciudades a buscar empleo en la incipiente economía industrial como alternativa forzosa a la muerte. Cientos de miles quedaron excluidos del sistema productivo formal, y quienes consiguieron acceder a él, sufrieron penurias físicas y mentales como consecuencia de un régimen de explotación inaguantable. La clase obrera organizada en los sindicatos de clase y las organizaciones políticas de izquierda lograron avances en el terreno de la lucha económica, hasta dignificar relativamente la vida del trabajo en la ciudad. Una nueva identidad “urbana” se fue conformando en las generaciones consiguientes: el arraigo perdido tras la expulsión del mundo rural se reconfiguró en torno a núcleos urbanos más acogedores que décadas atrás.
Hoy vivimos un proceso diferente, pero con una matriz similar. La economía dificulta enormemente el arraigo en un doble sentido: rural y urbano. La desinversión está apuntalando el fin de las últimas generaciones que echaron raíces en los pueblos dependientes de las grandes urbes. Los pueblos y las ciudades por debajo de cien mil habitantes no albergan proyectos necesarios para que las nuevas generaciones permanezcan. Las capitales de provincia reciben a los jóvenes de los pueblos, y las capitales de provincia más grandes reciben, incluso, a los jóvenes de las capitales de provincia más pequeñas.
A su vez, la precarización y la temporalidad se funden en un cóctel explosivo con los disparatados precios que fijan sobre el derecho a la vivienda los tenedores privados de las mismas. Contratos breves, miedo al despido y movilidad forzosa hacia las periferias de los núcleos urbanos. Las nuevas generaciones de la clase trabajadora no habitan las zonas culturalmente más vivas e identitarias de las ciudades y, si lo hacen, es sobre la base de la temporalidad. El fantasma del exilio económico a otros puntos de la geografía europea persiste y la vuelta al pueblo (¡o incluso a la ciudad!) de los padres se torna cada vez más difícil. Comprarse una vivienda en el régimen vigente, que convierte en privativo este derecho es materialmente imposible y temerario. ¿Podrás pagarlo en dos años? ¿Habrá trabajo en tu ciudad dentro de cinco años? ¿Te habrás adaptado a una economía irracional y que no te protege en diez años?
"Todo mito identitario es históricamente contingente"
En lo simbólico, la occidentalización (que no es, en ningún caso, internacionalización/mundialización) homogeneiza los consumos de las nuevas generaciones separadas por miles de kilómetros. Esto no reviste una valoración moral necesaria, pero sí requiere reconocer algo: está sucediendo a costa de abandonar identificaciones simbólicas con raigambre en el lugar de origen (que, no obstante, fueron en algún momento igualmente “novedosas” y sustitutivas de lo previo).
Frente a esto, surgen posiciones políticas que ponen el foco en lo cultural, postulando la consecuencia (desvinculación emocional con “lo propio”) como causa. El motivo no es otro que la fase vigente de la economía capitalista. El arraigo no cabe dentro de los límites de este modelo productivo ni de esta economía financiarizada. El arraigo necesita empleo localizado y racionalmente repartido y, a su vez, acceso a la vivienda por encima de todo. Los aspectos de la producción cultural-identitaria son, por supuesto, dinámicos. Al ser producto y no constructo de la vida humana en colectividad, varían con el paso del tiempo, incorporando y desechando prácticas y creencias sociales que son configuradas por el accionar del ser humano que habita un territorio.
Toda distribución demográfica y todo mito identitario es históricamente contingente; responde a la vida organizada alrededor de un modelo de producción específico. Y esa es la decisión que debe tomarse, pero sin hacer trampa. Si se apuesta por un régimen de deslocalización que prime el lucro privado por encima de todo y que deje hacer a los agentes de la economía no productiva, se tendrá desarraigo. Si se apuesta por la racionalización y la distribución geográfica de la productividad, se estará más cerca de frenar el proceso de ruptura del vínculo social con el territorio.
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Eduardo García es politólogo y maestrando en Relaciones Internacionales. Colabora con medios como El Salto Diario o Descifrando la Guerra, en materia de política internacional.