Contra el Estado terapéutico
GEN PLAYZ
- Dos tendencias convergen en nuestro tiempo: el debilitamiento de la vida familiar y asociativa y la ampliación de la jurisdicción estatal (y corporativa) a ámbitos cada vez mayores de la vida en común
En ocasiones las grandes evidencias se nos aparecen de las formas más ordinarias. El pasado mes de mayo, por ejemplo, se expidieron en España los últimos Libros de familia. Tuve la oportunidad de tramitar algunos durante mi pasantía como becario en un Registro Civil consular. Allí llegaban familias jóvenes, probablemente ilusionadas sabiendo que aquel cuadernillo azul daba fe pública de un hecho fundamental en sus vidas: habían creado algo que trascendía a cada uno de sus miembros.
Aquel documento no era solamente un acta simbólica de pertenencia. El Libro de familia tenía cierta relevancia jurídica, y era requerido para la gestión de infinidad de engorrosos trámites burocráticos. En cierto modo, confería a la familia un reconocimiento particular dentro de la comunidad política y testimoniaba que el ciudadano era, además de ciudadano, hijo de alguien. En julio de 2010 se le puso fecha de caducidad. El Gobierno de Rodríguez Zapatero aprobó una modificación que sustituía la concepción familiar del registro por otra de carácter individual. La modificación que viene de entrar en vigor asigna a cada persona un “código de ciudadanía”, y propone la creación de una ficha digital con todos los datos relacionados con su estado civil al tiempo que se adapta a los nuevos modelos de familia. Ciertamente, nadie había reparado antes en las familias poliamorosas.
“Un cambio conceptual radical”
La eliminación de Libro de familia, presente en los hogares españoles desde 1915, no sólo responde a las necesidades de la era digital. Como aseguró en su día el ministro de Justicia Francisco Caamaño, se trata de “un cambio conceptual radical, de arriba abajo”. Un cambio que refleja una nueva tendencia en la relación del individuo con el Estado, caracterizada por el menoscabo progresivo de los ámbitos de copertenencia intermedios. Las ideas mismas de familia o de conyugalidad se han visto redefinidas hasta vaciarse por completo de significado, toda vez que su rol ha sido deliberadamente relegado a un segundo plano en la planificación de políticas públicas.
Las consecuencias son evidentes: el debilitamiento de la institución familiar -red de cooperación primera- está rediseñando la relación de los ciudadanos entre sí, y la de éstos con el Estado, contribuyendo a la merma de la cohesión social. Tenemos ejemplos concretos. La combinación de elevadas tasas de divorcio con una cada vez mayor esperanza de vida, el eclipse de la familia extensa o la dificultad para mantener parejas estables, por ejemplo, está sembrando en algunas partes del mundo industrializado una auténtica pandemia de soledad. En España, más del 21% de la población siente aislamiento social, según un informe elaborado por la Universidad Pontificia Comillas. Y según datos de Cruz Roja, el 27% de los mayores atendidos no reciben visitas de sus familiares nunca.
Este no es un ejemplo casual. En paralelo al declive de la vida familiar y asociativa, los problemas derivados del empobrecimiento del tejido social obligan a la asunción progresiva por parte del Estado —también de las corporaciones— de competencias antaño resueltas en el ámbito del hogar. Los países escandinavos han sido pioneros en esta tendencia, y su experiencia demuestra que a medida que se materializa nuestro anhelo de dinamitar toda forma de dependencia en las relaciones humanas, debilitando así nuestras redes de copertenencia, aumenta nuestra dependencia del auxilio estatal. ¿Quién se hará cargo de los millones de ciudadanos desamparados una vez que las redes de cooperación primarias han dimitido de sus funciones? Reino Unido, por ejemplo, fue el primer país en crear en 2018 una Secretaría de Estado para combatir la soledad. El gobierno japonés fue más allá, y en febrero de 2021 inauguró un Ministerio de la Soledad.
Esta ampliación creciente de las atribuciones del Estado ha venido configurando lo que algunos autores han bautizado como un "modo terapéutico de control social”, donde el Estado no sería sólo el responsable primero—ya no subsidiario— de nuestro cuidado, sino también de nuestra salud emocional. Bajo la gobernanza terapéutica, señala la profesora de Relaciones Internacionales Vanesa Pupavac, “los derechos se están reconceptualizando en términos de reconocimiento psicológico y custodia en lugar de libertades”. En otras palabras, está en marcha la transformación del Estado en un gran hospital dónde, como escribió Jorge San Miguel en 'The Objective’, “los vínculos entre sus miembros se reducen a los que unen a dos compañeros casuales de habitación en el policlínico”.
Más allá de los cuidados: las implicaciones del Estado terapéutico
Ya en su ensayo The Humanitarian Theory of Punishment, C. S. Lewis manifiesta su preocupación acerca de las atribuciones terapéuticas del Leviatán moderno: “el nuevo Nerón se acercará a nosotros con los modales sedosos de un médico, y aunque todo será de hecho tan obligatorio como el tunica molesta [un método de ejecución de la antigua Roma] todo seguirá dentro de la insensible esfera terapéutica”. Ciertamente, la intervención de estas políticas en el ámbito de la salud es amplia (desde los arbitrarios e irracionales protocolos durante la pandemia por Covid-19 hasta la tendencia al sobrediagnóstico en el ámbito de la salud mental). Pero hace tiempo que sus implicaciones van más allá, llegando a elevar a la categoría de bien jurídico protegido el bienestar emocional de sus ciudadanos. En este sentido, el filósofo y profesor Quintana Paz cree que la era del mundo como supermercado sido superada por otra más similar a un gran hospital general: "donde antes se nos trataba como clientes, ahora se nos empieza a manejar como pacientes perpetuos; donde antes se nos intentaba persuadir con ofertas atractivas, ahora se nos imponen tratamientos «por el bien de todos»".
James L. Nolan, profesor de Sociología y autor de The Therapeutic State: Justifying Government at Century's End apunta, sin embargo, que “no es solo el estado el que usa un lenguaje terapéutico para justificar su participación en un número de áreas de la vida social”, sino que “es algo que la propia sociedad le exige al Estado”. El autor se pregunta por la relación entre la lógica terapéutica del Estado contemporáneo y las narrativas de las políticas de identidad. En la construcción de éstas, añade, los sujetos que se perciben como víctimas de la opresión sistemática por parte de un grupo dominante exigen la intervención restaurativa del Estado.
Ejemplo de ello son las campañas institucionales contra formas de violencia simbólicas, como la llamada ‘violencia estética’ o la demanda de espacios seguros (safe spaces), donde determinados grupos sociales pueden reunirse sin verse violentados por opiniones potencialmente ofensivas. La persecución de los discursos de odio (hate speech), para muchos una forma una forma de violencia emocional, constituye otro ejemplo paradigmático. Recientemente las autoridades audiovisuales francesas retiraron la emisión de un anuncio titulado ‘querida futura madre’ en el que quince niños con síndrome de Down expresaban el hecho de que podían ser felices a pesar de su discapacidad. El anuncio fue prohibido porque “probablemente perturbaría la conciencia de las mujeres que habían tomado diferentes opciones legítimas de su vida personal”. También aquí se exige al Estado el despliegue de herramientas represivas para tutelar y proteger “bienes” tales como la integridad emocional o la conciencia de sus ciudadanos. La propuesta de constitución chilena se adhiere plenamente a este paradigma.
Parece claro que dos tendencias correlativas convergen en nuestro tiempo: por una parte, el debilitamiento de la vida familiar y asociativa; y por otra, la ampliación de la jurisdicción estatal (y corporativa) a ámbitos cada vez mayores de la vida en común. Para ambas, C.S. Lewis nos recuerda: “De todas las tiranías, una tiranía sinceramente ejercida por el bien de sus víctimas puede ser la más opresiva. Sería mejor vivir bajo ladrones que bajo entrometidos morales omnipotentes. La crueldad del ladrón a veces puede dormir, su codicia puede en algún momento ser saciada; pero aquellos que nos atormentan por nuestro propio bien, nos atormentarán sin fin porque lo hacen con la aprobación de su propia conciencia”.
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Diego Martínez Gómez (1999) es graduado en Derecho y Periodismo.