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Contra la dictadura de tener que reinventarse continuamente

<span class="hddn">El espíritu de nuestra época nos obliga a vivir reinventándonos continuamente</span>

  • La sumisión a la infinidad de lo posible nos convierte en meros espectadores de la historia que nos arrastra

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Contra la dictadura de tener que reinventarse continuamente
Contra la dictadura de tener que reinventarse continuamente

En un mundo de dimensiones inabarcables y posibilidades infinitas, debemos reivindicar el encanto de los placeres sencillos, la familiaridad de las cosas que creemos valiosas y la sumisión a una narrativa vital coherente.

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Cuando era niño las pesadillas me infundían un terror indescifrable. Recuerdo que cada noche, antes de arroparme, obligaba a mi madre a jurar y perjurar que ninguna criatura perturbaría mi sueño. A pesar de sus esfuerzos aquello no siempre funcionaba, y en ocasiones me asaltaban imágenes que habrían perturbado a los monstruos de Cronenberg —citando a Joseph Addison señala Borges que el alma, cuando está libre de la traba del cuerpo, imagina, y puede imaginar con una facilidad que no suele tener en la vigilia—. El caso es que durante algunas horas creía adentrarme en las entrañas de un universo atroz y grotesco.

La desventura no duraba para siempre. En algún momento, es difícil saber cuándo, las visiones se desvanecían y me desvelaba el ruido amortiguado de mis padres en la cocina. Allí seguían, sin que nada hubiera cambiado desde la noche anterior. A veces la mañana irrumpía con fuerza y la luz se filtraba desde los pasillos; otras —las más en Galicia—, la lluvia repiqueteaba perezosa en las ventanas. Y el mundo, que ya olía café molido y pan recién tostado, volvía a ser un lugar habitable, familiar y predecible.

Ciertamente, uno de los aspectos que más me perturbaba de aquellas figuraciones era su aparente incongruencia. Su estructura no obedecía a ninguna lógica racional, ni siquiera a una lógica interna propia: las imágenes se sucedían unas a otras sin nada en común más allá de su carácter terrible. Pronto entendí que no solo temía a las pesadillas por ser terribles. También porque eran imprevisibles. Y esa imprevisiblidad requería un conjunto de posibilidades infinitas, que eran tantas como pudiera imaginar el subconsciente. Tampoco tardé en descubrir que aquella combinación de factores —conjunto infinito de posibilidades, falta de una narrativa coherente y experiencia de angustia— era extensible al "mundo real".

"Ya no basta con ser lo que se quiera ser, se debe poder ser lo que se quiera en cada instante"

Se ha señalado que nunca a lo largo de la historia nuestras posibilidades de elección han sido tan amplias: rotos los anclajes que entorpecían nuestro afán de emancipación, la dialéctica de la modernidad se materializó en la reafirmación constante de una suerte de individualidad autoconstruida a partir de un conjunto inabarcable de elementos disponibles.

Así, el habitante sincero de nuestros tiempos no se conforma con practicar una soberanía casi irrestricta en el ámbito de su esfera personal. Ya no le basta con ser lo que quiera ser. Debe poder ser lo que quiera en cada instante, dispensado de la penosa carga de rendir cuentas ante su propia biografía, o ante cualquier forma de continuidad que contraríe la voracidad de sus afanes inmediatos. El espíritu de la época insiste en premiar la preservación de la independencia absoluta —«no te ates, no dependas de nadie»—, la capacidad de fluir, de reciclar escenarios, intereses y personas y —lo que es peor—, la necesidad de vivir reinventándose continuamente. ¿Cuántos de nosotros no lo hemos escuchado alguna vez?

Sí. La sumisión a la infinidad de lo posible convierte al hombre en mero espectador de la historia que lo arrastra. Vivir condenado a la expectativa de ser alguien distinto de quien se ha sido hasta ahora se parece mucho a una carrera de ida y vuelta hasta el horizonte: una aspiración angustiosa e inalcanzable a partes iguales. ¿Acaso a alguien le sorprende que la salud mental se haya convertido en un asunto prioritario para cada vez más jóvenes?

Pero lo opuesto a la épica de la construcción permanente del yo no es la resignación del conformista. De nuevo, se trata del sentido. Regocijarse en los placeres corrientes, construir un relato vital honesto y coherente y conservar los espacios de firmeza y serenidad que sólo florecen en atmósferas que nos resultan familiares y previsibles. No hay símbolo que mejor represente esta idea que el del hogar: «en un universo de dimensiones inimaginables, la casa es el centro del mundo. El centro requiere más delimitación, más definición y, sobre todo, más calidez», señala Josep María Esquirol en La resistencia íntima. Dicho de otro modo, en palabras de Carlos Marín Blázquez, se trata de aprender a que la mirada hiberne en el latido de las cosas: querer y preservar lo que creemos valioso, por sencillo que sea. También, y sobre todo, cuando ya nos venga dado.

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Diego Martínez Gómez (Cartagena, 1999) es estudiante de Derecho y Periodismo y fundador del magacín digital lacontroversia.com