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ANÁLISIS

Los terremotos no matan gente

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Los terremotos no matan gente. Lo que mata gente es la pobreza. Los  terremotos llevan ocurriendo en este planeta desde siempre, y salvo raras  excepciones no acaban directamente con vidas humanas: el movimiento del suelo  puede hacerte caer, tal vez un árbol o el techo de una cueva se te pueden  desplomar encima o una ladera inestable puede ceder; quizá una roca desplomada  puede represar un río y causar una inundación, o un suelo húmedo puede licuarse.  Pero las ondas sísmicas no acaban con la gente. 

Lo que mata son nuestras propias  obras; lo que acaba con vidas, en ocasiones por centenares de miles o millones,  es el colapso de nuestros edificios sobre las cabezas de la gente. Y ese colapso  depende sobre todo de la calidad y el tipo de construcción, no de la potencia o  frecuencia de los sismos. Es de esta aparente ironía de donde se deriva la  triste realidad de que los terremotos más mortíferos no son los más potentes,  sino los que ocurren en países más pobres y más poblados.

Los terremotos más mortíferos no son los más potentes, sino los que ocurren en países más pobres

En efecto, la mayoría de los  terremotos más grandes de la historia (de magnitudes superiores al 9) se  produjeron en áreas poco pobladas o poco desarrolladas. Sin embargo los  terremotos más letales, los que mataron a más de 100.000 personas, se  concentran en países muy poblados y pobres, al menos en el momento de sufrir el  seísmo: China (1556, 1920, 1976), la Antioquía bizantina (526), Alepo en Siria  (1138), Irán (856 y 893), el Japón del siglo XVIII (1730).

Sólo en un caso se  unen magnitud absoluta del terremoto con un elevadísimo número de bajas: el  movimiento que originó el tsunami del Océano Índico en diciembre de 2004 superó  los 9 grados de magnitud y causó casi 250.000 muertes, sobre todo en países muy  poblados y de escasos recursos (India, Indonesia, Sri Lanka)

La catástrofe haitiana que se produjo en 2010 se dio por su condición de pobreza  extrema y estado casi inexistente que por la furia de la naturaleza. Edificios  oficiales como el Palacio de la República y distintos hospitales se han venido  abajo como castillos de naipes. 

Las construcciones de escasa calidad y nulos  estándares han sido incapaces de resistir un movimiento telúrico que en países  ricos y concienciados como Japón, Estados Unidos o Chile habría sido un temblor  más con pocas o ninguna víctima. Porque las técnicas existen para que los  edificios no se conviertan en trampas mortales cuando la tierra tiembla.

Se ha podido comprobar con el último terremoto en Japón, que a pesar de su terrible magnitud no ha dejado un número de víctimas mínimamente comparable con el producido en Haití.

¿Cómo evitar los derrumbamientos de los edificios?

Ni siquiera estamos hablando de novedosos sistemas de alta tecnología y  elevado precio (que también los hay), aunque también existen. No: las bases de  la construcción sismorresistente se conocen desde hace milenios.

Uno de los  métodos más eficaces para que los edificios no se derrumben ante la furia de la  geología es el aislamiento sísmico  de la cimentación, que se ya se usó en la tumba de Ciro el Grande  en la ciudad persa de Pasargada, construido en el siglo IV adC.

Se conocen  sistemas sencillos de refuerzo de muros de mampostería, de construcción de  elementos estructurales interconectados por juntas flexibles o de instalación de  muros resistentes a la cizalla que sin elevar en exceso el precio de un edificio  pueden hacer que resulte mucho más capaz de absorber los movimientos del suelo.  Incluso hay técnicas de construcción  sismorresistente utilizando adobe, el más humilde de los materiales de  construcción; técnicas que los antiguos peruanos utilizaban ya milenios antes de  la conquista.

El problema principal, sin embargo, es que el uso de estas técnicas exige no  sólo algún dinero, sino una estructura estatal competente.

Es vital conocer la  geología y analizar los riesgos concretos del emplazamiento de un futuro  edificio antes de elegir qué sistemas hay que incorporar a la construcción para  hacerla sismorresistente.

No se usan las mismas técnicas donde un terremoto  puede provocar licuefacción de los suelos que allá donde el riesgo puede ser un  tsunami, o el agrietamiento del terreno. Además, la  calidad de los materiales y de la técnica de construcción son vitales para  asegurar que los edificios reforzados se comportan adecuadamente. En suma,  además de dinero hace falta organización, inspección y control. Hace falta  (horror) un estado: otra de las cosas de las que carecía Haití.

Las experiencias en los Estados Unidos con el terremoto de  1994 en Northridge (junto a Los Angeles), demuestran que ni siquiera un país  rico y con un estado fuerte y capaz es capaz de eliminar por completo los  riesgos.

Las cantidades de energía que se movilizan en un terremoto son  ingentes, inimaginables; y las consecuencias de toda esa energía fluyendo libre  por la corteza terrestre a veces son inesperadas. Pero la historia demuestra  también que donde hay un cierto nivel de riqueza que permite la preparación, y  donde hay un estado capaz de imponer que las precauciones se cumplan  adecuadamente, las bajas causadas por la actividad sísmica se reducen casi a lo  anecdótico.

Haití, un país situado en una activa zona sísmica con trágicas  experiencias históricas, sin duda conoce bien los riesgos del planeta Tierra.  Pero lo que mata no son los temblores: es la pobreza, la corrupción y la  ausencia de un estado capaz de hace cumplir las normas.