Un laboratorio donde se juega en serio con la ciencia
- El ingeniero Gerardo Meiro ha creado en Madrid uno de los laboratorios privados más completos del mundo
- Entre los múltiples proyectos que desarrolla, destaca su trabajo con microscopios electrónicos de barrido
En una discreta nave industrial de las afueras de Madrid, detrás de una puerta sin rótulos, Gerardo Meiro ha levantado uno de los laboratorios privados mejor equipados del mundo. Investigador incansable y autodidacta, este ingeniero de Telecomunicaciones ha convertido su pasión por la ciencia en un taller que combina lo artesanal con lo tecnológico, dentro de un espacio donde conviven en perfecta armonía tornos y fresadoras con detectores de neutrones o microscopios de última generación. Un inmenso cajón de sastre que gestiona él solo, sin ayuda de nadie.
A sus 75 años, Meiro no busca reconocimiento ni rentabilidad. Su laboratorio, como su vida, está impulsado por la curiosidad. “No es un negocio, lo hago por satisfacción. Me gusta construir cosas, aprender lo que no sé y demostrar que en España se puede hacer mucho más”, asegura. Una actitud que le ha llevado a colaborar con proyectos punteros. Por ejemplo, antes de que comenzase a operar FOSSA Systems —una compañía española que diseña, fabrica, lanza y opera pequeños satélites—, su fundador realizó en el laboratorio de Gerardo Meiro pruebas de comportamiento en el vacío de satélites.
Entre obleas de silicio, hilos de molibdeno, láminas de tántalo y filamentos de wolframio, Meiro construye sus propios instrumentos, utilizando siempre que puede materiales reciclados. Lo mismo fabrica una bobina de Tesla —“la más potente de España”, presume— que un fusor de Farnsworth con el que llegó a conseguir fusión nuclear doméstica, convirtiéndose en la primera persona no estadounidense en lograrlo. "Realizar la fusión nuclear no es tan difícil. Lo difícil es hacerlo de manera sostenida y energéticamente rentable", aclara.
Cada pieza, cada circuito, tiene detrás horas de planificación y de trabajo. También, de búsqueda. “Hay cosas que las compro nuevas, y otras que rescato como chatarra científica. Algunas las adquiero en Ebay y otros portales de subastas, pero tienes que estar muy pendiente...”.
Gerardo Meiro muestra cómo funciona su microscopio electrónico de barrido. SAMUEL A. PILAR
En el taller pule cerámicas que soportan altas temperaturas, diseña multiplicadores de tensión capaces de generar cientos de miles de voltios y manipula materiales tan exóticos como el paladio o el arseniuro de galio. "A mí lo que me gusta es la investigación y el cacharreo. Construir cosas relacionadas con la tecnología y con la física". Meiro considera que tiene "más de ingeniero que de científico", aunque reconoce que "Telecomunicaciones es una de las ingenierías más científicas".
Su trabajo no está exento de riesgos. Muchos de los proyectos que desarrolla implican el manejo de tensiones eléctricas elevadas, así como el uso de sustancias inflamables o tóxicas; pero él asume este peligro con naturalidad. “Reivindico que tengo el mismo derecho a morir de una descarga eléctrica que un alpinista haciendo escalada o mi cuñado corriendo un maratón”, argumenta con ironía.
El universo microscópico de las diatomeas
Pero el verdadero corazón de este templo late en una esquina: sus microscopios electrónicos de barrido, que le permiten sumergirse en la arquitectura secreta de lo extraordinariamente pequeño. Desde hace cuatro años, Meiro dedica buena parte de su tiempo a un proyecto fascinante: el estudio de las albarizas, unos suelos blancos formados por sedimentos marinos de hace millones de años, donde se cultivan los viñedos de Jerez. Este sustrato, muy rico en carbonato cálcico, es el que aporta la delicadeza y el carácter único que distingue a estos vinos.
En estos terrenos, típicos del Valle del Guadalquivir, habita un universo microscópico de diatomeas, algas unicelulares con esqueletos de silicio que, tras morir, se acumulan formando estructuras de una simetría perfecta. Gerardo las fotografía con el perfeccionismo y la paciencia de un orfebre: ya ha tomado más de 15.000 imágenes, de las que apenas 500 sobrevivirán al proceso de selección para el libro que va a publicar junto con un bodeguero de la zona.
Cada imagen es el resultado de un trabajo meticuloso. Antes de cada toma, limpia las muestras con ultrasonidos, las congela, las tamiza y finalmente las recubre con una finísima capa de oro mediante plasma. Es ese metal el que permite que los electrones del microscopio fluyan sin distorsionar la imagen. “En fotografía, la paciencia es el 90%”, dice mientras observa, ampliadas miles de veces, las formas geométricas de una diatomea: círculos, triángulos, espirales, fractales diminutos que parecen labrados con una perfección exquisita.
Un "hacedor"
Gerardo Meiro empezó trabajando en investigación en la Marina, en la década de 1970. Ya en la Transición, en mitad del boom de la alta fidelidad, impulsó dos cooperativas de fabricación de equipos de sonido y amplificadores de audio. Más tarde, trabajó dos años en una multinacional de electromedicina, dedicado al mantenimiento de equipos láser para cirugía. “Quería aprender cómo funcionaba una empresa, pero la verdad es que no me sirvió de mucho, únicamente para comprarme unos zapatos, un coche y un ordenador”, recuerda.
Después, montó una compañía dedicada a desarrollar software. “Fuimos los primeros que publicamos CD-ROM en España, y teníamos el 70% del mercado. Desarrollábamos también productos multimedia, productos educativos… “. Pero en 2006 comprendió que "no le gustaba lo que estaba haciendo", y decidió abandonar la empresa y vender las acciones. Esto le permitió "liberarse económicamente" y ocupar su tiempo en lo que realmente le gustaba, que era "cacharrear" en su laboratorio. "No me lo planteo como negocio. Lo que no quiero es trabajar por dinero. Me hubiera gustado dedicarme a esto desde el principio, pero no lo pude hacer", confiesa.
“¿Que cómo me veo a mí mismo? Me veo como un hacedor. Simplemente, hago. Me gusta hacer cosas, construir cosas, lo que muchas veces implica adquirir los conocimientos necesarios. Y no solo es hacer cosas que ya están hechas, sino que muchas veces es hacer cosas que no están hechas. Siempre hay una parte innovadora".
Su laboratorio no es solo un espacio de trabajo: es un cuarto de juegos donde la curiosidad marca el ritmo y la experimentación nunca se detiene. Entre la capacidad de asombro y la belleza, entre lo microscópico y lo observable a simple vista, Gerardo Meiro sigue buscando respuestas, impulsado —como él mismo dice— por el puro “placer de la ciencia”.