Enlaces accesibilidad
Atlas de lo pequeño

El pueblo de Velasco existe... a pesar del abandono

  • Este despoblado de Soria se vació en los años 60 pero sigue vivo en la memoria de quienes nacieron allí
  • La caja del Atlas de lo pequeño recoge el álbum de los García, una de las últimas familias en marchar
  • Llegó a tener más de 130 habitantes en su mejor época, en el siglo XIX. Te contamos la historia en España Directo

Por
España Directo - El recuerdo de Velasco: el pueblo que sigue vivo gracias a la memoria

Era una tarde de verano de 1998. Agosto quizá. Posan cogidos de la mano. El abuelo Agustín esboza media sonrisa. La abuela Isabel, con blusa de flores, sale con los ojos cerrados. El olmo yermo de la plaza de Velasco, ajado el tronco y ya sin ramas, destaca al fondo. Las ruinas de vigas de madera y muros de adobe dibujan la línea del horizonte. La foto en blanco y negro que tomé con la Réflex de mi padre recoge la última vez que estuvieron en Velasco, aquella tarde imprecisa de verano.

Hace tiempo, desde la década de los 60, que el abandono borró del mapa el pueblo de mis abuelos, Agustín García Boíllos e Isabel Gañán Boíllos. Pero Velasco existe, existe todavía en la memoria de sus hijos, mi padre Agustín (72 años) y mi tío Luis (69 años). El Atlas de lo pequeño tira esta vez del hilo de la memoria y rebobina 60 años para retratar uno de los 3.000 pueblos abandonados que hay en España.

Las ruinas del pueblo de Velasco

Las ruinas del pueblo de Velasco LAURA GARCÍA ROJAS

La Casimira apagó la luz de Velasco

La última de Velasco se llamaba Casimira y no nació aquí. La Casimira apagó la luz del pueblo de mis abuelos un año después de que ellos decidieran cerrar la puerta de su casa. El éxodo rural puso el contador a cero de este pueblo soriano que, en el siglo XIX, llegó a tener 131 habitantes y 26 casas habitadas, según el Catastro del Marqués de la Ensenada.

El tiempo se ha encargado de fundir las casas de adobe en el paisaje. De la de mis abuelos solo queda en pie una pared. “La reformaron los abuelos y, de hecho, se nota la diferencia. Se ve el ladrillo, que es posterior, y todavía está el adobe. Estos adobes los hicimos nosotros, en la vega del río”, cuenta mi padre junto al dintel de la puerta.

Las ruinas del pueblo de Velasco

Las ruinas del pueblo de Velasco LAURA GARCÍA ROJAS

¿Qué se siente al ver que tu casa de la infancia es una pared?: “Tus orígenes los ves todos derruidos”, arquea las cejas con resignación mi tío Luis. “A la derecha había una habitación, que era el comedor, más adelante una habitación…” Agustín lo describe con todo detalle, como si estuviera paseándose por aquel hogar que ya no está. “Me acuerdo perfectamente, perfectamente”. “Al otro lado estaba el gallinero. Teníamos unas 20 gallinas o así. También cochinos, no muchos. Y en ese montículo estaba el horno, donde la abuela Isabel hacía el pan”, cuenta el tío Luis. Entonces se vivía sin agua corriente, sin electricidad. “Nos alumbrábamos con candiles de aceite”, cuenta mi tío. “Y después con candiles de carburo, que alumbraban más”, añade Agustín.

Al otro lado del altozano, el campanario de la iglesia muestra su boca desdentada. Las zarzas se han comido la puerta. “Recuerdo unas fiestas. Subimos a tocar las campanas y una de ellas se rajó”, cuenta Agustín, que fue monaguillo. “Me tuve que aprender de memoria todo lo que se decía en misa. ¡Y en latín!”.

A pesar de la dureza de aquella vida, recuerda “una infancia realmente feliz”. Y eso que nada era fácil. Se fabricaban los juguetes con lo que tenían a mano: “Nos hacíamos los coches con una lata de sardinas de las grandes. Hacía cuatro agujeros... Y con las suelas de goma de las alpargatas hacía las ruedas”. Al tío Luis le vienen a la memoria los interminables inviernos sorianos, con su metro y medio de nieve, y ese frío que cortaba: “Recuerdo los sabañones, los sabañones en las manos, en los pies, y alguna vez hasta en las orejas”.

Padre y tío de Laura García Rojas en Velasco

Padre y tío de Laura García Rojas en Velasco LAURA GARCÍA ROJAS

Al final de un camino, el tiempo inmisericorde ha respetado el colmenar del Tío Justo, uno de los ocho colmenares de horno que, según el castro del Marqués de la Ensenada, hubo en Velasco. “Nosotros tuvimos unas cinco o seis colmenas. El abuelo cogía la miel para consumir en casa”. Era una economía de subsistencia. La tierra daba lo que daba para vivir. “Era una vida muy dura. Te matabas a trabajar la tierra: arar a mano, cribar a mano… Y encima para nada”, cuenta el tío Luis.

El todoterreno de Benigno De Gracia (77 años) enfila la cuesta de Velasco y traspasa la barrera que cerca sus vacas. El tintineo de los cencerros cada vez está más cerca. Benigno es de Valdenarros, el pueblo de al lado, y lleva desde 1988 con las vacas y arrendando las tierras de cultivo de Velasco. “Antes de estar yo con vacas hubo aquí un conde con vacas”, un terrateniente que llamaban ‘El Pintao’ ¿Qué recuerdas de la vida en Velasco? “Recuerdo siete u ocho casas abiertas… Estaba Juan, Agustín… Después llegaron unos pastores que trabajaban para el conde. Sus hijos llegaron a ir al colegio a El Burgo de Osma. Y después hubo otros pastores de Aranda de Duero… “. Hoy sus vacas pastan en Velasco a sus anchas, a ratos entre las ruinas de las casas.

El camión de las gaseosas de El Burgo de Osma

En 1964 mis abuelos decidieron marchar. “Aquí era imposible quedarse. Te ibas con tristeza porque dejabas tus orígenes, pero sabías que te esperaba otra vida mejor” cuenta el tío Luis. Un día llegó el camión de las gaseosas de El Burgo de Osma a Velasco, lo metieron todo y cambiaron de vida. El abuelo empezó a trabajar en el turno de noche de la gasolinera. Mi padre enseguida se fue a Madrid y de ahí a Teruel, aunque esa es otra preciosa historia. Mi tío vivió el cambio de una pequeña aldea a la capital de la comarca (5.000 habitantes) con naturalidad: “Yo me vine aquí a El Burgo, al instituto, y enseguida hice amigos y, claro, empecé a notar la diferencia”.

La abuela Isabel también agradeció el cambio, una casa con agua corriente, con bombillas que iluminaban una vida con comodidades.

A pesar de todo, Velasco siempre fue Velasco para mi familia. Aun hoy lo es. Han pasado más de 60 años de aquella mudanza y en el trastero de la casa de El Burgo hay objetos que lo recuerdan. El cobre del caldero donde hacían la matanza todavía reluce. El canto está negro y deja en los dedos “la huella del fuego de las cocinas bajas que había entonces”. Apoyada en la pared con las ruedas pinchadas, la vieja bicicleta del abuelo nos hace viajar otra vez al viejo olmo de la plaza de Velasco del que solo queda un tocón. Vuelvo a esa foto que tomé el verano de 1998 y que, sin saberlo, sería un instante congelado para que Velasco siga latiendo en la memoria. Los pueblos existen mientras haya quien los recuerde.