Paiporta, año 1: "La riada pudo ser inevitable, pero lo que no perdonamos son las muertes"
- Doce meses después de la tragedia, la zona cero de la dana continúa luchando por renacer del barro
- Las heridas siguen abiertas, marcadas por la sensación de abandono y el recuerdo de las vidas perdidas
Amparo nunca podrá olvidar aquella tarde aciaga del 29 de octubre, cuando pasó más de siete horas atrapada dentro de un ataúd de agua. Sin apenas tiempo para poder reaccionar, una violenta ola irrumpió en su negocio, una tintorería situada en la calle Colombicultura de Paiporta, y la aprisionó entre el mostrador y las máquinas de planchado. Cuando por fin pudo liberarse, el agua ya casi la cubría por completo, y ante la imposibilidad de salir a la calle, buscó refugio en un almacén situado dentro del establecimiento, donde apiló unos cajones y se tumbó encima, prácticamente emparedada con el techo, con la esperanza de que aquella masa oscura no alcanzase a devorarla.
Pero el nivel del agua continuó subiendo, hasta que llegó a arañarle la espalda. "Me golpeaba en la cara y para mí eran como cristales, porque venía congelada", recuerda con lágrimas en los ojos. Ha pasado un año, pero Amparo sigue temblando como una niña asustada cuando revive aquella pesadilla y señala las marcas que dejó con sus zapatos en el techo.
Amparo muestra las marcas que dejó con sus pies en el techo de su negocio el día de la dana. SAMUEL A. PILAR
Al principio, pudo hablar por teléfono con su marido, aunque en algún momento el aparato cayó al agua y se quedó incomunicada, en total oscuridad. "Estaba convencida de que iba a morir ahogada allí, pero al final, de madrugada, pudieron rescatarme", relata.
"Esto me ha pasado factura. Ya no soy la misma, ni tengo alegría. Me aíslo. Cuando hay muchas personas, me meto en mi mundo y no quiero estar con la gente, y antes no era así", confiesa. "Ahora, cuando llueve no puedo estar sola. Solo quiero estar en mi casa, que es un piso alto, con mi marido y con mi hijo, que estemos los tres. Y cuando truena, también siento mucho miedo", prosigue sin poder evitar que se le quiebre la voz.
Atrapados en aquel 29 de octubre
Paiporta sigue luchando por sacudirse los fantasmas de una tragedia que se cebó especialmente con esta localidad de casi 30.000 habitantes, considerada como la zona cero de la dana. De las 229 víctimas mortales que se cobró la riada en la provincia de Valencia, casi una cuarta parte (56) se produjeron aquí. Doce meses después, las heridas visibles parecen haber cicatrizado, pero las más profundas continúan tan abiertas como el primer día.
Igual que Amparo, miles de personas siguen atrapadas en aquel 29 de octubre, cuando el tiempo se detuvo para ellas y las dejó sumidas en un infierno que, aún hoy, intentan dejar atrás. "Hay veces que mi marido todavía se despierta llorando en mitad de la noche, y eso que no hemos sufrido pérdidas personales", cuenta Teresa, que pertenece al grupo de voluntarias que sigue repartiendo ayuda entre los vecinos más afectados. "Somos diez, y nos llaman cariñosamente las chicas de oro, como las de la serie de televisión", describe orgullosa.
De las decenas de puntos de abastecimiento que se instalaron en la localidad justo después de la tragedia, dedicados a canalizar las donaciones que llegaban de toda España, ya solo queda este. Antes estaba en otra ubicación, pero recientemente han acondicionado el local donde se encontraba la tintorería de Amparo, y lo han convertido en su nuevo centro de operaciones.
Su misión es seguir proporcionando productos de primera necesidad a aproximadamente 300 familias que vivían en casas bajas y lo perdieron todo. Muchas de ellas no tenían seguro y ni siquiera han podido volver a sus hogares, porque las ayudas económicas no les han alcanzado para cubrir las reparaciones. Además, Teresa denuncia cómo algunas de estas personas han sido engañadas. "Las empresas de reformas les han cobrado y luego les han dejado colgados. Se han aprovechado de su desesperación".
"Yo a veces digo que es como si hubiera empezado a ver una película de terror, y aún no he visto el final. Y creo que hasta que no vea Paiporta como estaba antes, no habré visto el final de esta película", compara Teresa.
Teresa pertenece al grupo de voluntarias 'Colombicultura 2', llamado así por la calle en la que tiene su centro de operaciones. SAMUEL A. PILAR
La espina dorsal de la catástrofe
A menos de 50 metros de allí, el barranco del Poyo es ahora un hervidero de camiones, excavadoras y obreros que trabajan en la reparación de los puentes destruidos por la riada y en el refuerzo de los laterales del cauce. Esta gigantesca grieta, que parte por la mitad a Paiporta, se convirtió en la espina dorsal de la catástrofe, ya que vomitó la mayor parte de los millones de metros cúbicos de agua que dejaron a su paso un reguero de muerte y destrucción.
Durante los días y semanas que siguieron a la riada, las localidades afectadas se convirtieron en lo más parecido a un escenario apocalíptico, con una gruesa capa de barro cubriéndolo todo, viviendas y negocios reventados, montañas de coches destruidos y miles de vidas golpeadas de manera brutal. Las calles se transformaron en un inmenso vertedero, y quizá una de las escenas más desgarradoras fue ver cómo los vecinos que vivían en plantas bajas, así como los dueños de locales y comercios, sacaron al exterior sus enseres personales para comenzar a sanear. Aquellos objetos, reducidos a escombros, se amontonaron sobre el lodo como el testimonio roto de miles de vidas.
Un año después, las calles ya no tienen esa costra de fango, y la mayoría de las viviendas han sido reconstruidas o se encuentran en proceso de reconstrucción, pero todavía es posible apreciar las huellas de la tragedia, que están por todas partes si se observa detenidamente. Hay casas que aún no han sido limpiadas, y permanecen como el primer día, despidiendo un aliento a podredumbre y humedad a través de sus ventanas rotas. El ladrillo desnudo aparece por todos lados, mientras que muchas persianas metálicas no han sido reemplazadas, y continúan retorcidas por la violencia del agua. Pero la cicatriz más significativa es la que ha quedado impresa en numerosas paredes, tanto interiores como exteriores, donde sigue siendo visible una línea oscura, que marca el nivel de la riada. En algunos puntos, hasta tres metros de altura.
Cristina, junto al Barranco del Poyo, en Paiporta. SAMUEL A. PILAR
A estas heridas evidentes, se suman las que están ocultas, que son las más dolorosas y difíciles de sanar. "La riada pudo ser inevitable, pero lo que no se perdonan son las muertes. Eso la gente no lo perdonamos", asegura sin poder reprimir la rabia Cristina, una médico intensivista que vive junto a la rambla del Poyo.
"La gente no está bien. Después de un año, nos ha venido el bajón emocional", comenta, y considera que es algo inevitable, porque "sentir que tu pueblo de toda la vida está destrozado es algo que pasa factura". "Estamos con ganas de que vuelva de verdad la normalidad", continúa, y se lamenta de que tenían la esperanza de que las cosas avanzaran más rápido, "pero se está tardando mucho". "La gente ha reconstruido mucho a nivel particular, pero a nivel público, a nivel de infraestructuras, todo va muy lento".
"Podían haber avisado"
"Estamos convencidos de que podían haber avisado, por lo menos para que la gente se hubiera puesto a salvo. Lo material no se podría haber salvado, pero las vidas, sí", coincide Patricia, quien trabaja en un negocio de venta de audífonos situado en la calle Sant Jordi, paralela al barranco, que ha tenido que ser reabierto allí después de que quedase arrasado por el agua en su ubicación original, la Avenida Vicente Blasco Ibáñez. Para ella, "sigue habiendo muchas heridas que no se pueden curar". "Si le preguntas a cualquier persona, todos tenemos una tristeza dentro de la que jamás nos vamos a recuperar. Yo creo que nuestras vidas han cambiado para siempre", expresa mientras echa la vista atrás, hasta aquella tarde del 29 de octubre donde la memoria se hunde en el barro.
"Es algo que no se olvida. Aunque haya pasado hace un año, es como si hubiese pasado ayer", continúa. "Sí que es cierto que al volver a la rutina, lo que ves alrededor se normaliza, pero está todo en obras, quedan bajos con barro, hay mucha suciedad… Tenemos un sentimiento general de abandono".
Patricia, en el centro de salud auditiva en el que trabaja, junto al barranco del Poyo. SAMUEL A. PILAR
"Una verdadera psicosis" cuando llueve
Otra de las secuelas que ha dejado la tragedia es el escalofrío que recorre el cuerpo de los habitantes de l´Horta Sud cuando el cielo se oscurece. Especialmente en las últimas semanas, con motivo de los restos del huracán Gabrielle, la dana Alice y sus correspondientes alertas meteorológicas —una roja y la otra naranja—. Cuando comenzó a llover, el barranco del Poyo se convirtió en el punto de referencia para todo el mundo, y lo vigilaron obsesivamente desde sus ventanas o acudieron varias veces durante el día para comprobar su nivel. Como si de una guerra se tratase, numerosos vecinos colocaron sacos de arena en las puertas y ventanas de sus casas, ante el miedo a que el agua pudiese volver a entrar.
"Cuando llueve, se desata una verdadera psicosis", opina Cipri, la vicepresidenta del Hogar del Pensionista de Paiporta. Sentado junto a ella, Ángel, el presidente, asiente: "Hay mucho miedo de que pueda volver a pasar... Y va a durar". Las personas más mayores, al ser más vulnerables, son las que peor parte se han llevado de la catástrofe. Según datos oficiales, más de la mitad de las víctimas mortales de la dana en la provincia de Valencia tenían 70 años o más.
El barranco del Poyo, a su paso por la localidad de Paiporta. SAMUEL A. PILAR
Muchos ancianos viven en casas bajas y vieron cómo todas sus pertenencias desaparecían bajo el lodo. Otros, los que residen en pisos altos, también se han visto muy perjudicados por los problemas que han sufrido los ascensores, que quedaron inutilizados por las inundaciones. Una situación que dejó a numerosos vecinos atrapados en sus propias viviendas, especialmente a las personas con movilidad reducida, quienes un año después siguen igual porque aún quedan muchos sin reparar, en un sector que se ha visto completamente desbordado por la magnitud de los daños.
"Muchas personas con movilidad reducida siguen sin poder salir de sus casas. Sin ir más lejos, nuestro ascensor solo lleva dos semanas funcionando", asegura Cipri, quien cuenta cómo "hay de todo: gente que lo ha superado y hace vida completamente normal, pero hay otros que han dejado incluso de venir al Hogar del Pensionista". "Falta muchísimo por hacer en el pueblo, y a las personas mayores les afecta más", considera Ángel.
Ángel, el presidente del Hogar del Pensionista de Paiporta, junto a Cipri, la vicepresidenta. SAMUEL A. PILAR
Un año después de la catástrofe natural más destructiva de la historia reciente de España, la localidad de Paiporta sigue luchando por volver a la vida después del tsunami que se llevó todo por delante y sepultó en el barro a sus habitantes. Pocos ocultan el miedo a que otra riada pueda suceder de nuevo, aunque también son conscientes de que es un temor con el que tienen que aprender a convivir, porque va a regresar cada otoño en forma de tormenta. Con el paso de los meses, las heridas más visibles parecen haber cicatrizado, pero las más profundas continúan abiertas, marcadas por la sensación de abandono y por el recuerdo de unas muertes que, consideran, en muchos casos podrían haberse evitado.