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"Adiós mamá no pudimos llegar a tiempo. Perdón", historia de un mensaje escrito en barro

  • Jose escribió su despedida en la puerta de la casa de su madre, Maruja, fallecida en Picanya
  • Al menos seis residentes, mayores vulnerables, murieron en las 31 viviendas tuteladas que no se desalojaron
  • Aniversario de la dana, en directo hoy
Historia de un mensaje escrito en barro: "Adiós, mamá, no pudimos llegar a tiempo, perdón"
María Moreno

Escrito con lo único que había, barro, en la puerta de uno de los 31 apartamentos del Centro de día de Picanya. Ahí estaba el mensaje. Era imposible leerlo sin sentir un pinchazo dentro, sin preguntarse quién era esa madre a la que decían adiós, quiénes esos hijos que le pedían perdón por llegar tarde. Todo aquel que pasó por delante en los primeros días de la catástrofe le hacía foto y lo compartía en redes. Se hicieron directos en televisión con el mensaje de fondo. Pronto se hizo viral, pero ni rastro de su autor. Y decidimos buscarlo para contar su historia.

Jose deja sus huellas de barro después de escribir la despedida a su madre

Casi un año después, gracias a una vecina de Picanya que se unió a nuestra búsqueda, en un grupo de vecinos de Facebook por fin apareció. Mandó otro mensaje.

Un mensaje detalla la dificultad de llegar a la casa de la madre del remitente debido al barro, incluyendo intentos fallidos y la hora de un intento anterior. El mensaje, con emojis de tristeza y una rosa, fue publicado hace tres horas y tiene reacciones.

Mensaje del hijo de Maruja en respuesta a nuestra búsqueda

Entonces supimos que ese hijo era Jose, que estampó sus manos manchadas de tanto buscar a su madre entre los escombros. Su cuerpo apareció a los 15 días. Se llamaba Maruja y tenía 95 años, aunque ella nunca, nunca, decía su edad.

Maruja, el día de su 95 cumpleaños, en su casa

Maruja, la del 16

Se llamaba María Desamparados García Cutanda, para todos Maruja, y tenía tres hijos. En su mueble del comedor había tres figuritas, unos gansos de Lladró. "Los gansos de mis hijos", bromeaba. Pero ese día uno estaba ingresado en el hospital, recién operado; otro, atrapado en el techo del polígono de Ribarroja, intentando no correr la misma suerte que su madre; solo quedaba Jose, el único que pudo moverse.

“Yo siempre estaba a mano, vivo a dos minutos del Centro de día. Si alguien nos hubiera avisado, lo primero que habría hecho es llevarla a mi casa”, cuenta ahora. La barrancá le pilló a 15 minutos, “a las siete de la tarde en Catarroja”, y lo primero que pensó fue en recoger a su madre. “Cuando llegamos a la rotonda de Picanya, el coche flotaba, la policía ya no nos dejó pasar”. Aun así lo intentó, pero vio que iba en serio y asumió que no podría llegar hasta el día siguiente. Su madre no cogía el teléfono. Había hablado con ella por la mañana por última vez. Como muchos días, le había pedido una tortilla para cenar. Y a eso pensaba ir por la noche, a cocinarla.

Un hombre con barba y calvicie, vestido con ropa oscura y botas, examina su teléfono móvil en una calle llena de barro, junto a una bicicleta también embarrada. Se observa un edificio al fondo y una valla metálica a la derecha.

Jose con la bicicleta que le prestaron para ir a buscar a su madre Maruja

En una bicicleta prestada desde Catarroja consiguió llegar a las 9 de la mañana del día 30. Y ya no paró de buscar a su madre por todos los rincones. Se le rompe la voz cuando recuerda que exploró cada palmo con un palo: “Era pequeña y temía que pudiera haberse quedado atrapada bajo los muebles". Junto a su mujer Mónica, nos enseña el vídeo que grabaron y las fotos. Ahí se ve la magnitud del desastre.

Maruja era mayor, pero estaba muy bien, era autónoma. Por nada del mundo quería irse de ese lugar. Ahí tenía una vida feliz. Con independencia, pero en comunidad. Enfrente del apartamento, en el Centro de día, se cortaba el pelo, tomaba café con las amigas. “Con Rosi, la del 31, siempre la mencionaba", cuenta Mónica, la mujer de Jose, mientras nos enseña fotos y vídeos en el móvil.

En su búsqueda, Jose se dirigió a la residencia Solimar porque “había un rumor de que se habían llevado allí a supervivientes". Una de esas vecinas que sí se salvó le contó que había escuchado a su madre pedir socorro y luego dejó de oírla. En ese momento empezó a hacerse a la idea. Pero siguió buscando. Pasó un día y otro, y así hasta quince, hasta que le avisaron de que las pruebas de ADN coincidían con la identidad de Maruja. “No nos dijeron exactamente dónde la encontraron. Hacia abajo”. Tampoco pudieron reconocer su cuerpo: “Nos recomendaron no abrir la bolsa. Estaba demasiado, demasiado…”. A Jose se le vuelve a quebrar la voz.

Desde ese 29 de octubre, Jose convive con la pregunta de si podía haber hecho más. Le queda “una gran sensación de impotencia y frustración, la sensación de haber fallado”, dice. También de rabia porque había muchos ancianos “sin posibilidad de comunicarse con los que a lo mejor sí hubieran podido llegar a tiempo para rescatarles en un camión grande”.

Un mensaje colectivo: “Ese día ninguno llegamos a tiempo”

Cuando Jose imagina a su madre sola en la oscuridad con el agua entrando, no puede seguir hablando. Escribió el mensaje porque no quería que pensara que su familia se había olvidado de ella. Para decirle “No te olvidamos, mamá. Estábamos intentando llegar”, para hacerle un homenaje. Nunca pensó que un gesto espontáneo, algo tan íntimo y personal se volvería un mensaje tan colectivo. "Ese día todos llegamos tarde", dicen los familiares de otras víctimas.

Rosa, en su casa de Picanya

Rosa, la del 31

Tenía 92 años y siempre estaba riendo, cuenta su nuera Carmina Gil, con la imagen de Rosa Pagés García estampada en la camiseta. La foto es de una boda, uno de los últimos días felices y en familia que recuerdan. El 29 de octubre, Rosa se ahogó hablando por teléfono con ella y su hijo. Por eso, Carmina siempre lleva su imagen en la camiseta cuando acude a cualquier acto. Es vicepresidenta de la Asociación Víctimas Mortales de la Dana.

“Nos cogió el teléfono, estaba muy nerviosa, no la entendíamos”, cuenta que Rosa titubeaba, les pedía que no fueran, hablaba del agua. Hasta que dejaron de escucharla y se cortó la comunicación. Cuando Carmina se gira y señala el apartamento de su suegra, se lee el mensaje que lleva repitiendo un año, que “no son muertes sino asesinatos”. Desde la asociación reclama la dimisión del presidente Mazón y denuncia el maltrato constante que sienten las víctimas.

“Tenían que haberles avisado porque eran personas vulnerables. Esto fue una ratonera. Murieron solos y asustados. Y nadie les avisó. Ni la teleasistencia ni la Generalitat, dueña de este recinto y de sus casitas”. Algunos fallecidos estaban conectados por teleasistencia. Es una de las líneas de investigación que sigue la jueza en la instrucción.

Encontrar el cuerpo de Rosa fue otra odisea. Un sinfín de llamadas para buscar su nombre en los listados de los Ayuntamientos, del hospital. Escuchar demasiadas veces que ese número no era, que llamaran a la Generalitat, o al 112 o a otro teléfono: “Ni siquiera el teléfono de desaparecidos que habilitaron funcionaba”.

Una zona residencial devastada muestra escombros y muebles destrozados, incluyendo un cojín con fotografías. El entorno sugiere un desastre natural, transmitiendo una sensación de pérdida y desolación.

Captura del rodaje de RTVE con el cojín de Rosa

Le enseñamos las imágenes que grabamos para RTVE aquel 3 de noviembre. Entre la destrucción, observa un almohadón con la foto de un matrimonio y lo reconoce al instante: “Esos son mis suegros”, exclama. “Se lo regalamos creo que fue por las bodas de oro”, y nos cuenta la historia de ese almohadón que sus sobrinos descubrieron también por casualidad en las fotos de un instagramer. Asomaba entre los enseres de los apartamentos destruidos en un carrusel de imágenes que también guardaba el mensaje de “Adiós mamá” para Maruja y otros pedazos más de esa ruina que tanto dolor causaba a las familias convertida en un escaparate.

“Le escribió mi sobrino [al instagramer] para pedirle que lo retirara, le dijo que era la imagen de sus abuelos, que le íbamos a denunciar, pero le dio igual”. La imagen sigue en las redes. El almohadón nunca apareció: “Se lo llevaron. No conseguimos recuperarlo”.

Antonio, víctima de la dana, con su mujer en su casa de Picanya

Antonio Picos, el del 11

Antonio Picos tenía 88 años. Había perdido en 2021 a su mujer, que murió de covid. Ya se encontraba mejor, se había repuesto. “Precisamente me da rabia lo ocurrido por eso”, dice su hijo Jose, “caminaba con andador por seguridad y llevaba oxígeno algunas horas porque se ahogaba a causa de la epoc, pero estaba muy bien”.

De lo que le pasó a su padre sabe poco. Asegura que tenía la puerta cerrada con llave, por eso deduce que estaba dentro. "Encontraron su cuerpo en una calle de Paiporta, a unos 400 metros”, explica, dos semanas después. Precisamente cerca de la casa de Jose, que en el mismo momento luchaba por salvar su vida en el Consum de Paiporta, junto a su mujer. “Todo el día con aviso rojo y no cayó una gota”, dice. Pero entonces el barro llegó con toda su furia. Consiguieron refugiarse en una estantería.

Al hijo de Antonio le atormenta sobre todo una pregunta: por qué los apartamentos no fueron evacuados y el Centro de día sí, cuando todo formaba parte del mismo recinto. “De tres a cuatro de la tarde el Centro de día recibió la orden de ser evacuado. Se los llevaron a una residencia sin inaugurar hasta ese momento que se llama Solimar, que está aquí [en Picanya]. Y a las personas que vivían con mi padre en estas 31 viviendas tuteladas nadie les dijo nada”.

Compromís Picanya ha pedido explicaciones al Ayuntamiento y ha trasladado al Defensor del Pueblo valenciano este tema, que considera muy grave.

El 3 de noviembre de 2024, cuando nuestras cámaras entraron en el recinto completamente devastado, encontramos a la nieta de Antonio, Paula. Iba todos los días por si había noticias y para recoger sus pertenencias, esparcidas por toda la manzana. Llegaban hasta las vías del tren, que se extienden por un lateral del recinto. Ante la cámara, Paula mostraba una caja de fotos de su abuelo que había conseguido rescatar del apartamento. En la entrevista, lloró al contar que no solo sentían el dolor de llevar varios días sin saber nada de su abuelo, de no saber a dónde dirigirse, sino también el de que algunas de las pocas cosas que habían quedado hubiesen sido saqueadas por los ladrones.

Un año después esa caja y poco más ha resultado ser lo único que guardan de los recuerdos familiares de toda una vida. Su padre añade dolido lo que ocurrió poco después: “Venía todos los días aquí a buscar cosas, documentación, recuerdos; esto era un caos de barro, imagínate. Y un día llego con mi mujer y nos encontramos que todas las viviendas están vacías, como si hubieran introducido un bulldozer. Y sacaron todo ahí, en una montaña de barro enorme. Las propiedades de todas las víctimas, amontonadas sin permiso de los familiares”. "Dijeron que era por salubridad”, dice Paula. ”Es que no hicieron nada bien”, vuelve a lamentar Jose.

Entre las rejas del recinto aún puede verse la línea de dónde llegó el barro, a dos metros de altura.

“Lo que me queda es la sensación de que no estamos preparados para asumir tragedias”, afirma Jose, el hijo de Antonio, "sobre el papel sí, pero no en la práctica". Cree que ese día falló la Administración en general. Todas las Administraciones, a cualquier nivel. Aunque la investigación se centre en la actuación del Cecopi: “Yo sé que para mi padre y para nuestra familia nunca se va a hacer justicia, porque los responsables nunca serán señalados”.

Todo esto se lo contó a la jueza el día que declaró en la instrucción. Se sumó a la querella y es miembro de otra de las principales asociaciones de afectados.

Idílico sí, pero en primera línea de barranco

Una hilera de 31 casitas de planta baja con un gran jardín y un edificio comunitario delante. Cuando se proyectó este lugar, en primera línea de barranco, ganó un premio de arquitectura. Aun devastado, se dejaba ver que había sido un espacio idílico para que los mayores vivieran de forma independiente. Autónomos pero en comunidad, con un alquiler asequible. Y eso fue durante más de una década para muchos de ellos. Salvo por que estaba construido en primera línea de barranco, en una zona de riesgo. Estaba catalogado como punto crítico dentro del plan de riesgo de inundaciones.

Todos lo pensaban, cuentan, pero ninguno daba importancia a esa cercanía con el barranco. Nadie pensó que iba a llegar un día así.

Ahora conviven con un nudo en el estómago cada vez que pasan por delante del bloque. Evitarlo no es fácil porque muchos siguen siendo vecinos. “Los viernes nunca paso por ahí”, cuenta el hijo de Maruja, "era el día de la semana que veníamos a comer pizza; conseguí llevarme el cortador". Lo guarda como un gran tesoro y hasta lo lleva de viaje.

“Tú venías aquí y esto estaba lleno de vida. Había niños que venían de ver a sus abuelos. Estaban jugando con las bicicletas, al fútbol. Los abuelos detrás, tenían todos un banco donde sentarse”, recuerda el hijo de Antonio. “Siempre te trae muchos recuerdos”.

La única puerta que ha quedado, la del número 23

El lugar está ahora cerrado. Todas las paredes de los apartamentos están tapiadas y las puertas traseras, engullidas por un muro de pintura blanca. Solían entrar por ahí para no dar toda la vuelta al recinto. Esa hilera de puertas ha desaparecido; solo queda una, la 23, los familiares no entienden muy bien por qué. Por encima del muro asoma el rastro de lo que era antes, vemos un jazmín que algún familiar quizá reconozca, como Jose identifica el que era el hogar de su madre por el romero. “Lo plantó hace una década y sigue creciendo”.

También asoma el dolor de las familias. Escrito sobre la pintura blanca hay ahora otro mensaje, la pintura no tapa el dolor. “Da una sensación de tristeza que aunque lo pintes no se quita; lo que se vio y lo que se vivió, te queda dentro”, afirma el hijo de Maruja.

En la pintada hay unas letras, SBG, y una cifra, 83. Son las iniciales y la edad de Sebastián Blanco García, otro de los fallecidos.

Sebastián Blanco García, el del 28

Tenía 83 años. Necesitaba una bombona de oxígeno. La hija de Sebastián Blanco García, Luna, habló con él a primera hora de la mañana. Nos cuenta que siempre les compraba fruta a ella y a su familia, y pasaban a recogerla. Y recordamos que entre las imágenes que grabamos aquel 3 de noviembre también había un melón partido tirado en el barro justo allí. A Luna le duele no poder llevar flores a su puerta este 29 de octubre por el aniversario de su muerte. No puede acceder porque todo está tapiado.

El de la foto es el segundo mensaje que la familia de Luna escribe en la pared, en la puerta del apartamento de Sebastián. El primero fue borrado. Así es como las familias defienden la memoria de sus fallecidos frente a la administración, volviendo a escribir sus nombres porque el dolor no puede borrarse.

Tampoco la despedida que Jose escribió para Maruja fue la única que encontramos escrita en las paredes. En el número 5, unos nietos firmaban un adiós a sus yayos, Azucena Vidal y Rafael Brisa, fallecidos juntos.

La cantidad de objetos personales sin dueño que grabaron nuestras cámaras fue inmensa. Un costurero rojo en una lata. Cámaras antiguas. Cestas de fotos impresas en papel. Hemos puesto nombre a algunos de esos propietarios, a algunos de los inquilinos de las viviendas, pero faltan más.

¿Cuántos residentes murieron?

Hay publicaciones que hablan de seis fallecidos; otras, de nueve. Un año después, las familias no saben cuántos vecinos perdieron aquí la vida. Las administraciones no ofrecen la cifra concreta de los 31 apartamentos. Y con sus respuestas dan la razón al hijo de Antonio cuando señala su falta de sensibilidad.

Fuentes de la Conselleria de Servicios Sociales responden escuetos que en el Centro de día no murió nadie y no añaden más sobre los apartamentos. Desde la alcaldía apuntan a la responsabilidad de la Conselleria y de la Entidad Valenciana de vivienda y suelo como titular de la gestión. Por teléfono, la administradora única de la empresa que aparece ligada al Centro de día afirma que no puede decir nada, que en ese lugar no murió nadie y corta en seco la comunicación, afectada.

Jose y su mujer pasan frente a la casa de Maruja, donde el romero sigue creciendo

La mayoría de supervivientes reside ahora en otro edificio de la Generalitat valenciana en el barrio de La Torre.

Para saber cómo era este lugar, basta con teclear en Google Maps la dirección: Zenobia Camprubí, 2 y asomarse a la calle tal como era antes de la dana. Sigue ahí, con su hilera de puertas numeradas. Entradas personales para evitar que los mayores tuvieran que rodear todo el recinto. En esa imagen congelada aparece incluso un vecino a la puerta de su casa. Es fácil así pensar en Jose, a punto de llegar al apartamento 16 para abrir la puerta como cada noche y abrazar a su madre. En esa realidad paralela no ha habido catástrofe, aún no han tapiado el bloque, aún hay puertas y el dolor todavía no está escrito en ningún lugar.

La catástrofe fue inmensa. El Centro de día de Picanya es uno más de tantos lugares destruidos, pero lo que ocurrió en ese recinto dice mucho de la gestión de la emergencia, del sufrimiento de las familias y de la desprotección de los más vulnerables.