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La fiesta de difuntos evoluciona hasta ser menos religiosa, más privada y más contenida

  • El modo en que conmemoramos a los muertos ha cambiado con la sociedad
  • Factores religiosos, políticos, sociales y económicos dan forma a nuestros ritos
  • La muerte ha derivado en tabú y se vive cada vez más como algo privado

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Día de visitas a los cementerios

La tradicional estampa del primero de noviembre en España, con miles de personas visitando las tumbas de sus familiares y otros seres queridos y adornándolas con flores, tiene una historia detrás tan antigua como el mismo ser humano.

La muerte es, en primer lugar, un hecho biológico y el enterramiento una solución sanitaria para proteger a los vivos. Pero a partir de ahí, es interpretada culturalmente. Cada sociedad refleja en la muerte su modo de entender la vida y, a medida que evoluciona, los símbolos y rituales a su alrededor también se transforman.

Sin ir más lejos, la propia forma de tratar a los cadáveres es resultado del entorno. Optar por la inhumación, momificación, incineración, desecado, enterramientos en roca, en paredes, en el agua, etc., es una cuestión tanto cultural como geográfica.

En España y el mundo occidental, hasta hace poco tiempo, la tradición cristiana nos ha inclinado por el enterramiento, debido a la creencia en la resurrección de los muertos, si bien la cremación va ganando terreno, tanto por los avances tecnológicos como por creencias personales, hasta ser la opción preferida en España en 2012 en tres de cada diez funerales, según los últimos datos del sector.

La desamortización de la muerte: del camposanto al cementerio civil

Y los muertos habitan en sus ciudades, o en sus campos, mejor dicho campos-santos. Pero los cementerios que conocemos actualmente son una solución urbanística de las sociedades ilustradas, una respuesta al problema de gestionar la muerte.

Durante toda la Edad Media y el Renacimiento los camposantos florecían alrededor de las iglesias parroquiales o capillas y estaban bajo en el control de la Iglesia, que era quien marcaba todas las normas. La tierra tenía que estar consagrada y, en consecuencia, no había lugar para entierros “civiles”.

Cementerios medievales

Con la Ilustración, a partir de los siglos XVIII y XIX, las ciudades de los muertos pasaron al dominio de las autoridades civiles, entre otras razones por el aumento de la población, y se añaden a los principios religiosos consideraciones de higiene pública, para evitar el contagio de enfermedades.

A partir del siglo XIX se construyeron muchos cementerios nuevos en todas las ciudades españolas, cuidados por funcionarios o empleados de la ciudad. Con una peculiaridad: siempre han sido espacios cerrados, tapiados con altos muros, "por un temor reverencial a colocar los cuerpos en espacios abiertos", señala Salvador Rodríguez, catedrático de antropología de la Universidad de Sevilla.

Y al albur de esta transformación, surgen una industria y un negocio que convierte la manipulación de los muertos en una profesión y un servicio. "Hoy en día no se trata de simples vendedores de servicios sino que poseen una misión, la de ayudar a los afectados a volver del luto a la normalidad. Así, para vender la muerte hay que hacerla amable", señala la antropóloga Alaitz Penas.

Clases y clases en los enterramientos

Como destacan los estudiosos de los ritos, es evidente que los ceremoniales funerarios no solo sirven para despedir a los fallecidos y ayudar a los familiares en este trance, sino que también son y funcionan como un escaparate social.

“La muerte es una continuación de la vida para los miembros de la familia o el linaje del que se trate, por lo que el cementerio se convierte en una forma de visibilizar lo que es la sociedad, sus valores y sus niveles sociales”, explica Salvador Rodríguez.

El cementerio visibiliza lo que es la sociedad, sus valores y sus niveles sociales

“De ahí surgen los cementerios que tienen dos o tres patios, escalonamientos con lugares principales para los mausoleos de familias burguesas y de apellidos ilustres, frente a los enterramientos en los suelos o los nichos incrustados en las paredes”.

Ya en los primeros cementerios medievales, la gente quería enterrar a sus familiares lo más cerca posible de las tumbas de los santos o sus reliquias para gozar de su protección.

“Siguiendo la estructura social, las tumbas señaladas pertenecían a las familias que podían presumir o exhibir la riqueza de su linaje”, describe la antropóloga de la UNED Paz Moreno, hasta el punto de que las iglesias y catedrales crecían al ritmo de las capillas que patrocinaban las grandes familias, mientras que los más pobres eran relegados al final del recinto, incluso en fosas comunes.

“En muchos lugares, cuando se habían descompuesto los cuerpos de las tumbas comunes, se sacaban los huesos y se colocaban en pequeños osarios alrededor de las paredes de los cementerios: ese parece ser el origen de la distinción ente tumbas en la tierra y nichos verticales que hoy es visible en los cementerios españoles”, añade la profesora Moreno.

El duelo se privatiza

También la manifestación pública del dolor por la muerte era mayor cuanto más alta era la posición social del finado. De ahí surge la plañidera, una figura de la que ya se hablaba en el Evangelio, la mujer a la que se le pagaba para ir a llorar al funeral de una persona, y que aún acompaña simbólicamente las procesiones de Semana Santa para mostrar su pena por la muerte de Cristo.

El sentimiento del dolor lo expresa la familia, pero se refuerza cuando toda la comunidad es la que llora y siente

“El sentimiento del dolor lo expresa la familia, pero se refuerza cuando toda la comunidad es la que llora y siente”, explica Salvador Rodríguez, que recuerda cómo antes “a los entierros de personas notables acudían hasta los niños de orfanatos e internados, o se invitaba a frailes para dar realce a los cortejos funerarios”.

Sin embargo, desde el descubrimiento ‘moderno’ de la intimidad, los homenajes fúnebres son más discretos, restringidos usualmente a la familia y los amigos. Incluso se percibe un rechazo o marginación de la muerte, que no debe afectar a la vida ordinaria.

“Modernamente el duelo desaparece con los empresarios de la muerte, en los nuevos tanatorios, en un velatorio se reúne un grupo de amigos, hay un bar, un hilo musical y un grupo de psicólogos para atender a los familiares, y se oculta el duelo”, analiza Manuel Mandianes, antropólogo del CSIC.

Auge y caída del luto: la muerte ya no está de moda

Que el contenido de las costumbres en torno a la muerte se ha ido transformando es algo evidente en el luto, otro símbolo que hoy en día se ha vuelto difícil de entender, pese a ser tan antiguo como la época romana.

“El luto es una forma de marcar que una familia ha recibido la muerte, es una forma de aislar a la familia y marcarla, un comportamiento excepcional de aislamiento. Algún autor ha establecido que en ese aislamiento hay un cierto temor al contagio de la muerte, de acotar el espacio. Por eso se cerraban las casas a cal y canto y solo algún miembro era el portavoz de la familia en la comunidad”, explica el profesor Rodríguez.

Los miembros de la familia quedaban excluidos de numerosos actos y duraba de uno a varios años. El luto justificaba no ir a una boda, a una fiesta, no salir a determinadas horas a la calle”, y se manifestaba perfectamente organizado en períodos de luto-alivio-reintegración de hasta tres años, con una gama cromática evolutiva del negro al gris, tamaños ‘homologados’ del velo, etc.

Y una víctima sobre todas: “Las principales sufridoras de este luto siempre han sido las mujeres, hasta que en el último tercio del siglo XX empezaron a quitárselo con la revolución feminista”. Pero hasta hace poco, “lutos acumulados durante años en una misma familia hicieron que mujeres jóvenes y casaderas perdieran la oportunidad de encontrar marido”, señala Rodríguez.

La muerte, exorcizada de la sociedad

Este cambio en la mentalidad no afecta solo al vestuario. En general, los ritos fúnebres ya no son iguales, han dejado de recrearse en el dolor y el sufrimiento. "Se reducen a un mínimo decente las acciones para hacer desaparecer el cuerpo, se evitan las emociones y se llora en la intimidad, se eliminan las condolencias", considera la antropóloga Alaitz Penas.

Ninguna sociedad anterior ha estado tan traumatizada con la muerte como la nuestra, porque la queremos negar

Y añade: “En los países en los que la revolución de la muerte es radical, como Inglaterra, el no visitar la tumba ya no sólo es una ruptura con el cristianismo sino una manifestación de la modernidad”.

Así, poco a poco, se va construyendo un tabú social hacia la muerte, a la que intentamos marginar para no sufrir pero, que a juicio de antropólogos como Manuel Mandianes, perjudica la vivencia del duelo y nos hace más vulnerables.

“La única forma de superar el vacío de un ser perdido es integrarlo en la vida. Jóvenes de 21 o 23 años jamás han visitado a un enfermo en un hospital, en un sanatorio, o no han ido a un entierro. Los niños solo ven actos de violencia y muerte en la televisión, con lo que cuando son mayores la muerte es una frustración terrible, porque se les ha ocultado. Ninguna sociedad anterior ha estado tan traumatizada con la muerte como la nuestra, porque la queremos negar”.

La relación con los muertos, entre el recuerdo y el temor

El ser humano se resiste a desaparecer y dejar un espacio vacío, y por eso erige lugares para honrar a la persona fallecida y en el que remarcar tanto su existencia como su individualidad.

“En nuestra cultura la relación con los muertos es de veneración de la memoria, y por eso ha sido habitual tener fotografías e imágenes de las personas fallecidas colocadas en un lugar destacado de la casa”, recuerda el antropólogo Salvador Rodríguez.

Cementerios medievales

“La no existencia no se concibe, y parece que todo aquel que vive debiera dejar algo más que un recuerdo, algo material que diga que existió y que los demás lo quieren y lo honran”, considera la antropóloga Alaitz Penas. “También podríamos hablar de ello como un lugar o espacio en el que los demás tienen la posibilidad de ‘comunicarse’ con él, hablarle, visitarle, como si siguiera formando parte de la cotidianidad de la vida".

Lo de la comunicación con los muertos o sus manifestaciones (ánimas, espíritus, fantasmas y apariciones) caracteriza también las festividades de los difuntos.

La relación con los difuntos es ambivalente, porque se les recuerda y se les teme. La literatura popular está llena de ánimas y apariciones, que son en cierto modo controladores de los comportamientos de los vivos, quienes tenían revelaciones a través del sueño de antepasados muertos que de alguna manera les exigen el cumplimiento de ciertos compromisos con la sociedad o con la familia”, explica el profesor Salvador Becerra.

Por eso, para conjurar a los espíritus que intentan volver entre nosotros o llevarnos con ellos aparecen las calabazas, el fuego, los disfraces terroríficos y la escenografía varia de las festividades del Halloween, traslación histórica y geográfica del samhain celta, ahora de moda por obra y gracia del capitalismo comercial, pero que también tiene su precedente ibérico en torno a los difuntos y las castañas en el magosto gallego, la castañada catalana o la mauraca en las Alpujarras.

“En la noche del 1 de noviembre las familias y grupos se reunían para asar castañas bebiendo algún licor mientras escuchaban las campanadas de las iglesias y rezaban por el eterno descanso de los antepasados domésticos. Estas costumbres se están recuperando aunque con poca conciencia del significado histórico, con un cariz comercial y como una fiesta de consumo”, afirma el antropólogo Manuel Mandianes.