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Juan Mari Bandrés, mi padre

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Me pide Ricardo Villa, director de esta web, que escriba algo sobre Juan Mari Bandrés. En cuanto salgo de su despacho me doy cuenta de que, aunque me cueste contar algo íntimo en el mismo lugar donde escribo noticias a diario, no puedo decir que no porque era mi padre.

Será un último homenaje. Mi último homenaje después de los muchos recibidos por parte de amigos, políticos y medios de comunicación en las últimas semanas. Pequeños y grandes tributos, públicos y privados, que mi familia y yo hemos recibido con emoción.

No quiero hablar de su labor en el campo de los derechos humanos, ni de su evolución ideológica, ni de su oposición clara a los actos e ideología del terrrorismo de ETA, cuestiones ampliamente divulgadas en estos últimos días. Aunque en este terreno, sí quiero precisar una idea que se ha utilizado también en estos días. Se trata de sugerir que estaría encantado con el nuevo panorama de cese de la violencia, sin disolución de momento de ETA.

En su funeral, el propio oficiante señaló que Juan Mari estaría contento viendo un nuevo tiempo de “paz y libertad”. Tan solo me atrevería a agregar una puntualización que creo que él, aunque sólo fuera como jurista, añadiría: “Paz, libertad y cumplimiento de la ley”. Porque sin lo último, no existe lo primero.

Original, libre de convencionalismos y firme en sus principios

Como comentaba el otro día con Ricardo, Juan Mari era tremendamente simpático, solía caer bien por regla general. Recuerdo cuando era pequeño, caminar con él por la Avenida de La Libertad de San Sebastián y pararse a saludar a mucha gente anónima con gran amabilidad. Cuando se despedía y ellos se iban felices, yo le preguntaba: “¿Quien era?” y él me confesaba en voz baja: “Ni idea”.

Como todos los padres le gustaba recordar la primera frase que dije un día volviendo del colegio: “Le petit chien est fidèle” (el perrito es fiel), solía recordar, aún orgulloso, años después.

Como todos los padres, fue rígido en algunas ocasiones pero, en general, tenía su propio criterio, libre de convencionalismos, a la hora de juzgar lo que hacíamos mi hermana Olivia o yo.

No siempre fue tan liberal como imaginaban sus admiradores. Cuando yo empecé a preguntarle, con siete u ocho años, cómo se fabricaban los niños, no supo contestarme y me compró un libro extranjero con hermosas ilustraciones de pájaros, peces e incluso un chico y una chica mostrando desnudos los primeros signos de la pubertad.

Lo que sí fue, sin duda, es un padre original, diferente. De pequeños, nos despertaba un día diciéndonos, por ejemplo, que había nevado y los lobos habían bajado a San Sebastián. Nos levantábamos ansiosos y descubríamos que era 28 de diciembre.

Le gustaba enviarnos postales desde cualquier destino. Aún conservo una postal, enviada desde Roma, en la que se veía a Juan Pablo II colocando sus dedos en forma de gafas sobre sus ojos. En el reverso, escribió: “Que te veo, Jon”.

Si tuviera que definir a Juan Mari no sólo como padre, como persona, con una sola frase que nos hablara a la vez de cómo era en el trabajo y en la vida… no sabría hacerlo. Pero quizás, sirva la frase de otro.

El día de su muerte, a las puertas del tanatorio, un amigo y excompañero de partido, Alberto Aguirrezabala, me hablaba de él y me decía: “Era una persona con un talante especial para tratar con la gente, con mucha elegancia, pero al mismo tiempo firme, muy firme en sus principios”. Y ponía énfasis en la palabra “firme”.

Cuando yo quise estudiar periodismo, me dijo: “Estudia una carrera seria y luego haces lo que quieras”. Me impuso su decisión y, al final, cuando terminé Derecho, le propuse realizar un máster en periodismo. Aunque seguramente decepcionado, me apoyó ahí y en adelante. Él se salió con la suya y yo con la mía.

De su físico recuerdo en estos momentos algo que han mencionado también mensajes enviados por viejos amigos: sus expresivos ojos castaños y una sonrisa que nunca le abandonó. Y también sus manos. Perfectas manos de hombre. Puedo afirmar -como hace Frank, el protagonista de la novela Revolutionary Road de Richard Yates hablando de las de su padre- que nunca me parecieron “cansadas” y que hasta el último día, las sentí “fuertes y mejores” que las mías.

No quiero dejar de mencionar un aspecto importante, aunque un tanto misterioso de su persona. Sus creencias religiosas que siempre le acompañaron y especialmente en los últimos 14 años, tras sufrir un accidente cerebral. No sé mucho de ellas. Junto a él, siendo niño, asistí a muchas misas, en euskera, que a mí se me hacían interminables, en la antiquísima y bellísima iglesia de San Salvador de Guetaria. Pero luego, cuando nos hicimos mayores, nunca nos impuso acudir a la iglesia. Seguramente de sus creencias cristianas derivó todo lo demás y una enseñanza que siempre nos transmitió: poneos siempre de parte del débil.

Tampoco puedo olvidar, aunque parezca un tópico, a la mujer excepcional que le acompañó en esta vida y que fue su soporte fundamental, en los tiempos felices y en los difíciles: nuestra madre, Pepa Bengoechea.

En estos días, cuando veo el viento agitar las hojas amarillas de los árboles de Madrid, una de las ciudades que más amaste, pienso si formas parte del todo y te has integrado ya en la naturaleza, siendo y dejando de ser. Y quiero creer, aunque mi fe no sea tan firme como la tuya -depende de los días e incluso va y viene a lo largo de un día-, que sigues existiendo en otro sitio.