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Ganador de noviembre: 'El concurso de la radio', de Jaime Miranda Córdova

Por

Mi madre condujo a casa de mi abuela Ángela, me dejó allí, y se fue a trabajar. Era la rutina habitual, sólo que el curso se había acabado hacía un par de semanas, y no tenía colegio. Mi abuela preparó un cacao con galletas para mí, desayunó su achicoria, y emprendió su ceremonia matinal abriendo ventanas y encendiendo el transistor para escuchar su programa favorito.

De ese sombrero de mago del que salían sonidos en vez de conejos brotaron al instante noticias, consejos para la casa, música, anuncios de champú anti-caspa y de cápsulas de jalea real. A renglón seguido, comenzó el plato fuerte del programa: la radionovela. Su protagonista, Álvaro Gadea, era interpretado por una voz que me ha quedado en la memoria, como el olor de la tierra húmeda de las jardineras repletas de geranios o el tacto de la tela del sofá.

Era una voz profunda, varonil, provocaba sofocos entre las oyentes. Algunas, a veces llamaban y proferían todo tipo de piropos, añadiendo siempre coletillas del estilo de “porque yo tengo a mi marido, qué si no…”.

Después de la radionovela, como cada día, comenzó el concurso. Su mecánica consistía en responder una o más preguntas. Dependiendo del patrocinador, variaba el tema y el premio. Si era una agencia de viajes, por ejemplo, podían conceder dos noches de hotel adivinando un gentilicio.

Normalmente, Ángela escuchaba la radio mientras hacía sus quehaceres, y respondía las preguntas al viento:

- ¿Cuál es el nombre del escritor de El Conde de Montecristo ?

- Alejandro Dumas – contestaba a nadie en particular.

- ¿Los ingredientes para un flan?

- Huevos, leche y azúcar – decía. Y seguía pasando el trapo.

Aquel día, había que acertar el título de una canción. Habían modificado la letra para adecuarla a los anuncios de una marca de comestibles. El premio era una cesta de productos que se recogerían en la emisora, y una sorpresa: conocer en persona al actor que hacía de Álvaro Gadea.

El concurso pilló a mi abuela lejos del transistor. Comenzó la música, y el locutor animó a llamar a los oyentes. Unas líneas saturadas eran señal de salud en términos de audiencia:

- Llamen a nuestro teléfono si adivinan el nombre original de esta canción.

Enseguida entró la primera oyente:

- Buenos días, ¿con quién tengo el gusto de hablar?

- Ana María.

- Buenos días Ana María, ¿desde dónde nos llama?

- Desde mi casa.

- Ya, pero… ¿desde qué lugar de España? – el locutor hacía gala, no poco a menudo, de una paciencia encomiable.

- Desde Madrid.

- Muy bien. ¿Y sabe que canción es?

- ¿Lola Puñales?

- ¿Es Lola Puñales? Pregunta nuestra concursante. Veamos. Sacamos la tarjeta donde está escrito y… ¡Ohhh! No es Lola Puñales. Gracias Ana María, pero no es Lola Puñales.

Repitieron el pedazo de canción. Entró mi abuela en la sala y dijo:

- Hacía tiempo que no oía yo esto.

Se puso a tararearlo. Llamó otra señora:

- ¿La Lima y el Limón?

- Noooo. Lo sentimos.

Mi abuela casi se ofende. Era una experta en copla. Me las cantaba en vez de nanas.

- ¿Pero que dice esta mujer? Vale que no se la sepa, pero confundirla con esa. ¡Tatuaje! – gritó al transistor como si pudieran oírla.

Entró en antena otra mujer, también desafortunada:

- ¡Ohhh! Se acercó, pero tampoco ha acertado – se escuchó al locutor.

Ángela perdió el interés al ver lo que se alargaba el tema. Abandonó la habitación, así que no me vio acercarme al teléfono y, con cierto esfuerzo, girar el disco. Tuve que hacerlo cuatro veces. Comunicaba mucho.

- ¿Con quién hablamos? – escuché. No filtraban las llamadas. Al ori mi voz en la radio me dio vergüenza.

- Hola – dije. Fui directamente al grano.

- Dice mi abuela que es “Tatuaje”

Escuché unas risas. Casi cuelgo.

- ¡Qué se ponga tu abuela! ¡Habéis acertado!

La llamé. Al darse cuenta de con quién hablaba enrojeció. Estuvo nerviosa con el locutor, trastabillándose. Cuando colgó y me miró con el mismo rictus que ponía al interpretar la factura de la luz, pensé que estaba enfadada.

- Si llegamos antes de las tres, podemos recoger el premio – dijo.

De repente, me vi cogido de la mano de mi abuela, camino de la emisora. Cogimos “la camioneta”, como llamaba al autobús de línea. Fue todo el camino tirando de mí, que con un mosquito me distraía. Tenía prisa, no se le fuera a escapar Álvaro Gadea.

Llegábamos por los pelos y resultó estar estropeado el ascensor. Ángela no se arredró, era una prueba y no se podía permitir desfallecer. Jaló de mi mano de niño carnosito y vago y subimos a ritmo militar.

- ¡Ángela! Qué alegría que hayas llegado - dijo el locutor haciéndola pasar a la cabina-. Queridos oyentes, vamos a entregar a Ángela el regalo de nuestro patrocinador.

Recitó al micrófono el contenido de la caja y se la entregó a mi Abuela.

- Ahora, Ángela, te presento a Álvaro Gadea, o mejor dicho, al actor que lo interpreta. Seguro que lo esperabas con impaciencia. ¡Qué entre nuestro galán!

Álvaro Gadea, o como quiera que se llamase de verdad, entró en el estudio para saludar a mi abuela, ella pegó un respingo en la silla y gritó sin querer al micrófono abierto:

- ¡Señor! ¡Qué espanto!

Como los niños pequeños cuando se les escapa una palabrota, se tapó la boca. La verdad es que el señor decepcionaba un poco en persona. Bueno, un poco no. Justo ahí terminó el programa. Al presentador le dio por reír. El actor puso cara de consternación, como si su futura esposa le hubiera repudiado en público.

En el camino de vuelta, abrí la caja y comencé a zamparme nuestro premio mientras mi abuela miraba al vacío en su asiento de autobús.