Las claves de ‘Sirât’: la parábola de Oliver Laxe que noquea al espectador
- Se estrena la película del cineasta gallego ganadora del Premio del Jurado del Festival de Cannes
¿De qué va Sirât? Pocas películas tienen una trama tan fácil de describir pero que no explicaría en absoluto su fondo. Oliver Laxe avisaba antes del Festival de Cannes: “Es al mismo tiempo mi película más más abierta y más radical”. No eran palabras huecas: la intención de su película es noquear a la razón.
Si hay que encasillar a Sirât en algún género sería el de parábola religiosa. A la película hay que buscarle un sentido profundo, no porque sea ininteligible, sino porque el asombro que produce los acontecimientos que se desarrollan obligan a que el espectador busque en su interior un sentido a lo contemplado.
Al director gallego le obsesionaba desde hace años una imagen: un tren que circula por el desierto, por la absoluta nada, lleno de pasajeros, como una metáfora de la comunidad humana en la que la aceptación o sumisión de la vida determina la calidad del viaje. De ahí, y de su experiencia personal en Marruecos, nació la historia de un padre (Sergi López) y un hijo que buscar a su hija y hermana desaparecida en los confines del desierto.
Música tecno como puerta al reino de lo espiritual
Apasionado de la música tecno, Laxe conoció en Marruecos raves ilegales del desierto como las que muestra en el comienzo de Sirât. La banda sonora y el sonido eran un pilar de su película y recurrió al músico electrónico francés David Letellier, conocido como Kangding Ray.
“Es Sirât hay un equilibrio muy difícil entre en relato y el momento en el que el relato se desmaterializa y se disuelve. Y la música fue clave porque hace un trabajo muy similar: empieza con la melodía y un beat rabioso, muy terrenal, y poco a poco el sonido se va exoterizando y llegamos a un sonido electrónico primigenio, más trascendental y celestial”, describe.
Aunque el Festival de Cannes no premia bandas sonoras, el trabajo de Letellier fue recompensado con un galardón paralelo, el ‘Cannes soundtrack’, elegido por un jurado de prensa internacional como la mejor música de la sección oficial.
El espíritu del cine estadounidense de los años 70
Antes del rodaje, Laxe definía la película como una mezcla entre Mad Max, Easy Rider y Stalker. La ambición de Laxe es aunar la espiritualidad de Tarkovski con las aventuras cinematográficas iniciáticas.
“Tenía ganas de hacer lo que hizo el cine americano en los años 70, como Sorcerer (o Carga Maldita, William Friedkin, 1977), obviamente hecho con la sobriedad europea. El cine americano fue capaz de capturar el fuego de esa época de los años 70, esa violencia, esos miedos que tenía la sociedad y esos sueños que había tenido una sociedad igualmente polarizada como la de ahora”, explica. “Ese nuestro reto, que la película que haga mirar al espectador adentro, pero también hable de este momento de distancia”.
Noquear al espectador racional
“En Francia son muy cartesianos y les costaba entender la película”, decía Laxe con el Premio del Jurado en la mano. En la dicotomía entre lo sensible y lo simbólico, Laxe se decanta por lo segundo.
Laxe siempre se ha mostrado interesado por lo que esconden los relatos épicos del cine popular. Pero sobre todo se rebela contra la idea cartesiana de buscar sentido a las narraciones o explicaciones psicológicas a los personajes. “Intentamos pasar del drama a trascender el drama y eso es muy difícil. Mi intención es que haya un pequeño olor a transformación. Ojalá que el espectador sienta que este terreno minado que es la vida tiene sus reglas, tiene magia, está habitado, está encantado”.
La soberana sumisión del hombre en la naturaleza
Laxe nació en París, hijo de inmigrantes gallegos, y a los seis años regresó para criarse en una pequeña aldea de la Galicia interior. “ Cuando veníamos de París en coche a la aldea no había ni carretera. Bajábamos las maletas en la burra de mi abuelo. He vivido en la Edad Media”, describía a RTVE.es cuando estrenó O que arde.
Su intensa percepción de lo naturaleza se repite en uno de los temas centrales de su obra: “Una idea que llamo soberana sumisión: sentirse pequeño en armonía con la naturaleza. No en lucha, ni en una dialéctica, sino en una simbiosis. Una disolución digna: ser libres en la esclavitud. Aceptar que a todos, incluidos los urbanitas como yo, algo nos trasciende”.
Y encontró en Marruecos, donde pasó años de juventud, la representación más perfecta de este concepto: viviendo en Uarzazat, la última gran población antes del desierto, experimentó la redimensión de la escala humana ante lo sublime.
La vida como una entidad con propósito
Dice Laxe que relaciona el arte con lo sagrado y que el proceso creativo es un “invocación”. La propia biografía de Laxe se asemeja a la de un místico cuando sale de la fatuidad de Cannes. Vive aislado en Os Ancares, en la montaña lucense, donde ha realizado talleres de cine cuyas jornadas comienzan con sesiones opcionales de meditación y que incluyen también paseos por los bosques, baños en río Ser, labores de granja o elaboración de pan en horno de leña.
De su estancia en Marruecos, quedó “embriagado por el Corán”. Ya en Mimosas utilizaba el libro sagrado del Islam para dar nombre a los capítulos, y Sirât alude a un puente sobre el infierno, más delgado que un cabello y más afilado que una espada, por el que desfilarán todos los hombres el Día de la Resurrección, aunque no es citado directamente en el Corán, sí pertenece a la religión musulmana.
Su cine y su discurso apuesta claramente por lo trascendente. Cuando Laxe habla de “la vida” se refiere a algo muy cercano a lo divino. "El guion de la vida está muy bien escrito. Bendito camino que te pone en tu lugar y que te guía", dice. En ese sentido de designio tras la existencia, se entiende la aceptación radical del dolor que muestra en su película: "Mi fe es que las tragedias de la vida son un regalo".