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Mi padre, el muerto 834

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Ricardo Riesco Fernández, víctima del coronavirus a los 83 años.
Ricardo Riesco Fernández, mi padre, víctima del coronavirus a los 83 años.

Van a cumplirse cuatro meses de la muerte por COVID-19 de mi padre, Ricardo Riesco Fernández. Un asturiano de 83 años, vaqueiro de alzada, profesional del volante, marido ejemplar, padre de seis hijos y abuelo de siete nietos. Mi padre se ha ido con el coche aparcado frente al portal, los tomates de su huerta sin sembrar y muchas manos de tute por jugar.

A primeros de marzo parecía que el catarro no se le acababa de ir. Llegaban noticias de Wuhan, pero nos quedaban demasiado lejos. Junto al portal de la casa de mis padres, el chino al que le compraba cada día el pan, se iba de vacaciones. Era la primera vez que lo hacía. La doctora de cabecera le diagnosticó una bronquitis y le recetó ocho días de antibiótico. Era coronavirus. No llegó a completar el tratamiento.

La doctora de cabecera le diagnosticó una bronquitis y le recetó ocho días de antibiótico. Era coronavirus. No llegó a completar el tratamiento

El 11 de marzo se cerraban todos los colegios de España. El 14 el Gobierno decretaba el estado de alarma. Se agotaba el papel higiénico, la mascarilla sólo se recomendaba a las personas enfermas o con sintomatología, los guantes de látex se convirtieron en un bien preciado y el miedo confinaba en casa a 47 millones de españoles. No entendíamos nada. La madrugada del domingo 15 al lunes 16 de marzo ingresamos a mi padre. La tos no paraba, la fiebre no bajaba y no podía respirar. Se ahogaba.

Ni mi madre, ni ninguno de sus seis hijos, yernos y nueras, ni sus nietos, ni sus hermanos, sobrinos o amigos. Nadie. No pudimos acompañarle ni visitarle durante su estancia en el hospital. Ni siquiera entró en la UCI. Los sanitarios sin EPIs, desbordados, con horarios maratonianos y tratando de salvar vidas poniendo las suyas en juego. Mi padre estuvo ingresado en la habitación 50 de la planta 12 hasta el día 19. Su compañero, Carlos, se convirtió en su ángel de la guarda. Carlos es un joven policía de Leganés que –cuatro meses después- aún no se ha terminado de recuperar.

Ricardo Riesco Fernández y su esposa rodeados de toda su familia en las escaleras de su casa.

Fotografía a la que murió abrazado el señor Ricardo donde se le ve, rodeado de toda la familia, en las escaleras de su casa en Valdetorres del Jarama. FAMILIA RIESCO PÉREZ

Sin poder acompañarle, sin poder visitarle. Sin noticias de mi padre, encerrados en casa, con el horario de invierno. Sólo cifras de muertos, de capacidad en las UCIs y del aumento de contagiados. Curvas que no se aplanan, lenguaje bélico en los informativos y un enemigo invisible del que nadie sabe nada. Y una vez al día, agotada, la doctora Blanca Ayuso telefoneaba a la mayor de los seis hermanos para contarle cómo iba mi padre. Estaba tranquilo, con buen humor y no mejoraba. El miércoles nos dijeron que iban a empezar el tratamiento paliativo, que llevásemos a mi madre para que se despidiese. La acercó mi hermano el pequeño que ya andaba con fiebre y dolores del mismo virus. A través de una amiga conseguimos que el capellán se acercase a verle. Coincidieron todos en la habitación. Por un momento recobró la lucidez. Estaba sereno y en paz, preguntó por todos, soltó un par de esas frases suyas que te descolocaban y te reconfortaban con ese humor inconfundible: “Hay que joderse”.

El día del padre, jueves, a las nueve y veinte de la noche, nos quedábamos huérfanos debido a la “neumonía producida por COVID-19", según rezaba el papel que me entregó la doctora Ayuso después de pedirme disculpas con los ojos humedecidos y antes de que me permitiese agradecerle, en nombre de mi familia, su cercanía y su humanidad. “Ha muerto abrazado a vuestra foto, se la pusimos en el pecho. Hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano”. Y volvía a repetirlo una vez más: “Hemos hecho todo lo que hemos podido”. Dos de las enfermeras que estuvieron junto a él me corroboraron las palabras de la doctora.

“Ha muerto abrazado a vuestra foto, se la pusimos en el pecho. Hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano”

Me dieron una bolsa de plástico que metieron, a su vez, en otra y en otra bolsa de plástico más. En el interior iban sus pertenencias. “No la abráis hasta dentro de quince días. Parece que el virus muere antes, pero por asegurar”. Y bajé solo, sin llorar, con las cosas de mi padre en la mano hasta el sótano. Tardé en encontrar el mortuorio del hospital. Entré en la aplicación de RTVE Noticias y vi que hasta el jueves el coronavirus se había llevado 833 personas –desgarrando a sus 833 familias– por delante. Se me quedó grabado: mi padre, el señor Ricardo, era el muerto 834 de la COVID-19.

No era obligatoria la cremación, se trataba de un bulo, me explicaba con infinito respeto y absoluta empatía la funcionaria municipal. Se podía elegir. Llamé a mi hermana y suspiró aliviada por mi madre. Y por mi padre. No quería que le quemasen. Cosas de vaqueiros astures, de cultura, de creencias, de costumbres.

El viernes lloramos confinados. El sábado lo enterramos. Cielo gris y lluvia fina. Mi hermano pequeño y mi cuñada muy enfermos y sin poder salir de la cama. En tres coches el séquito mínimo imprescindible. Todos con guantes de látex, todos con mascarilla. Uno conduciendo y otro en la parte trasera del asiento del copiloto. Mi madre y cinco de los seis hijos.

Lápida de Ricardo Riesco Fernández en el cementerio Sur.

Lápida de Ricardo Riesco Fernández, fallecido por COVID-19, en el cementerio Sur. FAMILIA RIESCO PÉREZ

Había tantos entierros en el cementerio Sur que a mi padre le trasladaron en un vehículo fúnebre blanco, de los que se usan para los niños y los inocentes. De las 50 salas del tanatorio 49 estaban cerradas, sólo una permanecía abierta y atestada de gente de negro, sin mascarilla, la mayoría de etnia gitana. Gritaban y despedían a su muerto desafiando a la muerte.

Cada cinco minutos salía un coche fúnebre. La mayoría sin cortejo. El capellán que nos recibió en la entrada para el responso era africano. Nos dispusimos en semicírculo. Bien separados. La lluvia era tan fina que apenas se notó que llorábamos. Y al llegar a la zona de nichos varias torres de tapas de plástico gris apiladas junto a una cuadrilla de funcionarios, sobrepasados por la situación, con pistolas de silicona en las manos. “Les acompañamos en el sentimiento. Nosotros hemos terminado”, dijeron antes de pasar al siguiente y me pareció escucharles antes de comenzar a sellar la tapa de plástico gris en el nicho donde habían colocado el féretro de mi padre.

Durante tres meses hemos vivido el duelo confinados. A trompicones. Hemos llorado por teléfono, en videollamadas de grupo, compartiendo en el grupo de Whatsapp fotos, canciones y recuerdos. Escribiendo, rezando, leyendo. Aplaudiendo a las ocho desde la terraza a los que arriesgaban sus vidas para cuidar las nuestras. Explicando a sus nietas más pequeñas que las lágrimas son la medicina del alma, que son muy importantes porque ayudan a curar las heridas que no se ven, esas que duelen tanto y tan dentro. Tres meses hasta que comenzó la desescalada.

Cuando explicaban las fases en cada territorio nosotros sólo pensábamos en cuándo podríamos despedir a mi padre, todos juntos, de la única manera que sabíamos porque él y mi madre así nos habían enseñado: abrazándonos en su funeral. Tuvimos que esperar hasta el 27 de junio. Era el primer fin de semana en el que se permitía la movilidad entre provincias y la familia de Asturias nos podía acompañar. Llegaba la nueva normalidad. Los bancos de la iglesia más separados, hidrogel en la entrada, mascarilla para todos y sin el rito de la paz. Unos familiares abrazándonos y otros pidiéndonos disculpas por no atreverse, por ser prudentes, por anteponer la razón al corazón. Ese día comenzamos el duelo. Tres y meses y medio después.

No hay vacuna. No hay tratamiento. Sólo sabemos que, para evitar el contagio, lo único que funciona es la mascarilla y el distanciamiento​

El lunes pasado la Iglesia Católica celebró un funeral por las 28.392 víctimas del coronavirus contabilizadas por el Gobierno en ese momento. El 16 de julio es el Gobierno el que rinde su homenaje a las más de 28.400 personas que han perdido la vida a causa de la peor de las epidemias vividas en España en los cien últimos años. Son más de 28.400 familias las que han perdido a uno de sus miembros por esta enfermedad infecciosa. No hay vacuna. No hay tratamiento. Sólo sabemos que, para evitar el contagio, lo único que funciona es la mascarilla y el distanciamiento.

Papá, hay que joderse lo mucho que te echamos de menos.