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El hombre y la bestia

  •  El cineasta español, Juanma Bajo Ulloa, ofrece su visión de los festejos taurinos
  • Pide que la cultura del toreo continúe, pero digamos no a la muerte del toro

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Hoy he cogido un taxi en Barcelona. Un taxi cualquiera, elegido al azar, que me ha traído al hotel desde donde escribo ahora este artículo.

El hombre, un canario, era amable y profesional aunque estaba algo quemado. Muchas vueltas por el mundo hasta terminar en esta ciudad, decía. Ahora vive bien, tiene trabajo, pero echa de menos el calor, los amigos y alguna otra cosa.

Curiosamente hemos pasado por una espectacular plaza de toros. Por alguna razón nunca en mis anteriores visitas la había visto. "La Monumental", me informa el chófer. "Realmente las monumentales son las de Sevilla y sobre todo la de Méjico", se auto corrige. Pero realmente lo es. Enorme, rotunda y majestuosa.

Una hermosa construcción que recuerda a otras culturas y alegra la vista del amante de la arquitectura con vocación artística. "Pero esta ya no es lo que era... y ahora menos con todos esos impresentables que vienen a joder cada vez que hay corrida. Con eso de los derechos de los toros. Ya ve usted".

Para los que no creemos en casualidades un hecho así puede excitar nuestra imaginación hasta la paranoia. Esto ha ocurrido justo hoy, minutos antes de comenzar este artículo. Y tal vez no signifique nada. O quizás sí. Yo he elegido no discutir con este buen taxista. Me he limitado a reflexionar.

Entre las personas que defienden, aman o apoyan la cultura del toreo y los que la critican, denostan u odian,  hay a veces un abismo. Ese abismo está condenado a ser cruzado algún día, y en nuestras manos está el que se haga con dolor, violencia e intolerancia o con respeto, dignidad e inteligencia.

Podemos demorar lo inevitable, alargar hasta el absurdo el abrazo que nos aguarda al final de este camino, pero también podemos coger el toro por los cuernos, perder algo que no nos pertenece del todo, consensuar un acuerdo entre hermanos, mirarnos al espejo y aceptarnos mutuamente, permitiendo al otro su parte de razón.

Este artículo debía haber sido diferente. Yo debía haber argumentado una vez más que no hay nada que justifique el evitable cruel sufrimiento de un ser vivo. Ni cultura, ni arte, ni diversión.

Yo debía haber argüido que, la misma consternación que muchos sienten al ver a personas de otras culturas explotadas o humilladas por su naturaleza, sexo o religión, la sentimos muchos otros al observar las artísticas lanzadas que convierten a un ser extraordinario en un agonizante guiñapo.

Yo debía haberme sumado desde aquí a la petición de una mayoría de ciudadanos catalanes, y de otros lugares del Estado, que desean que se termine con esta sangrienta tortura, ajena a la más mínima mirada ética. Yo debía haber pedido el fin de la "fiesta de los toros". Pero no voy a hacerlo.

El taxista no casual ha cambiado mi punto de vista. Este hombre era un hombre cargado de su propia razón, y su razón ha de ser igualmente escuchada, respetada, considerada.

Por eso mi petición hoy lleva un matiz. Algo que, creo, espero, siento, abre una puerta y cierra otra: Dejemos que la cultura del toreo continúe. Permitamos que los muchos que con ello se emocionan continúen haciéndolo. Pero exijamos que los toros no sean dañados, que termine un espectáculo que abochorna a muchos otros. Digamos no a la muerte del toro.

Convirtamos a las bestias en hombres.