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Día de la Música 2012: Crónica ilustrada

De paseo por la música

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Un paseo ilustrado por la primera jornada del Día de la Música 2012
Un paseo ilustrado por la primera jornada del Día de la Música 2012

El sol me seca las lágrimas en el pórtico de la parroquia de San Marcos, junto a la madrileña Plaza de España. Cierro los ojos y escucho una voz que me convoca al otro lado de la luz. “Chico”, dice. Cuando quiero mirar me encuentro de bruces con un vagabundo barbudo. Vacila y amenaza a partes iguales. Me acerco. Él asegura que es el Sr. Chinarro, todo un oráculo indie.

Yo no le veo más que los pelos y los ojos de profeta. "Soy el próximo presidente", me dice muy serio. No quiero creerle porque en el escaparate que hay tras él, una banda más que correcta se empeña en dibujar su pasado a base de rayos verdes. Pero cuando estoy a punto de tomarle por loco me espeta: "ten cuidado. Te esperan dos días más que difíciles, repletos de gente que te hará pensar. Échale valor y lo mismo también unas gafas de sol". Le pregunto si lo que me espera es parecido a él. "Ni lo sé ni lo quiero pensar", me responde. Y ahí no tengo más remedio que darle la razón.

Azealia Banks vuelca el autobús. Volamos todos por los aires y antes de chocar contra el suelo puedo ver su maldita sonrisa y sus piernas de vértigo golpear la chapa

Huyo Cuesta de San Vicente abajo, atraído por los gritos soul que profiere Lee Fields. Ante la estación de Príncipe pío y a base de chapurreos en castellano y energía inagotable, se ha rodeado de un corro de expectantes admiradores al sol. Pretendo pararme a ver desbordarse el sudor por el cuello de su camisa, cuando Pegasvs me tienden una bici y me ordenan "¡síguenos!". Se lanzan por Madrid Río bastante más rápido de lo que parece. Con una velocidad tan contagiosa como su reverb. Y mi bici baila al compás de las sombras y las luces que el día consigue rebotar en sus teclados.

Hay felicidad en mis piernas hasta que mis orejas captan una llamada de socorro desde el otro lado del peligro. Salto de la bici en marcha, cruzo el Parque de Atenas y en unas escaleras de la Cuesta de la Vega encuentro a St. Vincent, sentada sobre su propio ampli, guitarrista de Hamelín. Atrayendo con sus rizos y su voz afectada a todas las almas sensibles que pasamos relativamente cerca. Y cuando estamos a su alcance simplemente cierra el puño y estruja hasta el último sentimiento que pueda exprimir.

A pocos pasos de perderme intuyo la perversión y decido escapar. No olvido lo que me dijo Chinarro. Queda aún mucho por delante… Me subo al primer autobús que pasa, conducido por Twin Shadow. Un chófer clásico, alejado de los riesgos, que camina por el carril bus del pop olvidable. Todo es tan fácil que la tarde empieza a convertirse en noche sin que parezca importarle a nadie.

Al bajar a la calle me topo de bruces con una manifestación encabezada por Two Door Cinema Club

Me adormilo hasta que a la altura de la Puerta de Toledo una estrofa de Azealia Banks vuelca el autobús. Volamos todos por los aires y antes de chocar contra el suelo puedo ver su maldita sonrisa y sus piernas de vértigo golpear la chapa. Revientan cristales, gime la gente de dolor y placer mientras Azealia y sus dos compañeras bailan sobre nuestros cadáveres. Y bailan con gusto, por cierto. "Morir así merece la pena", pienso.

Oigo las sirenas de la ambulancia acercarse calle Toledo abajo y me abandono. Me rindo. Pero es sólo la primera vez. Porque dentro de la ambulancia no se rinde nadie. Los enfermeros tienen flequillo y tocan el contrabajo. Y al volante está JD McPherson, un chico bajito pero con un gusto exquisito para saltarse semáforos. Me colocan un collarín, me tumban en una camilla y aún así no soy capaz de dejar de mover la cabeza al compás. No se para nunca JD. Y sus enfermeros no dejan prisioneros. La gente les abre paso, coreando el blues que gritan sus sirenas, sin poder reprimir un paso de baile, un golpe de cadera. Ambulancias como trenes que sólo se paran cuando se acaba la vía. Y una vez allí, aplaude y toca buscar tu propio hospital.

A pesar de que en el de James Blake hay camas, decido ir hasta el Reina Sofía y esperar la cola del hospital de Tindersticks. Merece la pena. Y no es solo cosa mía. Cuando consigo entrar veo que hay gente por todas partes, por los pasillos, encima del xilofón. Normal. Este es un hospital que reconforta. Que te aplaca los nervios y te calma el dolor. Te tranquiliza. Y una voz grave te mantiene despierto, por mucho que a tus ojos les dé por cerrarse.  Claro que aquí no hay quien duerma. No con el clamor que hay ahí abajo.

Las luces intermitentes y la música pesada de The Raveonettes me aplastan contra el suelo

Se oyen los ecos de Mendetz por la ventana pero al bajar a la calle me topo de bruces con una manifestación encabezada por Two Door Cinema Club. Avanzamos juntos como amigos por la Carrera de San Jerónimo con un ritmo frenético. No hay más remedio que lamerse las heridas y seguir bailando. Sus consignas son pegadizas y no demasiado complicadas y hay tanta gente que la euforia se contagia y a los muertos que nos acompañaban hace unos minutos no les ha quedado más remedio que animarse.

Antes de llegar a la Puerta del Sol trato de colarme en un local de moda pero está hasta los topes. Hago cola, paciente, y al entrar el ambiente cargado, el humo, las luces intermitentes y la música pesada de The Raveonettes me aplastan contra el suelo. Cierro los ojos y camino al paso de una batería constante como unas obras. El pecho empieza a viajar a ritmo de bombo y los pies pierden adherencia e importancia.

Floto como una cometa de plomo y en pleno éxtasis, cuando empiezo a salir de mi propio ser, sueño con una Casa Azul, demasiado feliz como para ser real. Se cuela en mi cabeza una música manga que no me creo. No me la imagino y sin embargo ahí está.  Intento abrir los ojos y salir de ese estado pero no estoy. No son mis ojos ni soy yo. No despierto porque quizá nunca me he dormido. Desfallezco. Me rindo otra vez y para siempre. Me quedo aquí, abrazado al kilómetro cero. Al punto de no retorno. Si alguien vuelve mañana que se acuerde de mí, que me salve...

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