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GEN Z TOPIC

¿Por qué seguimos a influencers?

  • ¿Qué separa al influencer del estrellazgo clásico?
  • ¿Qué dice de nosotros esta forma de odiar o admirar a quienes hacemos famosos a golpe de like?
¿Por qué seguimos a influencers?
Iago Moreno

Durante la última década, el término influencer ha servido para catalogar con la misma etiqueta a un sinfín de creadores de contenido, provocadores en línea o micro-celebridades del mundo virtual. En la práctica, llamamos influencers a las celebridades digitales que hacen de nuestra atención un medio de vida. Creadores que han conseguido hacer de sus dormitorios fluorescentes -o de sus armarios rebosantes- un jugoso escaparate para todo tipo de marcas. Pero, ¿cómo? Principalmente, acostumbrándonos a asumir su intimidad como un espectáculo más de nuestra cultura de masas. Un espectáculo en el que nos entretenemos mirando, deseando o repudiando la performance de sí mismos que otros han decidido convertir en su "contenido".

¿Pero qué habría de importarnos lo qué desayuna la aristocracia de TikTok? ¿Qué nos lleva a comentar las intrigas palaciegas entre streamers de moda como una telenovela morbosa? Al fin y al cabo, la gran mayoría de los influencers que seguimos, ya sea para odiarlos o para amarlos, no aportan nada trascendental en nuestras vidas. Tampoco pretenden hacerlo. Y sin embargo, aunque cada vez nos cuesta más concentrar nuestra atención sobre lo importante, podemos pasarnos horas enteras oyendo a streamers divagar en sus just chatings. Haciendo scroll entre outfits de Instagram con el pijama puesto, o escuchando a un youtuber vaciarse en una retahíla de "50 cosas sobre mí" que uno no sabría contestar sobre sí mismo.

Todo esto tiene una explicación razonable. Y es que, como explica el filósofo Fernando Broncano, si pasamos tanto tiempo delante de la pantalla atiborrándonos con este tipo "contenidos" no es para aprehender nada ni nutrirnos de algo. No lo hacemos “para encontrar la fuente de la sabiduría sino, simplemente, para sustituir a la conversación trivial que hemos perdido (con la atomización de nuestra sociedad) y de la que la pantalla nos ofrece un sucedáneo”. Un sucedáneo basado en el consumo masivo de intimidades ajenas. Públicas, calculadas, artificiales. Intimidades que poco tienen ya de íntimas, pero que aún las vivimos como tal.

A esa ilusión de cercanía que nos "arresta" cuando regalamos un ramo de suscripciones a un streamer, o cuando nos alistamos a la vanguardia del comentariado de un youtuber de moda, los estudiosos de la comunicación la llaman "interacción parasocial". Un concepto con aires intimidantes con el que se señala, básicamente, que aunque nuestra relación con las estrellas mediáticas no suele ser recíproca (así es, Rosalía aún no me ha agregado al BeReal), sí que provoca en nosotros una extraña sensación de complicidad.

"Es normal que un clamor tuitero se indigne cuando los más privilegiados influencers se lamentan de sus vidas de ensueño"

Las marcas lo entienden, y por eso prefieren publicitarse a través de influencers. En el mundo en el que vivimos, las grandes tarimas de los teatros, los poderosos focos de los photocall o los anuncios a dos páginas y todo color, no siempre convocan más ojos que los espejos de baño, los anillos de selfie y las historias patrocinadas. Muchas veces, el elixir de la autenticidad y la cercanía de un influencer convence más que los conjuros del marketing clásico y la propaganda. Por eso hasta los políticos no titubean al aceptar sus entrevistas para humanizar su imagen.

No hay que darle muchas vueltas: no hay hechizos que romper. Sus palos de selfie no vibran con la magia de un báculo, ni en sus filtros de Instagram están los ojos de medusa. Compramos lo que los influencers compran, nos enmarañamos en sus polémicas, porque los sentimos cercanos y auténticos, porque nos queremos sentir como ellos o porque, en cierto modo, llegamos a sentirnos parte de sus logros y de sus éxitos por “haberlos empujado hasta ahí́”.

Si esa identificación pasional ya surgía con las estrellas de Hollywood o las actrices de radio-novela, no es difícil imaginar por qué escala aún más alto a través de las redes sociales. Si antes conocíamos la vida privada de las celebrities a través del objetivo de un paparazzi, hoy lo hacemos desde el de sus propios teléfonos móviles. Si antes nos hacíamos una imagen de ellos a través de personajes guionizados, hoy los vemos a través de la ficción encubierta de su autenticidad. Son los propios influencers los que nos abren las puertas de sus dormitorios y de sus armarios, quienes nos cuentan cada paso de su rutina. Son ellos y ellas quienes fabrican deliberadamente esa atractiva complicidad y la refuerzan con su atención selectiva. La industria de la influencia no “crea” estas pasiones, se funda sobre ella.

Las consecuencias de ello resultan agotadoras para muchos creadores. Mantener a flote una “marca” de autenticidad basada en estetizar y adornar cada palmo de tu vida a gusto de un consumidor anónimo puede llegar a ser agotador. Estar constantemente expuesto a la intimación con extraños, a las inciertas fronteras entre el personaje público y el verdadero ser, también. En ese sentido, es normal que un clamor tuitero se indigne cuando los más privilegiados influencers se lamentan de sus vidas de ensueño. Su fatiga, sus sinsabores, son un gaje insignificante al lado de los problemas que las plataformas traen a riders, pequeños creadores o estudiantes en busca de un alquiler. Sin embargo, igual que es sano desmitificar su figura para entender por qué cautivan nuestra atención, también deberíamos ser conscientes de estas cuestiones. Sobre todo, por lo que implica para aquellos que entregados al sueño de ser uno de ellos acaba enjaulándose en falsas expectativas o una agotadora auto-explotación.

La figura del influencer seguirá dando mucho de qué hablar y que debatir. Aunque nos hayamos habituado a verla por todas partes, no deja de ser un fenómeno relativamente nuevo. Hace diez años, las primeras convocatorias de youtubers y twitteros en Plaza España congregaban solo a una centena de curiosos con aires de tribu urbana. Hoy, la boyante industria de los influencers no deja de crecer y diversificarse, creando un mercado multimillonario a través de todo tipo de plataformas. Cómo evolucionará, qué nos deparará, es algo que no podemos predecir. Lo que es seguro es que lo que entendemos por celebridad ya ha cambiado para siempre.

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Iago Moreno es analista de cultura y política digital. Sociólogo y máster por la Universidad de Cambridge, ha colaborado con medios como CTXT, El Orden Mundial o Cadena SER