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Coronavirus

Sin colegio, sin juegos y con COVID persistente: así afecta la enfermedad en la infancia y la adolescencia

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Un niño enfermo descansa en un sofá junto a su madre, en una imagen de archivo
Un niño enfermo descansa en un sofá junto a su madre, en una imagen de archivo

Claudia tiene 8 años y adora bailar zumba y ballet, pero ha dejado de practicar por sus dolores. Guille, con 14, sueña con llegar a estudiar ingeniería informática en el MIT de Estados Unidos, pero le preocupa quedarse rezagado en las clases y que se le escapen las becas. Ambos padecen COVID persistente desde hace meses y, junto a sus familias, se preguntan hasta cuándo el coronavirus va a seguir siendo una piedra en el camino.

“Los mayores con COVID persistente hacemos más ruido porque estamos de baja y tenemos más peso para el Estado, pero los niños, afirma la madre de Claudia, Belén, quien también está diagnosticada de la enfermedad. Echa en falta más atención específica y la comprensión social, porque sus síntomas a menudo se malinterpretan como “invenciones” infantiles para no ir al colegio.

El difícil diagnóstico del COVID persistente en niños

El COVID apareció en la vida de Guille en febrero de 2021, en forma de “fiebre y un dolor de cabeza cada vez peor”. El diagnóstico tardó en llegar, porque los test de antígenos eran negativos, pero una analítica de anticuerpos confirmó más tarde que había tenido el virus. “Empezó a aparecer la fatiga. Me costaba respirar cuando me movía, tenía niebla mental, mucho cansancio, mareos…”, cuenta a RTVE.es al teléfono, en Madrid. Desde entonces, ha pasado temporadas en las que casi desfallecía con solo salir a dar un paseo, tenía lapsus mentales y sufría fuertes cefaleas. “Un día fue al patio del colegio un rato a ver a sus amigos y volvió llorando del dolor. Decía que gritaban mucho y no lo podía soportar”, añade su madre, María.

Se estima que un 10 % de los adultos con COVID-19 desarrollan síntomas persistentes, pero la prevalencia en niños es todavía una incógnita, con cifras muy divergentes en los escasos estudios publicados. “En niños pequeños se habla de que afecta a alrededor de un 4 % y, a medida que va aumentando la edad, la prevalencia se va pareciendo más a la de los adultos”, señala Pilar Rodríguez Ledo, vicepresidenta de la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG). En su opinión, esto se debe a un “infradiagnóstico” de los menores, sobre todo, de los más pequeños. Primero, porque muchas veces pasan la infección de forma “asintomática”, no hay diagnóstico de COVID y resulta difícil asociar la persistencia de síntomas con el virus. Y en segundo lugar, porque “es muy difícil pedirle a un niño de cuatro años que explique qué es la niebla mental”. ¿Tiene problemas de aprendizaje o es un síntoma de algo más?, se preguntan médicos y familias.

También el retraso en la definición de la enfermedad ha jugado en contra, pero en hospitales como el Germans Trias i Pujol de Barcelona han podido observar los efectos sobre el terreno, con una unidad pediátrica específica para el COVID persistente. “Característicamente, tienen fatiga, que puede ser física y mental. También la sensación de que les cuesta respirar, taquicardias, palpitaciones… Es muy frecuente que tengan dolores de cabeza, que pueden ser muy intensos y difíciles de controlar con analgésicos convencionales, y dolores de barriga. En ocasiones, aparece también sensibilidad y coloración de la piel...”, enumera la pediatra María Méndez, quien dirige la unidad catalana. Hay un abanico amplio de síntomas, pero sin duda “tiene un impacto muy importante a nivel social y académico”.

El perfil de los pacientes también es variado: desde niños de cinco hasta jóvenes de 18. “La edad media es de 13 años”, indica. “También hay un predominio del sexo femenino, pero no está tan marcado como en adultos”, donde ocho de cada diez diagnósticos corresponden a mujeres. Además, no se han descrito factores de riesgo más allá de las alergias. Por lo demás, prosigue Méndez, “son niños sanos, que no tienen ningún condicionante, ni son obesos ni hipertensos”.

Un revés a su vida escolar y social

La COVID persistente ha trastocado la vida de niños y adolescentes como Claudia y Guille. A partir de su infección en enero de 2021, la pequeña estuvo meses sin ir al colegio por la fatiga, los dolores y las taquicardias. “Al final, decidimos junto a la pediatra que se incorporara en mayo. A nivel físico no estaba bien, pero a nivel emocional le estábamos privando de sus amigos y de muchas otras cosas”, cuenta su madre desde Extremadura.

En estos meses, han ido aprendiendo a equilibrar los beneficios y consecuencias de sus esfuerzos físicos. “Mi niña era superactiva. Iba a ballet, zumba, baile regional… Ahora solamente va a una clase adaptada de bailes regiones y sale agotada, con dolores. Del colegio llega igual, reventada. Es muy complicado que pueda hacer la vida que tenía antes”, continua Belén.

Además, a Claudia los problemas cognitivos le dificultan estudiar y “ahora tarda mucho más en hacer cualquier tarea, con el handicap de que luego ya no se acuerda”. Pero los síntomas marcan también sus relaciones sociales. "Echa mucho de menos a sus amigos, poder jugar como antes y hacer todas sus actividades. Ya me pregunta: mamá, ¿cuándo voy a poder volver a Zumba?"

Desigualdades en la atención

La pregunta de Claudia choca con la carencia de un tratamiento y la desigualdad de recursos en las comunidades autónomas. Tanto desde Extremadura como desde Madrid lamentan no recibir una atención específica para la COVID persistente pediátrica, por lo que la única respuesta es el ensayo-error con diferentes medicamentos para ayudarles a sobrellevar el malestar y los dolores.

En el Hospital Germans Trias i Pujol de Barcelona, en cambio, ya han desarrollado programas de rehabilitación física y neurocognitiva. “El tiempo de recuperación es muy variable. Hay niños que cuando los vemos ya están mejorando y en uno o dos meses se solucionan, y otros que están meses y meses. La verdad es que prácticamente todos están mejorando”, apunta la pediatra María Méndez, que coordina la Unidad de COVID persistente, donde también cuentan con psicólogos.

Precisamente Belén pide para su hija más apoyo en salud mental, así como una adaptación curricular en la escuela. “Mi hija es una niña muy fuerte y de una gran entereza, pero ve que hay cosas que ya no puede hacer”, afirma. Quizás, piensa, los profesionales en pedagogía y psicología podrían ayudarle a entender mejor “qué les está pasando”. Para ello muchos afectados -niños y adultos- se están apoyando en las asociaciones de pacientes.

Todo ello, debería coordinarse desde la visión "holística" de la atención primaria, según la vicepresidenta de SEMG, Pilar Rodríguez Ledo. “Es necesario desarrollar facetas que hasta ahora no estaban muy desarrolladas y poner en marcha equipos multidisciplinares”, valora en referencia tanto a la rehabilitación física y cognitiva como al apoyo psicológico.

Mientras tanto, para los afectados por el COVID persistente y los profesionales que trabajan con ello, la balanza sigue decantándose del lado de las dudas. ¿Ómicron tendrá tanto impacto como las variantes anteriores?, ¿cuáles son las causas más profundas de la enfermedad?, ¿a cuántas personas ha afectado realmente? “Estamos convencidos de que las vacunas van a disminuir mucho el riesgo”, asevera Méndez, quien da cuenta de los artículos que ya han encontrado “alteraciones bioquímicas y morfológicas en los pacientes”. Se han dado los primeros pasos, pero serán necesarias más investigaciones para seguir abriendo camino.