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¡Manuel Piña, vestir la propia tierra', por Juan Duyos

  • El diseñador comenzó con Manuel Piña
  • Duyos recuerda su etapa como asistente
  • Helena Barquilla recuerda a Manuel Piña
  • Exposición en el Museo del Traje

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Juan Duyos, que fue asistente de Manuel Piña, recuerda al maestro.
Juan Duyos, que fue asistente de Manuel Piña, recuerda al maestro.

MANUEL PIÑA – VESTIR LA PROPIA TIERRA

Por Juan Duyos

Manuel Piña era manchego. Y como buen manchego tenía genio. Genio de verdad. En los dos sentidos. Tuve la suerte de que me eligiera de entre todos los alumnos de la Alta Escuela de Moda como asistente en sus últimos tres años de vida. De él aprendí incontables lecciones.

La esencial, que no tuviera miedos. Él no los tenía. Decía que el miedo paraliza a la gente. Y así estuvo, hasta el último día, metiéndole la tijera a sus creaciones. Por entonces lucía un estilizado parche de pirata. El sida, que tanto había mermado sus capacidades, también le había dejado tuerto. Me decía: “Baja la luz, primo”. Siempre me llamaba primo. Una cosa muy gitana. Le encantaban los gitanos.

Alguno recordará uno de sus últimos desfiles, en su tienda–estudio de la calle Valenzuela de Madrid, dedicado a Camarón, que murió en el 92 (un par de años antes que Manuel).

Por allí pasaba todo el mundo. Si Manuel quería hacer pruebas, descolgaba el teléfono y al instante estaba quien llamara: Kalia, Elena Barquilla… Las tops españolas de la época. El suyo era un taller abierto a la gente. Un desfile constante. Venían todas a que las vistiera. Allí estaba Bibi. O Rossy, cuando “Kika”, pidiéndole que la ayudara a confeccionar los mandiles de chacha bollera que sueña con ser funcionaria de prisiones. O Joaquín Cortés. Las presentadoras de la tele. Las modelos Iman y Naomi Campbell.

Le gustaba la mujer racial. Siempre decía que quería verlas guapas, no disfrazarlas. Se escapaba con Javier Vallhonrat a Manzanares, su pueblo natal, y las fotografiaban campando con modelones por aquellas tierras ocres. Allí reconectaba con sus raíces. “Vamos a comer morteruelo”, me decía cuando le acompañaba a visitar a sus fabricantes.

Un contraste con su ajetreada vida en Madrid, donde ejerció de epicentro de esa Movida de la que hoy algunos todavía reniegan. Su ático frente al Retiro fue escenario de las mejores fiestas. Un santuario plagado de pinturas de sus amigos los Costus donde ejerció de oficiante hasta sus últimos días.

La exposición que hoy inaugura el Museo del Traje viene a refrendar la tarea del museo dedicado a su figura en Manzanares. Rastrear sus creaciones no resulta tarea fácil. En su época eso de confeccionar un archivo no se llevaba. Se llevaba que llevaran tu ropa. Creaciones únicas.

En su caso, magistrales. Manejaba el punto como nadie. Cecilia Paniagua y yo, cuando aún éramos tan solo un par de amigos que soñábamos con montar nuestra propia marca, admirábamos a Sybilla y a Manuel Piña. Ceci acabó trabajando con Sybilla y yo con Manuel. Él decía que respetaba a “los diseñadores que tienen alma y hacen las cosas de estómago”. Hoy, en una industria dominada por lo cerebral, su legado se hace más necesario que nunca.