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Fanfarlo y Hola a todo el mundo, una fiesta que no quieres que acabe

Por

Ilustración: Óscar Giménez

Cae el sol tras la última colina y comienzan a sonar acordes de fanfarria. Un grupo de niños corre calle abajo, alejándose del pueblo, con las manos llenas de algodón de azúcar robado. Banderines de colores consiguen que paredes enamoradas se rocen por fin; hay un olor y un ambiente especial. A carne ahumada, a pólvora. A risas ahogadas y a paseos tomados de la cintura. En el bosque cercano, los animales más curiosos se acercan a investigar de dónde salen toda esta alegría y estas palmas. Hoy, descubren los más avispados, hay fiesta en el pueblo.

Yo voy delante, animado, con ganas de descubrir cosas. Tú me sigues varios pasos por detrás, sin dejar de sonreír. Como quien vuelve a recorrer un camino que ya hizo años atrás y que sólo le trae buenos recuerdos. En seguida me llama la atención una pequeña barraca a la entrada de la feria. Allí dentro se agolpan cinco jóvenes madrileños, tres chicos, dos chicas, que no paran de saludar a todo el mundo.

Hay tiempo incluso para enamorarme de una chica que toca el violín. Separarme un poco del grupo y verla bailar recortada por la luz de las farolas

Su barraca es sencilla y pequeña y allí jugamos a un juego al que siempre ganamos. Dentro, los seis se mueven sin parar y hablan y se escuchan y se sonríen y se deslizan de un lado al otro tan armónicamente que parece que tuvieran un plan trazado de antemano. Alguna vez uno de ellos dice en voz alta y sin cambiar el tono de calma y alegría “voy un momento detrás, a llorar un rato”, y el resto le despiden agitando la mano, sin dramas.

Al rato cinco chicos de Londres se paran a nuestro lado, a contemplar el espectáculo. Son bastante tímidos pero en sus ojos se esconde ese brillo que gastan los que tienen cosas interesantes que decir. Sonríen y minutos después ya caminamos a su lado, descubriendo el pueblo. Cada atracción, cada caseta. Soñamos con ser pilotos en pequeños aviones que disparan ruiditos de láser. Volamos cometas en la plaza del pueblo y después, paseando hasta la enorme noria, discutiendo entre risas sobre el aquí y el ahora, oteamos el horizonte en busca de las naves que vengan y derrumben los muros que nos rodean sin verlos.

Porque, como en todas las fiestas, siempre llega el momento en el que sientes que no deberían terminar nunca

Hay tiempo incluso para enamorarme de una chica que toca el violín. Separarme un poco del grupo y verla bailar recortada por la luz de las farolas. Intentar hablar con ella, perseguirla, contarle que si sigue tarareando tan dulce no tendré más remedio que proponerle una huida con ella de la mano. A donde sea. Pero rápidamente descubro que tú también estás haciendo lo mismo. Que en realidad somos muchos quienes la observamos, prendados de la magia de esta noche, de los puestos que ofrecen la suerte definitiva.

Por supuesto, como en todas las fiestas, siempre hay un momento en el que parecen demasiado largas. Estos chicos quieren ser tan originales en sus historias que a veces pierden el camino que solían trazar, se deconstruyen y se reconstruyen continuamente y tiran campo a través y sin mirar atrás. Nos perdemos un par de veces tratando de caminar tras unos pasos desconocidos. Sin embargo cuando vuelven nada parece haber pasado. Siguen sonriendo, siguen siendo tímidos pero nos vuelven a hacer reír y aprobamos su alocada idea de ir a buscar la luna y tirarla al río. Porque, como en todas las fiestas, siempre llega el momento en el que sientes que no deberían terminar nunca.

El día amenaza con aparecer por detrás de la primera colina. La mayoría de los animales busca el cobijo del bosque frotándose los ojos pitañosos. Las hogueras se apagan, las sombras se alargan. Y mientras nosotros caminamos por las calles abrazados. Y a veces saltamos y otras corremos y hay tanta alegría alrededor que cada segundo parece viernes.

El concierto de Fanfarlo y Hola a todo el mundo se celebró el pasado 15 de noviembre en el Teatro Kapital de Madrid dentro del ciclo Heineken Music Selector.

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