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La investigación

  • Pedro Costa, director y guionista de la serie, repasa minuciosamente los hechos del verdadero crimen
  • Todo sobre "La huella del crimen", en nuestro especial

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El día del entierro la asistenta, siguiendo instrucciones del mayordomo y ya con permiso de la Policía, se dispuso a limpiar la habitación de la marquesa cuando encontró un lazo negro a los pies de la cama. Se lo dio al mayordomo y éste llamó a Aguirre. "Señor, hemos encontrado un lazo negro...". Miriam llegó en ese momento y le cogió el lazo y el teléfono. "Hola, inspector, este lazo no tiene ninguna importancia, lo llevaba puesto mi madre". Y colgó. Vicente, que no sabía morderse la lengua, le soltó: "¿Y cómo sabe usted, señorita Miriam, que su madre llevaba puesto este lazo si usted no estaba aquí la noche que murió".

Pero al jefe del Grupo IX le parecían bien todas las explicaciones que le daban aquellas personas de tanta alcurnia, dinero y poder. Lo mismo que ocurrió con las coartadas:

Rafi había estado cenando y tomando unas copas hasta las 2 de la madrugada con su amigo Javier Anastasio (otro nombre a tener en cuenta) y luego se fue a dormir a casa de sus padres porque a la mañana siguiente tenía que presentarse en las oficinas del INEM

Miriam no se había movido de casa en toda la noche y, a la mañana siguiente llevó al colegio al hijo de Dick, con el que estaba viviendo. Fue al regresar a casa cuando la asistenta le dijo que sus padres habían sido asesinados

Dick estaba en Oviedo en viaje de negocios

Juan estaba en Londres

- Diego, el Administrador, también estaba en casa y había sido el último en hablar con el marqués que le llamó a las 11 de la noche para decirle que pagara una factura que le debía al carpintero que hacía trabajos en el chalet y que, al día siguiente, le trajera dos cartones de Winston. (Luego resultó que al carpintero no se le debía nada).

Aguirre fue a casa del padre de Rafi y encontró un soplete con una pequeña bombona de gas, un rifle, una pistola del 22 con licencia de armas y otras tres pistolas sin licencia. Y en el maletero de su coche apareció un trozo de cristal que el Gabinete de Identificación dijo que no se correspondía con la puerta de la piscina.

Marchaban así las investigaciones cuando, en diciembre de aquel año, Juan de la Sierra recibió una llamada de un compañero de clase de la Facultad de Derecho con el que apenas había tenido trato, el inspector de 2ª Francisco Javier Roig, que le dijo que tuviera cuidado porque le estaban investigando. Le citó en la cafetería Galaxia para presentarle a una persona que tenía mucho interés en conocerle.

Se trataba de José Romero (33), un inspector de Policía con ganas de llegar muy alto. Le contó a Juan que estaba muy interesado en el caso y que, en su opinión, la investigación carecía de rigor. Obtuvo el consentimiento del hijo de las víctimas para iniciar una investigación paralela, a lo que le autorizó el Jefe Superior de Policía de Madrid, Gabriel García Gallego. A partir de aquel momento, sería Romero junto con Cayetano Cordero (56), jefe del Grupo IX, los que llevarían la voz cantante en el asunto. Los resultados no se harían esperar, cuatro meses después se producía la primera detención.

La vida de Rafi desde el día del crimen había ido de mal en peor. Todos le daban la espalda. Su ex mujer y su íntimo amigo, Juan, habían heredado pero a él no le había llegado nada. En una ocasión le había pedido a Juan cuatro millones de pesetas para montar un negocio. Vicente, el mayordomo, oyó la conversación: Si yo tengo 30 años, tú tienes otros 30. Se citaron los dos con el administrador que se negó a darle el dinero a Rafi porque el negocio propuesto carecía de fundamento. El mayordomo contó que aquella noche el señorito Juan había llegado al chalet con la camisa rota y sin botones.

En enero de 1981, tras dos intentos de suicidio, Rafi se refugió en una finca que tenían sus padres en Moncalvillo de Huete (Cuenca) y allí se dedicó a cuidar cerdos y practicar tiro. El 7 de abril llegó a esta finca, llamada San Bartolomé, el inspector Romero con varios policías. Rafi estaba más gordo y tenía el pelo muy largo. Los recibió con sorna. ¿Qué buscan? ¿Una pistola o algo así?. ¿Algo así?, fue la respuesta del policía. Recogieron 215 casquillos en el campo de tiro, la mayoría del calibre 22, que iban metiendo en bolsas de plástico. Rafi les miraba hacer sentado en una piedra.

Según la Policía, al analizar el casquillo nº 17 comprobaron que había sido disparado con la misma arma que había acabado con la vida de los marqueses. (Pero una prueba tan decisiva jamás pudo ser verificada porque los 215 casquillos desaparecieron meses después del juzgado en el que habían sido depositados. Parece que un día acudieron unos desconocidos que dijeron ser policías y se los llevaron sin dejar rastro, ni siquiera un papel a modo de recibo).

Dos días después de su primera visita, Romero regresó a la finca de San Bartolomé para llevarse detenido en relación con el crimen a Rafael Escobedo Alday. Le encerraron desnudo, durante dos horas, en una celda de los sótanos de las dependencias policiales de la Puerta del Sol y después le sometieron a todo tipo de humillaciones: le hicieron hacer flexiones en un pasillo, desnudo, ante la mirada de todos los que pasaban, que le insultaban y se reían de él. Más celda y más flexiones. Trataban de desmoronarle. Siguió un duro interrogatorio ante Romero y Cordero.

Y a la mañana siguiente vino la puntilla. A través de un espejo transparente le mostraron a su padre, al que habían detenido la noche anterior, y que presentaba un aspecto lamentable: sucio, descamisado, esposado... "Y le seguirán tu madre y tu hermano", fue la amenaza. Y Rafi claudicó. Escribió en una cuartilla, que también desapareció pues para Cordero no tenía valor alguno: "Yo soy culpable de la muerte de mis suegros, los marqueses de Urquijo" Rafael Escobedo.