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Discurso Carlos Fuentes, Premio Cervantes 1987

  • Escritor, intelectual y diplomático mexicano.
  • Decidió su destino con 18 años al ganar un concurso literario.
  • Con La muerte de Artemio Cruz ingresó en el "boom" latinoamericano.

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Carlos Fuentes, Premio Cervantes 1987
Carlos Fuentes, en una imagen de archivo.

Carlos Fuentes (Panamá, 1928-México, 2012) ganó el Premio Cervantes en 1987. Y su discurso, desde las primeras líneas, tiende puentes con su patria, México, y con su otra “patria”, la de los escritores que piensan y escriben en español, pues la imaginación y el lenguaje, las armas del escritor, les une a ellos.

“Esta lengua nuestra -señala Fuentes- se está convirtiendo, cada vez más, en una lengua universal, hablada, leída, cantada, pensada y soñada por un número creciente de personas: casi 350 millones, convirtiéndola en el cuarto grupo lingüístico del mundo”. Este premio, así cierra su discurso Carlos Fuentes, le confiere el honor de ser de profesión, no ya escritor, sino “escudero de Don Quijote”; y de emplear en la tarea, no ya la lengua española, sino “la lengua de la imaginación, del amor y de la justicia; lengua de Cervantes, lengua de Quijote”.

Discurso Carlos Fuentes, Premio Cervantes 1987

Discurso íntegro de Carlos Fuentes

"Majestades,

Si este galardón -que tanto me honra y tanto aprecio- es considerado el premio de premios para un escritor de nuestra lengua, ello se debe a que, como ningún otro, es un premio compartido.

Yo comparto el Premio Cervantes, en primer lugar, con mi patria, México, patria de mi sangre pero también de mi imaginación, a menudo conflictiva, a menudo contradictoria, pero siempre apasionada con la tierra de mis padres. México es mi herencia, pero no mi indiferencia; la cultura que nos da sentido y continuidad a los mexicanos es algo que yo he querido merecer todos los días, en tensión y no en reposo. Mi primer pasaporte -el de ciudadano de México- he debido ganarlo, no con el pesimismo del silencio, sino con el optimismo de la crítica. No he tenido más armas para hacerlo que las del escritor: la imaginación y el lenguaje.

Son éstos los sellos de mi segundo pasaporte, el que me lleva a compartir este premio con los escritores que piensan y escriben en español. La cultura literaria de mi país es incomprensible fuera del universo lingüístico que nos une a peruanos y venezolanos, argentinos y puertorriqueños, españoles y mexicanos. Puede discutirse el grado en el que un conjunto de tradiciones religiosas, morales y eróticas, o de situaciones políticas, económicas y sociales, nos unen o nos separan; pero el terreno común de nuestros encuentros y desencuentros, la liga más fuerte de nuestra comunidad probable, es la lengua -el instrumento, dijo una vez William Butlerler Yeats, de nuestro debate con los demás-, que es retórica, pero también del debate con nosotros mismos, que es poesía.

Comparto este premio con México y con los escritores que piensan y escriben en español

Debate con los demás, debate con nosotros mismos. Nos disponemos, así que pasen cuatro años, a celebrar los cinco siglos de una fecha inquietante: 1492. Vamos a discutir mucho sobre la manera misma de nombrarla. ¿Descubrimiento, como señalan las costumbres, o encuentro, como concede el compromiso? ¿Invención de América, como sugiere el historiador mexicano Edmundo O'Gorman; deseo de América, como anheló el Renacimiento europeo, hambriento de dos objetivos incompatibles: utopía y espacio; o imaginación de América, como han dicho sus escritores de todos los tiempos, de Bernal Díaz del Castillo a Sor Juana Inés de la Cruz, y a Gabriel García Márquez?

Los cinco siglos que van de aquel 92 a éste se inician, también, con la publicación de la primera gramática de la lengua castellana, por Antonio de Nebrija. Y aunque Nebrija designa a la lengua como acompañante del imperio, hoy reconocemos la otra vertiente de la celebración y ésta es la crítica. La lengua de la conquista fue también la de la contraconquista, y sin la lengua de la colonia no habría lengua de la independencia.

Nuestra imaginación política, moral, económica, tiene que estar a la altura de nuestra imaginación verbal

Hablo de un idioma compartido, con mi patria, con mi cultura y con sus escritores. Quiero ir más lejos, sin embargo. Esta lengua nuestra se está convirtiendo, cada vez más, en una lengua universal, hablada, leída, cantada, pensada y soñada por un número creciente de personas: casi 350 millones, convirtiéndola en el cuarto grupo lingüístico del mundo; sólo en los EEUU de América sus hispanoparlantes transformarán a ese gran país, apenas rebasado el año 2000, en la segunda nación de habla española del mundo.

Esto significa que, en el siglo que se avecina, la lengua castellana será el idioma preponderante de las tres Américas: la del Sur, la del Centro y la del Norte. La famosa pregunta de Rubén Darío -¿tantos millones hablarán inglés?- será al fin contestada: no, hablarán español.

Nuestra imaginación política, moral, económica, tiene que estar a la altura de nuestra imaginación verbal.

Esta lengua nuestra, lengua de asombros y descubrimientos recíprocos, lengua de celebración pero también de crítica, lengua mutante que un día es la de san Juan de la Cruz y al siguiente la de fray Gerundio de Campazas y al día que sigue, lengua fénix, vuela en alas de Clarín, esta lengua nuestra, mil veces declarada, prematuramente, muerta, antes de renacer para siempre, a partir de Rubén Darío, en una constelación de correspondencias trasatlánticas, ha sido todo esto porque ha sido espejo de insuficiencias, pero también agua del deseo, hielo de triunfos y cristal de dudas, roca de la cultura, permanente, continua, en medio de borrascas que se han llevado a la deriva a tantas islas políticas; vidrio frágil, la lengua nuestra, pero ventana amplia, también, gracias a los cuales tenemos refugio y compensación, así como visión y conciencia, de los tiempos inclementes.

La literatura de origen hispánico ha encontrado un pasaporte mundial

La lengua imperial de Nebrija se ha convertido en algo mejor: la lengua universal de Jorge Luis Borges y Pablo Neruda, de Julio Cortázar y Octavio Paz. La literatura de origen hispánico ha encontrado un pasaporte mundial y, traducida a lenguas extranjeras, cuenta con un número cada vez mayor de lectores.

¿Por qué ha sucedido esto? No por un simple factor numérico, sino porque el mundo hispánico, en virtud de sus contradicciones mismas, en función de sus conflictos irresueltos, en aras de sus ardientes compromisos entre la realidad y el deseo, y a la luz de la memoria colectiva de nuestra historia, que es la historia de nuestras culturas, plurales de nuestro lado del Atlántico -europeos, indios, negros y mestizos- pero de este lado también -cristianos, árabes y judíos-, ha podido mantener vigente todo un repertorio humano olvidado a menudo, y con demasiada facilidad, por la modernidad triunfalista que ha protagonizado, entre aquel 92 y éste, la historia visible de la humanidad.

Hoy, que esa modernidad y sus promesas han entrado en crisis, miramos en torno nuestro buscando las reservas invisibles de humanidad que nos permitan renovarnos sin negarnos, y encontrarnos en la comunidad de la lengua y de la imaginación española dos surtidores que no se agotan.

Mas apenas intentamos ubicar el punto de convergencia entre el mundo de la imaginación y la lengua hispanoamericana y el universo de la imaginación y el lenguaje de la vida contemporánea, nos vemos obligados a detenernos, una y otra vez, en la misma provincia de la lengua, en la misma ínsula de la imaginación, en el mismo autor y en la obra misma, que reúnen todos los tiempos de nuestra tradición y todos los espacios de nuestra imaginación.

La provincia -acá abajo, con Rocinante- es La Mancha. La ínsula -allá arriba, con Clavileño- es la literatura. El autor es Cervantes, la obra es el Quijote y la paradoja es que de la España postridentina surgen el lenguaje y la imaginación críticos fundadores de la modernidad que la Contrarreforma rechaza.

Daniel Defoe escribe el Robinson Crusoe con el tiempo de una modernidad consonante. Miguel de Cervantes escribe el Quijote a contratiempo, desautorizado por la historia inmediata, respondiendo no tanto a lo que está allí sino a lo que hace falta; potenciando la imaginación para hablarnos menos de lo que vemos que de lo que no vemos; de lo que ignoramos, más de lo que ya sabemos.

Unamuno ve las caras de Robinson y Quijote; en la del inglés, reconoce a un hombre que se crea una civilización en una isla; en la del español, a un hombre que sale a cambiar el mundo en que vive. Hay esto, pero algo más también: la tradición de Robinson será la de la seguridad, la coincidencia con el espíritu del tiempo, incluyendo una coincidencia con la crítica del tiempo, pero a veces, también, la arrogancia de nombrarse protagonista del mismo. La poética de Robinson será la de la narrativa lineal, realista, lógica, futurizante, poblada por seres de carne y hueso, definidos por la experiencia: Robinson y sus descendientes leen al mundo.

Cervantes potencia la imaginación para hablarnos de lo que ignoramos, más de lo que ya sabemos.

Quijote y los suyos son leídos por el mundo, y lo saben. La tradición quijotesca no disfraza su génesis fictiva; la celebra; sus personajes no son entes psicológicos, sino figuras reflexivas; no el producto de la experiencia, sino de la inexperiencia; no les importa lo que saben, sino lo que ignoran: lo que aún no saben. No se toman en serio; admiten que su realidad es una mentira. Pero esa maravillosa mentira, la novela, salva, nos dice Dostoyevsky hablando de Cervantes, a la verdad.

La poética de La Mancha y su descendencia numerosa, que un día antes que yo evocó aquí mismo el gran novelista cubano Alejo Carpentier, incluyen a los hijos de Don Quijote, el Tristram Shandy de Sterne, contemplando su propia gestación novelesca; y el fatalista de Diderot, Jacques, ofreciéndole al lector repertorios infinitos de probabilidades; a sus nietas, la Catherine Moorland de Jane Austen y la Emma Bovary de Gustave Flaubert, que también creen todo lo que leen; a sus sobrinos el Myshkin de Dostoyevsky, el Micawber de Dickens y el Nazarín de Pérez Galdós: todos aquellos que escogen la difícil alternativa de la bondad y por ello sufren agonía y ridículo; y si todos ellos son descendientes de Don Quijote lo son, acaso, de San Pablo también, pues la locura de Dios es más sabia, dice el santo, que toda la sabiduría de los hombres.

La locura de Don Quijote y su descendencia es una santa locura: es la locura de la lectura. Su biblioteca de libros de caballerías es su refugio inicial, la protección de su supuesta locura, que consiste en dar fe de la lectura. Pero esta convicción entraña el deber de actualizar sus lecturas.

Don Quijote sale a probar la existencia de una edad pasada, cuando el mundo era igual a sus palabras. Se encuentra con una edad presente, empeñada en separarlo todo. Sale a probar la existencia de los héroes escritos: los paladines y caballeros andantes del pasado. Encuentra su propia contemporaneidad en un hecho para él irrefutable: Don Quijote, como sus héroes, también ha sido escrito.

Quijote y Sancho son los primeros personajes literarios que se saben escritos mientras viven las aventuras que están siendo escritas sobre ellos. Colón en la tierra nueva, Copérnico en los nuevos cielos, no operan una revolución más asombrosa que ésta de Don Quijote al saberse escrito, personaje del libro titulado El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.

Don Quijote y Sancho son los primeros personajes literarios que se saben escritos

La información moderna, el privilegio pero también la carga de la mirada plural, nacen en el momento en que Sancho le dice a Don Quijote lo que el bachiller Sansón Carrasco le dijo a Sancho: estamos siendo escritos. Estamos siendo leídos. Estamos siendo vistos. Carecemos de impunidad, pero también de soledad. Nos rodea la mirada del otro. Somos un proyecto del otro. No hemos terminado nuestra aventura. No la terminaremos mientras seamos objeto de la lectura, de la imaginación, acaso del deseo de los demás. No moriremos -Quijote, Sancho- mientras exista un lector que abra nuestro libro.

Paso definitivo de la tradición oral a la tradición impresa, Don Quijote, culminando prodigiosamente su novedad novelesca, es el primer personaje literario, también, que entra a una imprenta para verse a sí mismo en proceso de producción. Ello ocurre, naturalmente, en Barcelona.

El precio de esta aventura de Don Quijote, su pasaporte entre dos tiempos de la cultura, es la inestabilidad. Inestabilidad de la memoria: Don Quijote surge de una oscura aldea, tan oscura que su aún más oscuro -su incierto- autor, ni siquiera recuerda o no quiere recordar, el nombre del lugar. Don Quijote inaugura la memoria moderna con la ironía del olvido: todos sabían dónde estaba Troya y quién era Aquiles; nadie sabrá quién es K el agrimensor de Kafka, o dónde está El Castillo, dónde está Praga, dónde está la historia.

Inestabilidad, en segundo lugar, de la autoría: ¿quién es el autor del Quijote, un tal Cervantes, más versado en desdichas que en versos, o un tal de Saavedra, evocado con admiración por los hechos que cumplió, y todos por alcanzar la libertad; el historiador arábigo Cide Hamete Benengeli, cuyos papeles son vertidos al castellano por un anónimo traductor morisco, y que serán objeto de la versión apócrifa de Avellaneda?

¿Pierre Ménard, autor del Quijote? ¿Jorge Luis Borges, autor de Pierre Ménard y en consecuencia ... ?

Inestabilidad del nombre, en tercer lugar. "Don Quijote" es sólo uno de los nombres de Alonso Quijano, que quizás es Quixada o Quesada y que, apenas incursiona en el género pastoril, se convierte en Quijotiz; apenas entra a la intriga de la corte de los duques se convierte en el don Azote de la princesa Micomicona; cambian de nombre sus amantes -Dulcinea es Aldonza-, sus yeguas -Rocín-antes-, sus enemigos -Mambrino se convierte en Malandrino- y hasta sus infinitos autores: Benengeli se nos convierte en Berenjena.

Memoria inestable, autoría y nominación inestables; búsqueda, en consecuencia, del género mismo, del visado que nos diga: soy literatura, soy novela. Pero esto tampoco escapa a la inseguridad. Inaugurando la novela moderna, Cervantes nos dice: éste es el género de todos los géneros y la contaminación de todos ellos, de todo cuanto esta novela, Don Quijote, abarca: picaresca y épica, pastoril y amorosa, novela morisca y novela bizantina, interpolada e interrumpida: indefinición de las categorías perfectas y cerradas; conflicto y contagio perpetuo del lenguaje. Radicalmente moderno, Cervantes nos dice desde el siglo XVII: recuerden, podemos olvidar; miren, no sabemos quiénes somos; escuchen, ya no nos entendemos.

Cervantes nos dice desde el siglo XVII: recuerden, podemos olvidar

Si el tiempo de la Contrarreforma, que es el suyo, le pide unidad de lenguaje, Cervantes le devuelve multiplicidad de lenguajes; si quiere fe, le devuelve dudas. Pero si la modernidad exige, por su lado, la duda constante, Cervantes, más moderno que la modernidad, le devuelve la fe en la justicia y el amor, y le exige el mínimo de unidad que nos permita comprender la diversidad misma.

Cervantes nos dice que no hay presente vivo con un pasado muerto. Leyéndolo, nosotros, hombres y mujeres de hoy, entendemos que creamos la historia y que es nuestro deber mantenerla. Sin nuestra memoria, que es el verdadero nombre del porvenir, no tenemos un presente vivo: un hoy y un aquí nuestro, donde el pasado y el futuro, verdaderamente, encarnan. Mirada extraordinaria del discípulo de Alcalá de Henares sobre su mundo y el nuestro; la suya es la más ancha de las modernidades. Contratiempo, sí, y paradoja que acaso no lo sea tanto: novela permanente, origen del género pero también destino del mismo, el Quijote es nuestra novela y Cervantes es nuestro contemporáneo porque su estética de la inestabilidad es la de nuestro propio mundo.

A las crisis de entonces y de ahora Cervantes les indica el camino de una apertura que convierte a la inseguridad en el motivo de una creación constante. Cervantes inventa la novela potencial, en conflicto y en diálogo consigo misma, que es hoy la novela de Italo Calvino, de Milan Kundera y de Juan Goytisolo: la invitación quijotesca es la invitación perpetua a salir de nosotros mismos y vernos -a nosotros y al mundo- como enigma, pero también como posibilidad incumplida. La novela, para ganarse el derecho de criticar al mundo, comienza por criticarse a sí misma: la interrogante de la obra produce la obra.

Cervantes inventa la novela potencial, en conflicto y en diálogo consigo misma

Pero si la poética de La Mancha es la del mundo contemporáneo, también es la del Nuevo Mundo americano. Desde la fundación, nosotros nos preguntamos, como el lector de Cervantes, ¿quién es el autor del Nuevo Mundo? ¿Colón, que lo pisó primero, o Vespucio, que primero lo nombró? ¿Los dioses que huyeron, o el Dios que llegó? ¿Los anónimos artesanos mestizos de nuestras iglesias barrocas, o la afamada poeta barroca, obligada a guardar silencio por las autoridades? ¿Y dónde está el Mundo Nuevo? ¿En un lugar de Macondo, de cuyo nombre no quiero acordarme? ¿En un lugar en Comala, en un lugar de Canaima, en las alturas de Macchu Picchu? ¿Existen realmente esos lugares, son ciertos sus nombres? ¿Qué quiere decir "América"? ¿A quién le pertenece ese nombre? ¿Qué quiere decir "el Nuevo Mundo"? ¿Cómo pudo transformarse la dulce Cuauhnáhuac azteca en la dura Cuernavaca española? ¿Cómo bautizar el río, la montaña, la selva, vistos por primera vez? Y sobre todo, ¿cómo nombrar el vasto anonimato humano -indio y criollo, mestizo y negro- de la cultura multirracial de las Américas?

Darle voz y nombre a quienes no los tienen: la aventura quijotesca aún no termina en el Nuevo Mundo. Recordar que había una civilización del Nuevo Mundo antes de 1492 y que aunque la conquista propuso una nueva historia, los conquistados no renunciaron a la suya. El recuerdo ilumina el deseo, y ambos se reúnen en la imaginación: ¿quién es el autor del Nuevo Mundo?

Somos todos nosotros: todos los que lo imaginamos incesantemente porque sabemos que sin nuestra imaginación América -el nombre genérico de los mundos nuevos- dejaría de existir.

A partir de la imaginación los hispanoamericanos estamos intentando llenar todos los abismos de nuestra historia con ideas y con actos, con palabras y con organización mejores, a fin de crear, en el Nuevo Mundo hispánico, un mundo nuevo, una realidad mejor, en contra del capricho del más fuerte, que se sustenta en la fatalidad; a favor del diálogo y de la coexistencia, que se sustentan en la libertad, y otorgándole un valor específico al arte de nombrar y al arte de dar voz. Escritores, somos también ciudadanos, igualmente preocupados por el estado del arte y por el estado de la ciudad.

Portamos lo que somos en dirección de lo que queremos ser: voces en el coro de un mundo nuevo en el que cada cultura haga escuchar su palabra. La nuestra se dice (y a veces hasta seduce) en español y con ella queremos hablarle a un planeta que no puede limitarse a dos opciones, dos sistemas, dos ideologías, sino que pertenece a múltiples culturas humanas y a sus fecundas posibilidades, hasta ahora apenas expresadas.

Sin embargo, la velocidad de los avances tecnológicos, la creciente interdependencia económica y el carácter instantáneo de las comunicaciones, forman parte de una dinámica global que no se detiene a preguntarle a nadie: oye, ¿ya decidiste cuál es tu identidad?

1992 es quizás nuestra última oportunidad de decirnos a nosotros mismos: esto somos y esto le daremos al mundo. Ejemplifico, no agoto: somos esta suma de experiencias, esta capacidad para actualizar los valores del pasado a fin de que el porvenir no carezca de ellos, este sentimiento trágico de que ninguna receta ideológica asegura la felicidad o puede, por sí misma, impedir la infelicidad si no va acompañada de algo que nosotros, los hispánicos, conocemos de sobra: el poder del arte para compensar y completar la experiencia histórica, dándole sentido y convirtiendo la información en imaginación. Es la lección de La Mancha: Cervantes. Es también la lección de Comala: Rulfo; y la de Santa María: Onetti.

No estamos solos y nos encaminamos hacia el mundo del siglo venidero con ustedes, los españoles, que son nuestra familia inmediata. Nos necesitamos. Pero, también, el mundo del futuro necesita a España y a la América española. Nuestra contribución es única; también es indispensable; no habrá concierto sin nosotros. Pero antes debe haber concierto entre nosotros. A España le concierne lo que ocurre en Hispanoamérica y en Hispanoamérica nos concierne lo que ocurre en España. Sólo necesitándonos entre nosotros, el mundo nos necesitará también. Sólo imaginándonos los unos a los otros, el mundo nos imaginará.

La celebración del Quinto Centenario será, dentro de este espíritu, un acto renovado de fe en la imaginación. Nos corresponde de nuevo, de ambos lados del Atlántico, imaginar los mundos nuevos, pues no hay otra manera de descubrirlos.

1992 es nuestra última oportunidad de decirnos: esto somos y esto le daremos al mundo

Majestades,

Este honor excepcional con el que España distingue hoy a un ciudadano de México es parte de una tradición constante, que nos precede y nos prolongará: la relación de los escritores del Nuevo Mundo con la patria de Cervantes.

Quiero destacar un momento de esta relación, en el que España nos dio, a mí y a muchos mexicanos, lo mejor de sí misma.

Mi país le abrió los brazos a la España peregrina que en México encontró refugio para restañar las heridas de una guerra dolorosa. La emigración española compartió con nosotros algunos de los frutos más brillantes del arte, de la poesía, de la música, de la filosofía y del derecho modernos de España.

Muchos mexicanos somos los que somos, y sin duda somos un poco mejores, porque nos acercamos a esos peregrinos y ellos nos ayudaron a ver mejor -Luis Buñuel-, a pensar mejor -José Gaos-, a oír mejor -Adolfo Salazar-, a escribir mejor -Emilio Prados, Luis Cernuda- y a concebir mejor la unión de la lengua y de la justicia, de las palabras y los hechos.

A nadie le debo más en este sentido que a mi viejo maestro don Manuel Pedroso, antiguo rector de la Universidad de Sevilla, que para mi generación en la Universidad de México le dio identidad española al estudio del derecho internacional, actualizando entre nosotros la tradición de Suárez y Vitoria, y preparándonos para decir y defender en el continente americano los principios del derecho de gentes: no intervención, autodeterminación, solución pacífica de controversias, convivencia de sistemas.

Estoy seguro de que a él le gustaría saber que lo recuerdo hoy, aquí, en otra gran Universidad, la de Alcalá de Henares, y en presencia suya, señor, pues nadie, como usted, ha hecho tanto para cerrar las heridas históricas y devolvernos, íntegra y generosa, a nuestra España, y nadie, más que Su Majestad la Reina, ha estado tan atenta al cultivo de la relación diaria, humana, gentílisima, entre nuestras dos patrias, España y México.

Gracias, entonces, por darle a mi pasaporte mexicano y manchego el sello de vuestra calidad espiritual.

Ahora abro el pasaporte y leo:

Profesión: escritor, es decir, escudero de Don Quijote.

Y lengua: española, no lengua del imperio, sino lengua de la imaginación, del amor y de la justicia; lengua de Cervantes, lengua de Quijote.

Muchas gracias".