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La sequía en el sur de África lleva a 21 millones de personas al hambre

  • Namibia, Zimbabue, Malawi y Zambia han decretado estado de emergencia nacional por la sequía extrema
  • El 20% de la población de Malawi vive en situación de inseguridad alimentaria extrema
Reportajes 5 continentes - La sequía lleva a millones al hambre en el sur de África

"Nuestra principal fuente de ingresos es la agricultura. En la última campaña no recolectamos suficiente ni para el consumo familiar, así que no pudimos vender. El cambio climático, la falta de lluvias, los altos precios de los productos agrícolas...", se lamenta a RNE Hilda Kennedy, una mujer en Chalkhumbira, zona rural en el sur de Malawi.

"Ayer no comimos y hoy tampoco tenemos nada que llevarnos a la boca. Nos acostamos simplemente bebiendo agua. Duele la barriga, pero no tenemos con qué comprar comida", cuenta Mary, otra vecina —madre de familia numerosa— con la cosecha arruinada.

La pobreza no es ajena a Malawi. El país históricamente ha figurado como uno de los más depauperados del mundo. En los últimos años, la situación ha empeorado mucho debido a fenómenos meteorológicos extremos. No habían salido de las consecuencias del ciclón Idai en 2019 cuando llegó Freddy en 2023.

Sin recuperarse, los efectos de El niño han llevado a una sequía como no se recordaba en décadas. Naciones Unidas ha llegado a calificarla como la peor del siglo.

Varias mujeres cocinan comida para repartir en las colas del hambre

Varias mujeres cocinan comida para repartir en las colas del hambre Sara Alonso

El 80% de la población malauí vive de la agricultura y depende de sus campos para la subsistencia. "Este año he plantado ya tres veces. Primero se secó y ahora nada más plantar ha llovido y lo ha arruinado todo", comenta Amy Nicola con resignación.

Tradicionalmente, la producción de maíz —la base de su dieta— les daba para el consumo anual y, en algunos casos, los excedentes les reportaban un dinero. En la última campaña, no produjeron ni para comer un trimestre en sus casas. Sin comida y sin ingresos, el resultado es el hambre. Y la penuria económica se convierte en emergencia humanitaria. En el país, hay 5,7 millones de personas en situación de inseguridad alimentaria extrema, según el Programa mundial de alimentos.

La ecuación es compleja porque, además de las altas temperaturas y las lluvias escasas, irregulares y en ocasiones torrenciales, los precios de los fertilizantes han subido tanto que muchos no los pueden usar, lo que lleva a peores condiciones para obtener una buena cosecha. Esto deviene de otro factor: una situación macroeconómica catastrófica, con una moneda devaluada que encarece todos los productos importados.

Las colas del hambre

Al llegar a la aldea, a un lado del camino, cientos de niños componen una fila. Están de pie y portan un tazón de plástico en la mano. Al otro, adultos forman una línea. Están sentados a la sombra del baobab y, sin excepción, llevan calderos. Son poco más de las seis de la madrugada. Todos quieren comer.

Los niños van a recibir alimento en unos minutos gracias al programa de la ONG Mary’s Meals. Un grupo de mujeres están preparándolos en la cocina. Los mayores, cuenta la líder de la comunidad, Dorothy Sumaili, no saben cuánto tendrán que esperar hasta que llegue un cargamento de harina de maíz, a precios subvencionados por el Gobierno. No se distribuye ni con la frecuencia ni en la cantidad necesaria.

Niños esperan el reparto de comida en el colegio de Mbayani en la ciudad de Blantyre

Niños esperan el reparto de comida en el colegio de Mbayani en la ciudad de Blantyre Sara Alonso

Desire tiene trece años, pero aparenta muchos menos. Es el menor de cuatro hermanos. "Muchos vienen de hogares donde desayunar es un lujo", cuenta Hilda Keneddy, que es también una de las cocineras. Lo es en el caso de este niño que, con el estómago vacío, camina cinco kilómetros para llegar hasta aquí. Su madre vende pescado en el mercado, pero en su casa no lo prueban.

"Antes de que nos dieran el desayuno —el proyecto ha arrancado este curso en la escuela— me dormía en clase. Tenía dolores. Temblaba tanto que no podía ni escribir del hambre. Tenía que irme para tratar de buscar algo de comer", sentencia.

"A veces tienes tanta hambre que no puedes hacer nada. Necesito comer para aprender", comenta Montfort, de once años, antes de ir a su clase. "Hasta las voluntarias cuando terminan el reparto rebañan la cazuela", comenta Agness Wakili, directora del centro. Hacen turnos porque hay lista de espera para participar.

La secuencia se repite en los más de mil colegios a los que Mary's Meals, Premio Princesa de Asturias de la Concordia 2023, alcanza. En Malawi, 1.100.000 niños reciben esta papilla enriquecida cada día antes de entrar a las aulas. No está concebida como única comida del día, pero es lo suficientemente nutritiva para cubrir sus necesidades si lo fuera. Y muchas veces lo es.

En busca de nuevas oportunidades

Las opciones de estas familias para sobrevivir son muy limitadas. Para llegar a Chalkhumbira, a unos 30 kilómetros de Blantyre, segunda ciudad más importante del país y capital económica, se tarda una hora. No nos hemos cruzado con apenas ningún vehículo a motor. Alguna moto, ningún coche. El medio para el transporte de mercancías aquí es la bicicleta.

Nos cruzamos con decenas de hombres rumbo al mercado con carbón vegetal. Su comercio, a fin de evitar la deforestación, es ilícito y se castiga duramente, pero no es, desde luego, ningún secreto. Son muchos los que desafían al equilibrio para avanzar con pacas de decenas de kilos sobre una precaria bicicleta. En los arcenes vemos a algunos parcheando la rueda. No son caminos fáciles de transitar y menos en esas circunstancias. Imposible huir a ninguna parte si alguien quisiera verdaderamente atajar su actividad.

En la aldea mayoritariamente se ve a mujeres. Algunas caminan con leña sobre su cabeza. Annie, por ejemplo, se dedica a esto. También las vemos con cubos de agua. Mary nos cuenta que va al pozo para personas que no pueden transportarla. Joyce caza saltamontes para vender. Trabajos informales, duros, que reportan irrisorios beneficios.

Una mujer en Malawi carga un cubo con agua

Una mujer en Malawi carga un cubo con agua Sara Alonso.

En este contexto, algunos se mudan a la ciudad, tratando de buscar una salida. El barrio de Mbayani, en Blantyre, está superpoblado y lleno de pequeños comercios por todas partes. "La mayoría son migrantes, personas llegadas de otras partes del país", cuenta Violet Kamanga, coordinadora social del centro de primaria.

Tiene 5.000 alumnos. Cinco son los hijos de Marjoy que se dedica a sacar arena del río para su uso en construcción y, aunque también lava ropa para otras familias, no llega a lo más básico con la inflación disparada como está. "Los precios de los productos más elementales, el maíz, la harina y hasta la sal, han subido muchísimo", dice. El coste del maíz, de hecho, está en máximos históricos. El saco de 50 kilos se vende a 6.5000 Kwachas (36 euros).

"Con lo que tengo, solo me da para comprar bolsas más pequeñas que me sale más caro", continúa. En concreto, por un cubo de 5 litros se pagan 7.500 kwachas (4 euros). "No nos da con lo que ganamos para cubrir nuestras necesidades", sentencia mientras apunta que esta tarde necesita comprar jabón para seguir trabajando.

"Mis padres, también mi hermana, viven en Sudáfrica", cuenta Amos (15 años) a cargo de uno de sus hermanos. Les mandan dinero, pero no le alcanza. Las remesas de la diáspora malauí, aunque sean pequeñas cantidades lo que envían, suponen un 1,4% del PIB según el Banco Mundial. Los padres de Fatra (16) también pusieron rumbo a Sudáfrica, un país que tradicionalmente ha sido receptor de mano de obra extranjera, sobre todo para trabajar en sus minas. El último censo de 2022 habla de 200.000 malauís en ese país, pero cada vez son más los que se marchan, allí o a otros países vecinos. Fatra, que vive con sus abuelos, vio por última vez a su madre hace dos años. La extraña.

La educación: el futuro

"La comida es como un imán. No solo reducimos la malnutrición, sino también el absentismo. Ahora los niños vienen al colegio porque hay comida", sonríe satisfecha la directora, Doreen Longwe.

"Mi principal preocupación es que mis hijos terminen la primaria", nos dice Marjoy. "Con nuestra capacidad económica no creo que puedan ir más allá", comenta con cierta tristeza. A partir de secundaria la educación es de pago e inasumible para la mayoría. "Me gustaría ser profesora, pero mis cuatro hermanos mayores dejaron de estudiar porque mis padres no se lo podían permitir, así que no sé si podré", dice Elube (12).

Los niños son perfectamente conscientes de su situación, aunque no por ello dejan de tener sueños. Kevin (15) quiere ser médico y comprarle a su madre viuda una casa porque no le gusta donde viven. Mercy (12) quiere convertirse en agente de banca. Clement (14), ingeniero. "Mi esperanza es que mis hijos crezcan bien, tengan trabajo y puedan cuidar de mí", cuenta Annie, divorciada, a cargo en solitario de sus dos pequeños.

Más allá de lo familiar, estos niños —más del 40% de la población tiene menos de 14 años— son el futuro de un país que afronta enormes desafíos. Uno de ellos, el cambio climático, exige una adaptación de sus cultivos para que la historia no se repita cíclicamente, cada vez con mayor frecuencia.