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La Unión Soviética, sueño y pesadilla de Putin 25 años después de su desintegración

  • Se cumple un cuarto de siglo del golpe fallido que precipitó el fin de la URSS
  • El presidente ruso está empeñado en recuperar la antigua grandeza de Rusia
  • Su mensaje es que el país necesita un líder fuerte contra Occidente
  • Sin embargo, él mismo ha descartado recomponer el imperio desmembrado

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El presidente ruso, Vladímir Putin
El presidente ruso, Vladímir Putin

La bandera soviética todavía ondearía cuatro meses más en el Kremlin, pero aquel símbolo ya era el pasado: hace 25 años, el 19 de agosto de 1991, un golpe de estado fallido a cargo de los sectores más conservadores del Partido Comunista precipitó la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), un hito histórico considerado "la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX" por el actual presidente ruso, Vladímir Putin, empeñado en recuperar la antigua grandeza de Rusia y en revertir las consecuencias de aquel desmoronamiento.

Para Putin, Rusia y la Unión Soviética siempre fueron lo mismo y, aunque admite que "era necesario reformar los sistemas político y económico, había que luchar por la integridad territorial del Estado ruso, porque aunque los bolcheviques lo llamaron URSS, en realidad era Rusia".

De la noche a la mañana, 25 millones de rusos se despertaron fuera de Rusia

"De la noche a la mañana, 25 millones de rusos se despertaron fuera de Rusia", aseguró Putin en una entrevista para un documental sobre la caída del imperio: hasta 15 países independientes surgieron de la división de la URSS, algunos que se alinearon con Occidente y otros que permanecieron en la órbita del Kremlin.

Aunque las tres repúblicas bálticas ya habían dado el pistoletazo de salida a la desintegración en 1990, fue la asonada la que allanó el camino para que el resto de repúblicas declararan su independencia, proceso que el líder soviético, Mijaíl Gorbachov, no pudo parar.

Pelear por la integridad del territorio

Putin argumentaba a principios de este año que Gorbachov debía haber luchado "por la integridad territorial de nuestro Estado [...] y no esconder la cabeza bajo la arena, dejando el culo al aire". La herida aún escuece entre los nostálgicos, ya que los bolcheviques heredaron un gran imperio forjado a sangre y fuego por los zares y que se extendía por toda Eurasia.

La Gran Rusia no sólo dejó de ser una gran potencia de la noche a la mañana, sino que perdió numerosos territorios e ingentes recursos naturales, que la convirtieron en un gigante con pies de barro.

Mijaíl Gorbachov es depuesto como presidente de la URSS, cargo que pasa a ocupar el vicepresidente Yanavez. El comité formado por los golpistas decreta el estado de emergencia por seis meses. El sector conservador del Gobierno y algunos mandos del Ejército justifican el golpe por el fracaso de la perestroika.

Como ha quedado demostrado en los últimos años, el Kremlin nunca aceptó ese nuevo statu quo, que consideró una humillación, y no le ha importado ser condenado por la comunidad internacional y recibir una batería de sanciones con tal de revisar el testamento postsoviético.

Esa batalla se libra ahora, literalmente, en Ucrania: no solo era el granero de Europa, sino que representaba la hegemonía sobre el mar Negro y era el perfecto cinturón de seguridad para Moscú.

Ucrania, el gran campo de batalla

Pero los ucranianos han ido gradualmente rompiendo lazos con el vecino del norte, que intentó frenar la ruptura con palancas de presión como el gas para evitar su acercamiento a Occidente y su ingreso en la OTAN.

La ruptura definitiva se produjo cuando Putin convenció al Gobierno ucraniano para que renunciara en 2013 a firmar un acuerdo de asociación con la Unión Europea, lo que los ucranianos interpretaron como una injerencia intolerable.

Rusia aprovechó el vacío de poder provocado por la revolución en Kiev para hacerse con Crimea, estratégica península que garantiza el control del mar Negro, y apoyar abiertamente a los separatistas del este del país, remarcando que seis regiones, entre ellas las sublevadas Donetsk y Lugansk, no formaban parte del territorio ucraniano antes de la revolución bolchevique de 1917.

Todos esos territorios fueron entregados a Ucrania por el Gobierno soviético. Dios sabrá por qué lo hicieron

"Todos esos territorios [las actuales regiones de Donetsk, Lugansk, Odessa, Nikoláev, Jersón y Járkov, conocidas en la Rusia zarista como Novorossia] fueron entregados a Ucrania por el Gobierno soviético. Dios sabrá por qué lo hicieron", comentaba Putin en abril de 2014, poco después de la anexión Crimea, otra "tierra rusa regalada" a Kiev en tiempos de la URSS.

El repudio de los años noventa

Más allá de la desmembración del estado soviético, los años noventa del siglo pasado han quedado en la memoria de una mayoría de los rusos como una etapa de empobrecimiento y criminalidad generalizados, la "mafia rusa", el capitalismo salvaje y la humillación nacional por haber perdido la batalla a Occidente.

Tan sólo una exigua minoría -tachados ahora de liberales, un insulto en boca de la propaganda oficial- recuerda esos años como una bocanada de libertad nunca antes vista en Rusia, un país con poca tradición democrática, gobernado durante siglos por regímenes absolutistas, totalitarios o autoritarios, en el mejor de los casos.

20 años del intento de golpe de estado contra Gorbachov que abrió el camino a la desaparición de la URSS

Putin se ha apoyado hábilmente en el fantasma de los años noventa, ya fuera para los sucesivos giros hacia el autoritarismo o para justificar algunas de sus decisiones más polémicas, como la segunda guerra de Chechenia o incluso, en cierta medida, la anexión de Crimea.

Así, a los primeros dirigentes de la Rusia postsoviética se les culpa de corrupción y despilfarro del legado de la URSS, de servilismo con Occidente, de "vender el país" a sus enemigos y de una manifiesta debilidad para conservar la integridad territorial del país.

Un líder fuerte contra Occidente

En contraste con ese legado, el mensaje transmitido sin cesar por los medios de propaganda rusos, sobre todo desde la anexión de Crimea y el empeoramiento de las relaciones con Occidente, se resume en que el país necesita de un líder fuerte para no ser una marioneta en manos de Occidente, que, según Putin, sueña con despedazar a la gran Rusia para someter después a cada una sus partes.

Estados Unidos y sus aliados "casi lo consiguieron en los noventa", reza esta versión de la historia, "cuando brindaron todo su apoyo a los terroristas chechenos, a los que elevaron a los altares de la noble lucha por la libertad y la independencia frente al feroz imperio ruso".

En la Rusia de Putin, nadie pone en duda que el país adolece de una corrupción endémica, reconocida como tal incluso por el propio líder ruso, pero la creencia común es que este mal alcanzó su cima en la década de los noventa. Los rusos no confían en las instituciones democráticas y mucho menos en la honestidad de sus dirigentes: la excepción es Vladímir Putin, al que una gran mayoría (la popularidad del presidente supera el 85 %) atribuye la casi divina cualidad de cuidar al rebaño de los lobos.

Quién no lamenta la desintegración de la URSS, no tiene corazón. Pero el que desea su restitución, no tiene cabeza

Él, pese a la nostalgia por la Unión Soviética, su influencia y el respeto que infundía, no tiene entre sus objetivos recomponer el imperio perdido, como comentó en una ocasión: "Quién no lamenta la desintegración de la URSS, no tiene corazón. Pero el que desea su restitución en su antigua forma, no tiene cabeza".