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Discurso Mario Vargas Llosa, Premio Cervantes 1994

  • Es uno de los miembros destacados del boom hispanoamericano.
  • Practica, asimismo, el ejercicio del ensayo, el periodismo y la crítica literaria.
  • Por su disciplina dijo Onetti que "mantenía relaciones matrimoniales con la literatura".

Por
Mario Vargas Llosa, Premio Cervantes 1994
Mario Vargas Llosa, en una imagen de archivo.

El escritor hispano-peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) fue el Premio Cervantes 1994. Y prefiere no incidir en lo mucho y muchas veces repetido sobre la genial novela de Cervantes, para resaltar que “el Quijote es también una ficción sobre la ficción, sobre

lo que ella es y la manera como opera en la vida, el servicio que presta y los estragos que puede causar”. Un discurso que versa sobre la realidad de la ficción, sobre cómo se combate la realidad con la fantasía, sobre cómo Don Quijote sale de la realidad para vivir la fantasía, y, en definitiva, sobre cómo algunos viven la ficción hasta las últimas consecuencias.

Discurso Mario Vargas Llosa, Premio Cervantes 1994

Discurso íntegro de Mario Vargas Llosa

"La tentación de lo imposible.

Hay algo abrumador en obtener un Premio llamado Cervantes y recibirlo en Alcalá de Henares, la ciudad donde nació el padre y maestro mágico de nuestra literatura, en una ceremonia realzada por la presencia de Sus Majestades. Y que este acto tenga lugar precisamente el día que se conmemora, con la muerte del autor del Quijote, la vigencia de una lengua a la que su genio inyectó un torrente de vida y de fantasía que todavía bullen, rebosantes de juventud, cada vez que abrimos la historia del Caballero de la Triste Figura. ¿Qué puede decir este afortunado escribidor que no haya sido ya dicho sobre Cervantes? ¿Qué añadir sobre su obra que no rechine como disco rayado?

La vertiginosa bibliografía y el culto oficial de que es objeto, lo han, en cierta forma, petrificado, como a Homero, Dante o Shakespeare, esos autores que con él han pasado a ser símbolos de una lengua y una cultura, haciéndonos olvidar, a menudo, que el icono semi-divinizado por el respeto y las venias de las generaciones fue una criatura de carne y hueso enfrentada, como las demás, a las emboscadas de un destino incierto y que su obra no resultó del milagro ni el azar, sino de la voluntad, el trabajo, la artesanía y la paciencia. En ningún otro de esos creadores es tan visible ese relente de humanidad identificable por el hombre común, como en la vida azarosa que se inició en esta ciudad, algún día del otoño de 1547, de Miguel -el hijo de Rodrigo Cervantes, barbero y cirujano chambón, que vivió acosado por los pleitos y huyendo de la mala suerte. Ésta fue la única herencia que legó a su hijo, al parecer: los infortunios -juicios, excomuniones, fugas, estrecheces de una existencia que, pese al asedio de los historiadores, conserva todavía grandes zonas de sombra y, como la de Shakespeare, tenemos en buena parte que adivinar. Pero sí sabemos con certeza que la vida de Cervantes fue la de un ciudadano sin títulos ni fortuna, que vivió en la medianía, aunque los dos arcabuzazos que recibió en Lepanto y la mano izquierda que le quedó anquilosada hayan inducido a los hagiógrafos a izarlo sobre el zócalo del héroe. No lo fue, por lo menos no en el sentido épico de la expresión, sólo en ese otro, discreto, que es el heroísmo de las gentes anónimas, por haber resistido sin desfallecer tantos reveses y pellejerías -los cinco años de cautiverio en Argel, la esclavitud en manos del renegado griego Dalí Mamí, las negativas de los burócratas cuando quiso servir a la corona en Indias, las cárceles por deudas, y la amargura de no alcanzar la gloria en el género príncipe -la poesía-, debiendo contentarse con la plebeya narrativa, tan lejos de la cúspide intelectual y tan cerca del populacho.

El Quijote nos muestra que, a través de la creación artística, el hombre puede alcanzar una forma de inmortalidad

La vida de Cervantes nos emociona o entristece pero no nos admira: era la precaria del español de a pie de esos tiempos convulsos. Lo que nos desconcierta es que de esa vida marcada por la sordidez, hubiera podido surgir una aventura tan generosa como la del Quijote, esa novela sobre la cual parece haberse dicho ya todo, y, sin embargo, vez que la releemos descubrimos que aún falta tanto por decir.

Toda obra genial es una evidencia y una incógnita. El Quijote como la Odisea, la Commedia o el Hamlet, nos enriquece como seres humanos, mostrándonos que, a través de la creación artística, el hombre puede romper los límites de su condición y alcanzar una forma de inmortalidad; al mismo tiempo nos fulmina, haciéndonos conscientes de nuestra pequeñez, contrastados con el gigante que concibió esa gesta. ¿Cómo pudo perpetrar un deicidio semejante? ¿Cómo fue posible desafiar de ese modo la creación del Creador? Escribiendo la historia del Ingenioso Hidalgo, Cervantes potenció la lengua española a unas alturas que nunca había alcanzado y puso un tope emblemático para quienes escribimos en ella; y renovó el género novelesco, dotándolo de una complejidad y sutileza tan vastas como la ambición, destructora y reconstructora del mundo que lo anima. Desde entonces, todas las novelas se medirían con la marca que ella puso, ni más ni menos que todo el teatro estaría siempre espiando a hurtadillas al de Shakespeare, como piedra de toque.

Que fue y es una gran novela cómica y a la vez muy seria, que ella recrea en un mito sencillo la insoluble dialéctica entre lo real y lo ideal, que a la vez que pulverizaba las novelas de caballerías les rendía un soberbio homenaje, nos lo han explicado los críticos. Pero, han dicho menos que, entre las muchas cosas que es, como todos los grandes paradigmas literarios, el Quijote es también una ficción sobre la ficción, sobre lo que ella es y la manera como opera en la vida, el servicio que presta y los estragos que puede causar. Este tema reaparece en todas las literaturas porque es un tema permanente en la vida de las gentes, y ningún novelista lo ha descrito con tanta perfección, en una historia tan seductora y tan clara, como lo hizo Cervantes, acaso sin siquiera proponérselo ni saber que lo hacía.

Novela cómica y a la vez muy seria, el Quijote recrea la dialéctica entre lo real y lo ideal

Se trata de algo muy simple, en un principio, aunque luego se vuelva complicado. Hombres y mujeres no están contentos con las vidas que viven, que se hallan siempre por debajo de sus anhelos y, como no se resignan a renunciar a esas vidas que no tienen, las viven en sueños; es decir, en los cuentos que se cuentan. La literatura es una rama de ese árbol opulento: la ficción. Ese quehacer, inventarse y contarse historias para soportar mejor la historia que se vive es antiquísimo como el lenguaje y sin duda se practicó desde que las primeras manifestaciones de una comunicación inteligente sustituyeron a los gruñidos y brincos del antropoide, en la caverna primitiva. Allí debieron de escucharse, junto al fuego, las primeras ficciones, en la misma actitud reverencial con que, a lo largo de los milenios y a lo ancho de todas las geografías, las escucharían los niños de boca de las abuelas, las tribus convocadas en los claros del bosque por habladores y chamanes, los vecinos en las plazas de las aldeas cantadas por los cómicos de la legua, y los poderosos en los salones de las cortes y palacios recitadas por los troveros. Con la escritura, la ficción pasó al libro, que fijó lo que hasta entonces era un universo perecible de oralidad. La literatura estabilizó, dio permanencia a los mitos y prototipos cuajados en la ficción: gracias a ella, de un modo misterioso, esa vida alternativa, creada para llenar el abismo entre la realidad y los deseos sobre el cual se columpia la criatura humana, obtuvo derecho de ciudad y los fantasmas de la imaginación pasaron a formar parte de lo vívido, a ser, en palabras de Balzac, la historia privada de las naciones.

Una ficción es un entretenimiento sólo en segunda o tercera instancia, aunque, por supuesto, si también no lo es, ella no es nada. Una ficción es, primero, un acto de rebeldía contra la vida real y, en segundo, un desagravio a quienes desasosiega el vivir en la prisión de un único destino, aquellos a los que solivianta esa "tentación de lo imposible" que, según Lamartine, hizo posible la creación de Los miserables de Victor Hugo, y quieren salir de sus vidas y protagonizar otras, más ricas o más sórdidas, más puras o más terribles, que las que les tocó. Esta manera de explicar la ficción puede parecer truculenta, tratándose de lo que a simple vista no es más que el benigno pasatiempo de un señor que, en la noche, antes de que le vengan los bostezos, perpetra el crimen de Raskálnikov y se duerme, o de la virtuosa señora que toma el té de las cinco cometiendo las travesuras de las damas de Bocaccio sin que se entere su marido. Pero, como nos muestra Alonso Quijano, la ficción es algo más complejo que una manera de no aburrirse: el transitorio alivio de una insatisfacción existencial, un sucedáneo para ese hambre de algo distinto a lo que ya somos y ya tenemos, que, paradójicamente, la ficción aplaca al mismo tiempo que exacerba. Porque esas vidas prestadas que son nuestras gracias a la ficción, en vez de curarnos de nuestros deseos, los aumentan y nos hacen más conscientes de lo poco que somos comparados con esos seres extraordinarios que maquina el fantaseador agazapado en nuestro ser.

Una ficción es un acto de rebeldía contra la vida real

La ficción es testimonio y fuente de inconformidad, desacato del mundo tal como es, prueba irrefutable de que la realidad real, la vida vivida, están hechas apenas a la medida de lo que somos, no de lo que quisiéramos ser, y por eso debemos inventar unas distintas. Esa vida ficticia, superpuesta a la otra, sobre todo cuando ella es sobresaliente, como en los tiempos en que Cervantes escribió su epopeya, no es un síntoma de felicidad social, más bien de lo contrario. ¿Para qué necesitaría una sociedad procrear en su seno esas vidas paralelas, esas mentiras, si la que tiene le bastara, si las verdades de la existencia la colmaran? La aparición de una gran novela es siempre indicio de una rebeldía vital, articulada en la configuración de un mundo ficticio, que, guardando el semblante del mundo real, en verdad rechaza a éste y lo cuestiona. Ésa es, tal vez, la explicación de la fortaleza con que Cervantes parece haber sobrellevado su circunstancia: desquitándose de ella con un deicidio simbólico, reemplazando la realidad que lo maltrataba con el esplendor de la que, sacando fuerzas de sus decepciones, inventó para oponerle.

Combatir la realidad con la fantasía, que es lo que hacemos todos cuando contamos o fabricamos historias es un juego entretenido mientras nos mantengamos lúcidos sobre las fronteras inquebrantables entre ficción y realidad. Cuando esa frontera se eclipsa y ambas órdenes se confunden, como ocurre en la mente del Quijote, el juego cede el lugar a la locura y puede tornarse tragedia. Ahora bien, aunque es evidente que el temerario manchego acomete un sinfín de disparates, pues actúa con una percepción de lo real esencialmente falsa, o, mejor, falseada por la ficción caballeresca, sus excentricidades no le han merecido nunca el desprecio de los lectores. Por el contrario, incluso para sus contemporáneos, que leyeron el libro riéndose a carcajadas y vieron en él sólo una novela risueña, el esmirriado manchego que arremete contra molinos de viento creyéndolos gigantes, toma la bacía de un barbero por el yelmo de Mambrino y ve castillos y palacios en las ventas del camino, apareció como un ser moralmente superior, empeñado en una aventura noble e idealista, aunque, a causa de la desbocada fantasía que enturbia su razón, todo le salga al revés. Desde un principio, los lectores se identifican con el Quijote, que ha sucumbido a la tentación de lo imposible tratando de vivir la ficción, y toman una distancia perdonavidas del buen Sancho Panza, a quien, por su sentido común, por vivir amurallado dentro de lo posible, se ha convertido en encarnación de una deleznable forma de humanidad, la del hombre en el que la materia sofoca al espíritu y cuyo horizonte vital es mezquino de tanto pragmatismo.

Si hubiera prevalecido el pragmatismo de Sancho, no habría habido novela o habría sido aburridísima

Juzgando en frío, hay una gran injusticia en esta desigual valoración de la célebre pareja, al menos si la perspectiva del juicio se desplaza de lo individual a lo social. Pues, lo cierto es que esos rechazos del Quijote al mundo tal como es provocan múltiples desaguisados, tropelías y aun catástrofes: destruyen bienes ajenos, ponen en libertad a peligrosos criminales, diezman rebaños, aterran o dejan tundidos y birlados a humildes aldeanos. Las empresas del Quijote sólo son simpáticas a sus lectores, de ninguna manera a esos pobres diablos que su fantasía convierte en encantadores, encantados o caballeros andantes y a los que trata a menudo de ensartar con su lanzón. Si hubiera prevalecido el pragmatismo de Sancho, su comprensión cabal de las cosas de este mundo, el Quijote tendría, al final de la historia, los lomos menos magullados y su boda más dientes. Pero, entonces, no habría habido novela -o ella habría sido aburridísima- y la lengua y la literatura españolas serían menos fecundas de lo que son.

Lo que quiere decir, por lo menos, dos cosas. La primera, que en el Quijote no admiramos a un personaje real sino a un fantasma, a un ser de ficción, y que lo que nos aleja de Sancho es que, a diferencia de su amo, no se despega demasiado de nosotros, y por eso su manera de actuar y ver las cosas no nos parecen las de un ser novelesco sino las de un mero mortal. Y eso me lleva a la segunda conclusión: que la razón de ser de la ficción, no es representar la realidad sino negarla, trasmutándola en una irrealidad que, cuando el novelista domina el arte de la prestidigitación verbal como Cervantes, se nos aparece como la realidad auténtica, cuando en verdad es su antítesis.

Ése es, acaso, el simbolismo del Quijote que mueve más íntimamente nuestra solidaridad hacia su desgarbada silueta: él ha convertido en práctica cotidiana esa ficción que el común de los mortales necesita también para rellenar los vacíos de la vida pero sólo visita a ratos, cuando sueña, lee o asiste a un espectáculo, es decir, cuando se desdobla, ayudado por la imaginación. El Quijote no se desdobla: sale de sí de verdad, cruza los límites prohibidos, hacia los espejismos de la ficción, y ni los peores reveses consiguen regresarlo al mundo real. Más que el contenido de su sueño o su tabla de valores, lo que en él es eterno es el hambre de ficción que lo carcome, tan avasallador que lo empuja a ese enloquecido trueque: dejar de ser de carne y hueso para tornarse quimera, ilusión.

Es verdad que la empresa quijotesca -salir de la realidad propia para vivir la fantasía- ha dado tipos humanos excepcionales, gracias a cuyas temeridades el mundo ha progresado en el dominio del conocimiento y que sin ellos la vida sería mucho más gris de lo que es. El progreso científico, social, económico, cultural, se debe a soñadores así: sin ellos no se habría descubierto aún América, ni la imprenta, ni los derechos humanos y seguiríamos zapateando en la tierra para que cayera la lluvia sobre las cosechas. Pero también es cierto que el llamado de lo irreal, al aguijonear en hombres y mujeres el apetito de lo que no tienen ni tendrán, ha aumentado, considerablemente, su infelicidad. Se trata de un problema insoluble, pues no hay una manera realista de que aquello que intenta el Quijote sea posible y lleguemos a vivir, simultáneamente, en la vida objetiva de la historia y en la subjetiva de la ficción.

La manera como la literatura influye en la vida es misteriosa

Pero sí hay una manera figurada, y es la que pactan Cervantes y sus lectores, claro está. De ese contrato subconsciente que firman el novelista y su público para jugar a las mentiras depende la novela, género nacido para completar las incompletas vidas de los mortales con aquellas raciones de heroísmo o de pasión, de inteligencia o de terror, que añoran porque no las tienen o no en las dosis que exige su imaginación, ese combustible de la disidencia vital. Es verdad que la ficción es un paliativo fugaz para el desasosiego que surge de la conciencia de nuestros confines, la imposibilidad en que nos hallamos de ser y hacer todo lo que nuestra fantasía reclama. Pero, aun así, gracias a ella nuestras vidas se multiplican en un universo de sombras que, aunque frágiles y amasadas con una leve materia, se incorporan a nuestras vidas, influyen en nuestros destinos y nos ayudan a solucionar el conflicto que resulta de esa extraña condición nuestra de tener un cuerpo condenado a una sola vida y unos apetitos que nos exigen otras mil. La manera como la literatura influye en la vida es misteriosa y todo lo que se diga al respecto debe tomarse con cautela. ¿Hizo la ficción más desdichado o más feliz a don Alonso Quijano? De un lado, lo puso en entredicho con el mundo, lo hizo estrellarse contra la terca realidad y perder todas las batallas. De otro ¿no vivió así más plenamente que los demás? ¿Hubiera sido más envidiable su destino sin esa porfía suya en proyectar sobre el mundo las criaturas de su espíritu? ¿No hay, en esa empresa insensata, algo que nos redime de la rutina, no nos hace vivir algo de todo aquello que no hicimos, ni fuimos, y hemos vivido añorando, soñándolo?

Por eso, si todos los seres humanos que recurren a las ficciones tienen por el Quijote una devoción particular, los que dedicamos nuestras vidas a escribirlas, nos sentimos recónditamente afectados por su historia, que simboliza la que emprendemos cada vez que, enfrentados a la página en blanco con la fantasía y las palabras, lo emulamos en el afán de arraigar lo imaginario en lo cotidiano, la ilusión en la acción, el mito en la historia, y encontramos en su aventura aliciente para las nuestras.

Pero, quizás, estas consideraciones sean demasiado abstractas para hablar de una vocación, la del contador de historias, que es a la que debo estar hoy día aquí, en la patria chica de don Miguel de Cervantes, recibiendo este Premio que honra su memoria y que me honra , de mano de los Reyes de España. Como todo el que escribe historias, yo fui lector antes que escribidor, y, antes que lector, fui, por supuesto, escuchador de ficciones. Mi vocación debió nacer al conjuro de aquella otra vida que te revelaron los cuentos de los abuelos, o de la tía abuela Elvira, la Mamaé, en Cochabamba, cuando era un pequeño déspota de pantalón corto, que, por lo visto, exigía una historia con principio y final por cada cucharada de sopa. Yo era entonces inmensamente feliz, viviendo, como Alonso Quijano, "todo absorto y empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos". Pinocho, La Sombra, El Coyote, Bill Barnes, el pequeño Guillermo, Mandrake y Nostradamus, las correrías del Zorro en la Misión de San Juan de Capristano, las de Sandokán y el fiel Yáñez en Malasia y las historias que irrumpían en la casona de Ladislao Cabrera con El Peneca y el Billiken llenaban mis días de exaltación. En mi memoria, aquellos personajes se conservan más vívidos que Gumucio, Román, Artero, Zapata y Ballivián y demás compañeros de.La Salle con los que reproducíamos sus hazañas en los patios y techos de la casa. (Olmedo lloriqueaba porque, para entrar en el juego, debía hacer de Chita, el mono de Tarzán).

No sé cuándo oí hablar por primera vez de Don Quijote, pero me gustaría que hubiera sido allí, en Bolivia, y de boca del abuelo Pedro, a quien mi infancia debió tanto, un señor que tenía una frente muy ancha y una gran nariz. Escribía versos festivos cuando se presentaba la ocasión, contaba cuentos con mañas de brujo y me incitó a leer libros soberbios. Pero sí recuerdo con precisión que mi primera tentativa de entrar en El Quijote, en algún año de la Secundaria, fue un fracaso: a cada párrafo, las palabras difíciles y los giros arcaicos pulverizaban la ilusión, y a mí lo que me gustaba de las novelas -lo que me gusta todavía de las novelas-, era que me abolieran y transubstanciaran, como a Alonso Quijano las del Amadís y del Espliandán, y me hicieran enamorarme, combatir, enfurecerme, llorar, matar y resucitar. Sólo años después, y gracias a La ruta de Don Quijote (1905), de Azorín, relato de su recorrido por La Mancha en pos de las huellas de Cervantes, volví a leerlo, hasta el final.

Para entonces era un devorador desaforado de historias ajenas y garabateador de algunas propias. No sospechaba que llegaría a ser un escritor pero ya me desvelaba esa ambición, que parecía todavía más improbable que esas otras, acariciadas en secreto: ser marino, torero, aviador, legionario, explorador, mosquetero, rey del mambo y conquistador de la India y de Brigitte Bardot. Pero sí sabía que siempre sería un lector empedernido de novelas porque las horas que pasaba sumido en esa vorágine de destinos excepcionales, paisajes exóticos y gentes estimulantes, eran siempre las mejores. Sin exageración puedo decir, por eso, que entre mis quince y veinte años, mientras estudiaba Letras y Derecho y manufacturaba noticias y reportajes alimenticios, me las arreglé, sin salir de Lima, para combatir al Kuomintang con los camaradas chinos en las calles de Shangai, perseguir a un gran cetáceo blanco por los mares de Oceanía en un ballenero de Nueva Inglaterra, vivir la bohemia de la entreguerra en los cafés de Montparnasse, mudar en cucaracha y ser ejecutado por un ignoto crimen en una ciudad que pudo ser Praga, sufrir la derrota napoleónica en la morne plaine de Waterloo, asfixiarme de oscuras fobias y retorcidas animosidades en el violento Deep South, y, ayudado por la linda Placer-de-mi-Vida, cometer gongorinas bellaquerías con Carmesina, la heredera de Grecia, mientras devastaba el Imperio Turco. Malraux, Melville, Hemingway, Kipling, Kafka, Victor Hugo, Stendhal, Faulkner, Johanot Martorell, Balzac, Flaubert, Tolstoi y tantos otros fabuladores formidables, debieran comparecer a recibir este premio conmigo, pues sin ellos, que deslumbraron mi juventud y me enseñaron a animar los sueños en la vida gracias a las palabras, no habría llegado a ser un escritor.

No habría podido escribir lo que he escrito sin España

La literatura ha sido mi primer y más grande amor, la más querida de las servidumbres, pero sé de sobra que tampoco habría podido consagrar mi tiempo a mi vocación como lo he hecho, ni escribir lo que he escrito, ni publicar lo que he publicado, ni, por cierto, estar hoy aquí, recibiendo el Premio Cervantes, sin España, la tierra de los remotos antepasados que es ahora también la mía. Quién me iba a decir, en aquel verano de 1958, cuando desembarqué en el puerto de Barcelona y corrí a las Ramblas a identificar los lugares descritos por Orwell, en su Homenaje a Cataluña, que llevaba escondido en la maleta, que, a partir de entonces, mi vida daría un vuelco mágico. La acción de gracias sería interminable pero creo que puedo reducirla a algunos reconocimientos. El primero, a esos médicos catalanes, amantes de los cuentos y de Leopoldo Alas, que editaron mi primer libro. Y a Carlos Barral, poeta, editor y compinche queridísimo a quien nunca podremos agradecer bastante lo que hizo por desembotellar la vida cultural de los sesenta y unir, en un gran intercambio de libros, ideas, valores y amistades, a lectores y escritores de ambas orillas del Océano. Había algo quijotesco en Carlos Barral, en su flacura con úlceras y su desprecio al mundo comestible, en su munificencia de señor renacentista y sus desplantes retóricos, pero, sobre todo, en su aptitud para desobedecer la realidad, trabajar contra sus intereses, preferir la forma al contenido -el teatro a la vida- y vivir la ficción hasta sus últimas consecuencias, es decir, la derrota y la muerte. Antes de ser derrotado definitivamente se dio maña para abrir las puertas de España a la mejor literatura moderna y para promover a una serie de escritores nuevos, yo entre ellos, que, sin su aliento, su fe en lo que hacíamos y sus maquiavelismos para sortear la censura, jamás habríamos salido del limbo. Tendría, también, que citar a otros editores, críticos benevolentes, compañeros del oficio y, por supuesto, a los lectores españoles, esas amigas y amigos invisibles que estuvieron siempre allí para levantarme la moral. Pero, sería interminable y me contentaré sólo con agradecer lo mucho que le deben mis libros, mi familia, mi persona pública y mis demonios inconfesables a quien, desde hace treinta anos, en su torre de vigía de la ciudad Condal, organiza y desorganiza como una hada madrina fugada, de los manuscritos de Cide Hamete Benengeli, mi trabajo de escritor, defendiéndolo de toda clase de peligros, empezando por mí mismo. Terror de editores, conspiradora pertinaz, pródiga amiga, cómplice de mil y una aventuras, se llama Carmen Balcells y juraría que anda por aquí, llorando como una Magdalena. Y ahora, para terminar, con permiso de Sus Majestades, quisiera contarles un cuento.

¿Qué homenaje podría aprenciar más don Quijote que el una ficción viva?

¿Hay manera mejor de recordar a don Miguel de Cervantes Saavedra que practicando, el día de su fiesta, este oficio al que su genio dio tanta gloria? ¿Y qué homenaje podría apreciar más don Quijote de la Mancha, ese fantaseador indoblegable, que el de una ficción viva, desplegando sus alas en el aire culto de este claustro? Se trata de una historia que no es mía y que ni siquiera es inventada, pues la leí en un periódico, hace meses. Desde entonces, me ronda en la memoria como una tierna alegoría sobre los poderes y maleficios de la ficción.

Aquel caballero madrileño, hoy un hombre entrado en años, era un mozalbete sin barba al que un día, de pura casualidad, cayó en las manos una novela de autor ruso, no sé cuál. Le gustó tanto, pasó tan bien aquellas horas, trasladado en espíritu de Madrid a Moscú, o San Petersburgo, o a algunas de esas mansiones perdidas en la inmensidad de las estepas donde ocurren las historias de Gogol o los dramas de Chéjov, que el joven de mi cuento empezó a buscar afanoso otras novelas rusas y a devorarlas. Lo que fue al principio una curiosidad, un pasatiempo, se convirtió con los meses y los años en una vocación, en un vicio, en una enfermedad. No se hizo escritor, ni crítico literario, ni profesor de letras eslavas, ni aprendió ruso. Fue y es todavía, solamente -pero ese solamente es un universo- lector de novelas rusas traducidas al español. Ahora, gracias a él, sabemos que hay miles de cuentos y novelas rusas vertidos a nuestra lengua, y lo sabemos porque todos esos libros están, o tarde o temprano estarán, en la biblioteca de este señor que les profesa el mismo amor que Alonso Quijano a las novelas de caballerías. Mi ferviente lector, a lo largo de su vida, mientras terminaba los estudios de Leyes, se recibía de abogado, y practicaba su profesión, paralelamente llevaba una doble y suntuosa vida, allá, en Rusia. Quiero decir que recorría las librerías nuevas y viejas de Madrid en busca de novelas rusas, que compraba, leía y releía. Lo ha venido haciendo, toda una vida. Lo hace todavía. Los años no han entibiado su entusiasmo; el reportaje de mi cuento lo mostraba en pleno forma, relatando con regocijo sus cacerías por el Rastro, por los puestos y estanterías de las esquinas y mostrando su botín, esos volúmenes que han invadido los cuartos y pasillos de su hogar. Pero, tal vez, la parte más extraordinaria de la historia, sea ésta: que el caballero asegura haber leído gran parte de aquella biblioteca de libros rusos, sobre la marcha y al aire libre, es decir, andando por el centro de Madrid, en las idas y venidas de su casa a su estudio y de su estudio a su casa, a lo largo de muchas décadas. Las precisiones y detalles que ofrecía eran sorprendentes, hasta inverosímiles, pero, era obvio que decía la verdad. Juraba que sus pies, o su instinto, o el ángel de la guarda de los lectores compulsivos habían llegado a memorizar tan rigurosamente cada bache, cada poste de luz, cada agujero, saliente o sardinel de la Gran Vía que no necesitaba casi levantar los ojos del libro que iba leyendo, a lo largo de todo el trayecto y que en esas matutinas y vespertinas lecturas semovientes, nada lo arrancaba de' u hipnótica concentración. Exactamente aquí quiero terminar el cuento y dejar al caballero, avanzando a un ritmo parejo, ni muy despacio ni muy rápido, por la atestada arteria madrileña, entre presurosos asalariados, vagos, paseantes y hordas de turistas, sus ojos moviéndose con deleite sobre las líneas del libro que lleva en las manos, indiferente a las bocinas y a las voces y a los olores y sabores de la actual realidad, exiliado en el tiempo y el espacio, disfrutando con toda la atención de su alma de la efusiva animación de una aldea siberiana o galopando en salvajes caballos de cosacos a la orilla del Don, atragantándose de vodka y caviar y balalaikas con los oficiales de la zarina o temblando de frío y de remordimientos entre las nubes del zahumerio, los iconos dorados y las barbas de los popes, en una iglesia ortodoxa con capillitas como alvéolos de panal. Nada lo distrae, nada lo despierta, nada le recuerda los avatares de su vida real. Rumbo al trabajo o al porrazo, el caballero vive la ficción y es feliz.