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Protestas en Rusia: ¿Y ahora qué?

  • Un cambio está en marcha pero su alcance sigue siendo una incógnita
  • Muchos expertos se preguntan cómo capitalizar el descontento social

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Los medios de comunicación suelen etiquetar rápidamente los acontecimientos, mucho más en un año tan turbulento como 2011 en el que las calles de muchos países árabes se han convulsionado, han derribado a dictadores o han sido escenario de guerras civiles. En pocos meses el contagio ha llegado de Túnez a Baréin o Siria y muchos han creído ver en las calles de Moscú y San Petersburgo un nuevo capítulo de esa ola de cambios.

Rusia está lejos de convertirse en una Plaza Tahrir pero lo que ha ocurrido en las últimas semanas ha moldeado definitivamente el escenario político del país y puede iniciar una larga cadena de transformaciones.  Un cambio está en marcha pero su ritmo, su naturaleza y su alcance siguen siendo una incógnita.

Tras 12 años en el poder, el entorno de Vladimir Putin ha percibido que su control sobre la calle se ha debilitado. El apoyo popular -aunque sigue siendo muy importante- se reduce y la pasividad de los sectores más dinámicos de la sociedad ha dado paso a una mayor implicación política. Parte de la clase media que desde hace años se desarrolla en las ciudades del país –y que ha prosperado durante los años de Putin- da muestras de cansancio y quiere cambios. Muchos jóvenes con recursos, con formación universitaria, que viajan, hablan idiomas y se conectan permanentemente a internet a través de sus tabletas o teléfonos móviles demandan más derechos y se movilizan en la red.

Su participación en las protestas de los últimos días ha sido un salto cualitativo en el movimiento de oposición al Gobierno. Miles de ciudadanos sin adscripción política, muchos de ellos hasta ahora indiferentes, han decidido salir a la calle, al margen de banderas y partidos. Su generación no está traumatizada por el caos y las penurias de los 90, el fantasma que Putin suele agitar con buenos resultados.

¿Cómo capitalizar el descontento social?

Pero muchos expertos se preguntan cómo capitalizar el descontento de un sector - cada vez mayor- de la población. Hasta hace poco tiempo Vladimir Putin gozaba de un índice de popularidad superior al 60 por ciento. Algunos estudios recientes hablan de una caída histórica y pronostican para él un 42 por ciento de los votos en las presidenciales de marzo, lo que llevaría a una segunda vuelta.

Pero a pesar de la pérdida de popularidad –todavía en niveles envidiables para muchos líderes europeos-, Putin sigue siendo la única figura de relieve en la política del país. Su carisma atrae a muchos votantes que confían en un líder fuerte que ha estabilizado a Rusia tras años de turbulencias sociales y económicas, mientras en la oposición -parlamentaria o extraparlamentaria- nadie puede hacerle sombra.

Los grupos presentes en la Duma no parecen dispuestos a plantar batalla seriamente en la calle, y los partidos a los que se impide participar en los comicios, son demasiado diferentes y carecen de la organización necesaria para encauzar con éxito la contestación social. Miles de desencantados buscan representación pero no saben a quién elegir.

Hasta ahora, Putin y Medvedev han minimizado la importancia del fraude electoral y de las protestas pero han lanzado algunos guiños a los manifestantes, como instalar cámaras de vigilancia en los colegios electorales o plantear una reforma legal para que los pequeños partidos puedan entrar en la escena política. Son gestos ambiguos y limitados que evidencian la preocupación de las autoridades rusas, que tratan de adaptarse a las nuevas circunstancias, pero no parecen satisfacer a quienes salieron a la calle el 10 de diciembre y piensan hacerlo de nuevo el día 24.