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La Sociedad de Naciones, el fracaso de la diplomacia para mantener la paz mundial

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El fracaso de la Sociedad de Naciones - El Condensador de Fluzo

París, 1919. Acaba de terminar la Primera Guerra Mundial, la situación internacional se encuentra en un momento especialmente dramático en el que es necesario reforzar las relaciones diplomáticas para evitar un nuevo conflicto internacional.

La reorganización territorial en Europa ha definido nuevas fronteras, los imperios alemán, austro-húngaro, ruso y otomano han desaparecido, algunos países como Rumanía han ganado territorio y se han configurado una serie de nuevos estados como Polonia, Lituania, Letonia, Estonia o Finlandia. Cambios de fronteras que supusieron importantes concesiones territoriales por parte de algunos países.

El trazado de las nuevas fronteras, junto a la tensión de la posguerra planten un escenario susceptible de generar nuevos enfrentamientos. Con el ánimo de evitar otro conflicto de la misma escala, el presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, propuso la creación de la Sociedad de Naciones.

Tal y como explica Carmen Guillén en El Condensador de Fluzo, la organización fue concebida como un organismo diplomático capaz de arbitrar relaciones internacionales. Sin embargo, una serie de acontecimientos abocaron el proyecto al fracaso.

En primer lugar, el mismo país desde el que había nacido la propuesta, Estados Unidos, se negó a ingresar como miembro. El rechazo del senador Cabot Lodge y otros políticos republicanos fue determinante, se negaban a subordinar la autonomía económica y militar de su país a una organización supranacional. El hecho de que una potencia como EE.UU finalmente no formara parte, restaba credibilidad a la organización.

Aunque el ingreso en la organización se mantuvo abierto a todos los países del mundo, no lo hizo para Alemania, Turquía, y la URSS, que se quedaron fuera de la organización. La exclusión de estos países de la Sociedad de Naciones, no respondía al objetivo de concordia y entendimiento internacional.

A todo ello ha de sumarse, además, una serie de acontecimientos que aceleraron su fin. Por un lado, Francia ocupó en 1923 la cuenca del Ruhr en Alemania con el objetivo de exigir reparaciones de guerra, algo que la Sociedad no condenó. En 1931, Japón invadió Manchuria militarmente. Fueron condenados, pero su respuesta fue abandonar la organización sin recibir ninguna sanción.

La invasión de Abisinia por Mussolini tampoco obtuvo consecuencias ni sanciones por parte de la Sociedad de Naciones que apostó por una política de no intervención.

Esta serie de acontecimientos, sumados a la escalada de tensiones internacionales que comenzaron con la Gran Depresión, la falta de adhesión de países importantes a nivel geopolítico determinaron el fin de la organización, que no pudo hacer nada para impedir el inicio de la Segunda Guerra Mundial en 1939. Su rol durante el conflicto se redujo a la asistencia de refugiados. La Sociedad de Naciones dejó de existir en 1946 y dejó paso a una nueva liga de estados internacional: la actual Organización de Naciones Unidas.

Sus objetivos iniciales de seguridad y diplomacia internacional son el legado permanente de la extinta Sociedad de Naciones que nació de la idea idílica de no volver a repetir los horrores de la guerra mundial y mantener una concordia pacífica internacional. Una idea que, hoy en día, debe permanecer más viva que nunca.