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Los héroes de Beirut

La capital del Líbano parece condenada a vivir a sangre y fuego

Miles de libaneses han matado y han muerto en guerras que no eran de ellos

Desde que San Jorge derrotara al dragón, sólo ha habido héroes cotidianos en Beirut

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Asomado al Pacífico, viendo la puesta de sol, de un sol rojo e inmenso que parecía morir para siempre, como si hubiera decidido no volver a salir, recordé hace unos días un crepúsculo similar, a orillas del Mediterráneo. Era en la corniche de Beirut, uno de esos rincones de este mundo que se instalan en la memoria para no abandonarla nunca.

Era también un atardecer preñado de rojos: el rojo del sol, el rojo nacarado de las nubes, el rojo violáceo del mar, el rojo oscuro de la sangre coagulada en las calles tras el último bombardeo. Beirut parece vivir condenada a una maldición de sangre y fuego.

Quizás sea porque, según la tradición de aquella tierra, en la corniche, en el malecón de Beirut, fue donde San Jorge derrotó al dragón, dándole muerte, y el fuego de la bestia emergió por última vez al tiempo que la sangre de su corazón, atravesado por la lanza, se derramaba a golpes espasmódicos, hasta que dejó de bombear. Murió la fiera, triunfó, supuestamente, el héroe. Pero desde entonces ya no ha habido más héroes con mayúsculas en Beirut, sólo héroes cotidianos. Y sí ha habido muchas fieras.

Desde entonces, otras sangres siguen brotando, otros fuegos continúan alimentando el hambre insaciable de los dioses, que parecen disfrutar con las tragedias humanas. Beirut, todo Líbano, ha sido durante siglos la tierra en la que los imperios, grandes o pequeños, antiguos o modernos, del levante mediterráneo, del oriente cercano -según la denominación que me enseñaron en la escuela, no contaminada por la visión anglosajona, y que hoy entiendo por la proximidad a mi corazón-, han querido dirimir sus disputas.

La muerte siempre era la de los otros, la ajena. Lo sigue siendo. Miles de libaneses han matado y han muerto en guerras que no eran de ellos, que les venían impuestas. Miles de libaneses han matado y han muerto por interposición, por delegación. Miles de libaneses se aprestan a matar y a morir si alguien no hace algo, si nadie les explica que Dios y los dioses son siempre los mismos, que también lo son los traficantes de armas, los vendedores de patrias, los apóstoles del apocalìpsis.

Y que también son siempre las mismas las víctimas. Pero los libaneses no parecen dispuestos a escucharlo, a entenderlo. Por más que se asomen cada atardecer a la corniche y desde allí, o desde el puerto de Biblos, o el de Tiro, o el de Sidón, o el de Trípoli, vean cómo el sol se hunde en el mar, preñado de rojo, más intenso aún que por su propio color, por el reflejo de la sangre que sigue derramándose por todos los costados de El Líbano.

Un sol que se hunde con vergüenza, con congoja por lo que ha visto. Y que, a buen seguro, si pudiera, elegiría no volver a salir mañana para no tener que iluminar la misma tragedia.