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Relato ganador 2009: 'El niño y la selva'

  • Obra ganadora del I Concurso de Relatos Escritos por Personas Mayores

Por

La familia de Ramón vivía en una quintana asturiana: La casa, que un amplio portalón separaba de la cuadra y la tenada, era blanca, con un corredor de madera, colgado de maíz. Al lado de la casa, el hórreo. Delante, la vara de hierba bien curada, el montón de estiércol y el rozo para la cama del ganado. Sobre el camino, siempre encharcado, una alfombra de cañas de maíz. Alrededor de la quintana, los prados, las pomaradas, los maizales y las huertas.

La cuadra era un lugar oloroso y cálido. De frente, separadas por mamparas de maderas, estaban atadas las vacas: Selva, Alegre, Careta, Pinta, Gaitera y Morica, bien cepilladas sobre sus camas de rozo y juncos que Ramón y sus hijos renovaban dos veces al día.

A la izquierda de la puerta, la pocilga de tablas, en la que gruñían una pareja de cerdos enormes, gruesos y sucios, con sus ojillos diminutos y oblicuos y la geta húmeda, que resoplaba y hocicaba sin parar.

A la derecha, los terneros; estaban separados de las madres para impedir que mamaran todo el día. Las gallinas picoteaban entre las patas de las vacas; a veces hasta se subían sobre ellas cloqueando y revoloteando. También corrían libres por la cuadra una familia de conejos y dos o tres gatos. Desde las vigas del techo las arañas colgaban sus telas transparentes que el polvo iba tupiendo en los rincones a los que no llegaba el escobón de raíz. Todos estos animales vivían felices en la cuadra calentita de Ramón ¿¡Qué digo! No todos eran felices. Selva estaba furiosa.

Selva era una vaca joven que aún hacía poco era novilla. Pero ya le había nacido un ternero. ¡Estaba tan orgullosa de su primer hijo! Lo acariciaba, lamiéndole el lomo, le daba de comer la leche de sus ubres rebosantes.

-¿Qué os parece mi hijo? ¿preguntaba a menudo a sus vecinas, la señora Pinta y la señorita

Alegre-. Es fuerte, ¿verdad? ¿Se parece a mí? Va a ser un buen toro, ¿no es cierto?

La señorita Alegre, que era una novilla muy frívola, protestaba:

-¡Uf! No comprendo cómo puedes estar tan contenta. Los críos no causan más que molestias.

En cambio la respetable matrona Pinta, que ya había tenido muchos hijos y sabía la alegría que se siente al mirarlos, la felicitaba amablemente:

-Sí, Selva, tu hijo es el mejor plantado que he visto. Y mira si habré conocido yo terneros en mi larga vida... Selva le daba las gracias y seguía mimando a su hijo.

Pero un día Ramón se vistió de domingo y se encasquetó la boina; la chaqueta negra, armada con mucha guata, puesta sobre sus hombros fuertes de labrador, le hacía parecer gigantesco de puro ancho. Se había vestido de domingo para ir a la feria. Llevaba a vender algunas reses y entre ellas vendió el ternero de la Selva. Así que la pobrecilla tenía motivos para estar tan furiosa. Mugía tristemente llamando al hijo y maldecía de quien se lo había quitado. La señora Pinta trataba de calmarla:

-Querida amiga: así es la vida y no está en nosotras cambiarla. Te nacerá otro ternero y otro más y acabarás por acostumbrarte a las separaciones. Además los hombres no son malos con nuestros hijos... (Esto no sé si Pinta lo decía por ignorancia o para consolar a su vecina).

Pero Selva no atendía a razones. Maduraba la venganza, lanzando mugidos lastimeros y amenazadores que parecían poder derrumbar la cuadra.

Fue en este momento cuando entró el niño.

El niño no andaba aún. La parálisis lo mantenía atado a una silla de ruedas, aunque ya empezaba a dar los primeros pasos. Al venir la madre a comprar la leche lo había traído con ella y, mientras se entretenía charlando en la cocina, el niño se bajó de la silla y, gateando a lo largo del portalón desierto, empujó la puerta de la cuadra. El calorcillo animal, el olor a heno, a leche y estiércol, le dio la bienvenida. El niño cruzó, siempre a gatas, el pasillo central de cemento, bien barrido y seco. Iba mirando una a una las vacas, hasta que se paró frente a Selva. Agarrándose a la mampara de madera con las dos manos consiguió trabajosamente ponerse de pie. Alegre, Careta, Pinta, Gaitera y Morica, volviendo las cabezas, contemplaban al niño y lanzaban mugidos de preocupación. ¿Iba a tomar Selva venganza en aquel cachorro de hombre? El cerdo y la cerda, con las pezuñas en lo alto de la pocilga, mirando también, habían dejado de gruñir. Y los conejos, gallinas, terneros y gatos, (yo creo que hasta las arañas), muy quietos, observaban.

El niño avanzó a lo largo de la pared de madera y, de un paso trabajoso, apoyó las manos en el cuerpo de la vaca. Volvió Selva la cabeza hacia el niño. Los habitantes de la cuadra contuvieron la respiración. ¿Qué iba a ocurrir?

La vaca miró al cachorro de hombre. Lo vio tan dulce, tan indefenso sobre sus piernecitas delgadas, tan confiada la cara que le sonreía y tan temblorosas las manos que le acariciaban el lomo, que una gran ternura se le desbordó del corazón, asomándose a sus grandes ojos pardos.

-A lo mejor los hombres también son buenos con mi hijo, como me decía Pinta...

Cuando la madre, asustada, entró corriendo en la cuadra contempló una escena muy tierna: El niño estaba al lado del pesebre de la Selva, la fiera Selva a la que nadie se atrevía a llegar, y le iba dando de comer el heno con sus torpes manecitas.