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Ruanda

La lucha contra el odio 25 años después del genocidio

  • El país conmemora la muerte de 800.000 personas en apenas cien días con un discurso por la reconciliación
  • Las víctimas viven jornadas de recuerdo en medio de un debate sobre el perdón y el futuro

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Memorial de Ntarama
Memorial de Ntarama.

Ruanda es un país tranquilo a primera vista. Su capital, Kigali, es una ciudad segura y llena de obras. Es el espejo de la nueva Ruanda que vende el Gobierno de Paul Kagame, con crecimientos económicos superiores al 7% en los últimos años, unas infraestructuras bastante mejores que las de los países colindantes y muchas grúas que añaden grandes edificios llenos de vidrios en una ciudad partida en decenas de colinas y poblada de casas bajas.

Ruanda en 2019 no tiene nada que ver con la Ruanda de 1994. En los pueblos las cosas no brillan tanto, pero la sensación es de calma. Pero las cicatrices del genocidio perpetrado contra los tutsi caló hondo, porque arrasó buena parte de lo conocido hasta el momento. Esas 800.000 personas fallecidas, principalmente a machetazos y el posterior éxodo hutu, dejaron el país casi vacío en apenas cuatro meses.

Primero, 100 días de exterminio de los tutsi y los hutus que no querían participar en semejante locura. Después, la huída de los hutu por miedo a las represalias del Frente Patriótico Ruandés cuando frenó el genocidio y tomó el poder. Todo viene de una historia muy larga, que se remonta al capricho de los colonos belgas de clasificar a los ruandeses por las etnias, o castas, y favorecer primero a la minoría tutsi frente a la mayoria hutu.

Ese equilibrio cambió con la independencia, gobiernos de partido único y golpes de estado. El 'poder hutu' fue un concepto desarrollado durante décadas y que brotó aquel 6 de abril cuando fue abatido el avión del presidente, Juvénal Habyarimana, que meses antes había firmado un acuerdo de paz con los rebeldes tutsi para frenar la guerra civil desatada en 1990. Así las masacres no eran nuevas. La novedad venía esta vez por un programa planificado y organizado para acabar con los tutsi. Hoy, en Ruanda, está prohibido preguntarle a alguien de qué etnia es.

Recordar la muerte, 25 años después

A Marie Mukamunana no le gusta hablar con extraños, y menos si son periodistas. vive tranquila en el pueblo de Kayonza. En el este de Ruanda, y no muy lejos de la frontera con Tanzania. No hay día que no recuerde lo que ocurrió en su pueblo, Kabarondo, hace 25 años.

Su testimonio fue fundamental para que un tribunal francés condenara a cadena perpetua a Octavien Ngenzi y Tito Barahira, dos alcaldes que dirigieron localmente la orden de exterminar a los tutsi por parte de los hutus radicales. En aquellos días, ella y su familia intentaron refugiarse ante lo que se venía encima. Fueron a la iglesia de su pueblo, donde encontraron techo seguro en otro tiempo.

Marie Mukamunana

Marie Mukamunana. SANTIAGO BARNUEVO

Esta vez no fue así porque el Ejército ruandés y las milicias Interhamwe arrasaron el sitio. Primero con granadas y disparos, "durante horas sin parar hasta que nadie se podía levantar. Después, vinieron a rematarnos con machetes", recuerda. 2.000 personas murieron en sólo un día en Kabarondo, prácticamente todo el pueblo ya que los tutsi eran mayoría en el este.

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Entre los muertos estaba parte de la familia de Marie. Su marido y 3 de sus 7 hijos. Sus cuatro menores de edad restantes morirían dos días después pocas horas antes de que FPR tomara la ciudad y frenara la matanza. Ella, con heridas en todo su cuerpo por los machetazos y después de buscar un escondite, se libró porque un miliciano Interhamwe le ayudó en mitad del infierno. "Pedí ayuda a una mujer, y me dijo que no, que como iba a morir, que para qué. Ese día dejé de entender todo", nos cuenta. Marie lo cuenta con demasiada serenidad.

"Llevo llorando muchos años ya", cuenta en una casa proporcionada por el Gobierno para las víctimas, y en la que vive sola. "Mataron a toda mi familia y no me queda nadie con quien estar", asegura. Por sus heridas en las manos y brazos, no puede cultivar y sobrevive de lo que cosecha para ella un hombre al que paga la mitad de la pensión que le queda de 20€ cada tres meses.

"Nos mataron en vida, ahora simplemente vivo cada día", insiste. Durante las más de dos horas y media que nos concede habla con un enorme aplomo salvo cuando hablamos de convivencia. "Los que cumplieron las condenas ya están otra vez por aquí. No me gusta verlos, por mucho que pidan perdón. A mí me ha ayudado mucho el Gobierno y organizaciones como AVEGA (dedicada al apoyo de mujeres que quedaron viudas) me pidieron que perdonara y vale, sí. Perdono", dice con contundencia pero poca creencia. Las heridas se curan pero las cicatrices te acompañan para siempre.

"El fin del mundo"

Harize

Harize SANTIAGO BARNUEVO

Harize, una mujer que perdió muchas personas queridas en la ciudad de Nyamata. Su mano derecha fue macheteada y varios intentos dejaron al menos tres cicatrices en su cabeza. Pero dice que cada vez que se mira al espejo recuerda el miedo de estar cerca de una muerte segura y cree que lo mejor es perdonar para no tener que volver a sentir ese miedo.

"Para mí, era como el fin del mundo. Si hay algo parecido al Apocalipsis en la tierra fue aquello", recuerda Chantal. Cuando le preguntas por las personas de su familia muertas en esa iglesia de Nyamata tiene que contar con los dedos mientras pronuncia sus nombres. Necesita tres manos para llegar a 15.

Chantal

Chantal. SANTIAGO BARNUEVO

El odio heredado

La separación incluso se hereda, como el odio. Jóvenes que nacieron años después del genocidio todavía tienen puntos de fricción. Aphrodis tiene 18 años y recuerda lo mucho que le dolió ver cómo encarcelaban a su padre cuando apenas empezaba a ir a la escuela por haber participado en las matanzas. Como su entorno le decía que su padre era inocente, el chaval desarrolló una aversión total hacia sus compañeros tutsi. "Los odiaba a muerte", recuerda.

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Hasta que visitó uno de los Memoriales con Peaceducation Initiative, un intento de un grupo de víctimas para incidir en la juventud y le explicaron cómo murieron miles de bebés. "Eso me hizo ver que aquello no tenía justificación alguna y me decidí a participar en diálogos juveniles para que no vuelva a pasar", confiesa frente a Christophe, de 20 años.

Aphrodis y Christophe

Aphrodis y Christophe. SANTIAGO BARNUEVO

Hoy son amigos y van por escuelas de Kigali hablando con los más jóvenes para explicarles que el odio se aprende y no es de nacimiento.

Christophe es un hijo de una mujer que vio morir a la mitad de su familia y cree que es fundamental trabajar en la prevención para evitar cualquier idea que lleve a un genocidio. "Si tu discurso se basa en el odio, estás empezando igual que los que al final perpetraron genocidios en el mundo. Yo creo que en Ruanda no puede volver a ocurrir, pero el mundo debería aprender de lo que pasó aquí", afirma.

El Gobierno ruandés saca sus cada vez más influyentes uñas cuanto alguien pone en duda el genocidio contra los tutsi. Alerta del negacionismo y promete perseguir a todo el que niegue que hace 25 años murieron al menos 800.000 personas entre tutsi y hutus moderados.

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La oposición acusa por su parte al Frente Patriótico Ruandés del presidente Paul Kagame de haber cometido crímenes en su represalia contra los hutu, como el asesinato nunca esclarecido de varios sacerdotes españoles y tres cooperantes de Médicos del Mundo.

Muchos opositores han pasado por la cárcel o el exilio y el recuerdo constante del genocidio aseguran que busca también una perpetuación eterna de quien lleva al mando desde aquellos tiempos, primero como vicepresidente, y luego como jefe del Estado ruandés de manera inapelable. El odio sigue esperando a algunos ruandeses y, aunque la realidad no tiene nada que ver con 1994, el debate sigue abierto.

El genocidio en Ruanda sigue suponiendo un enorme trauma para la sociedad de ese país africano 25 años después. Muchos sufren traumas, discapacidades o la pérdida de algún familiar. Al menos 800.00 personas fueron asesinados y, según las Naciones Unidas, 45.000 niños quedaron huérfanos.