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Muñoz Molina: un sincero incómodo en tiempos de 'corrección política'

  • El director de Página 2 repasa el 'curriculum espectacular' del escritor
  • Resalta su sinceridad que le ha valido más de una polémica
  • Y recuerda cómo Elvira Lindo le ayudó a mejor aspecto y carácter

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Muñoz Molina y su mujer, la también escritora Elvira Lindo, en una imagen de 2005.
Muñoz Molina y su mujer, la también escritora Elvira Lindo, en una imagen de 2005.

Al flamante Premio Príncipe de Asturias de las Letras, los reconocimientos siempre le han llegado muy pronto. Esta característica biográfica suya le ha permitido componer un currículum espectacular desde que viera la luz en Úbeda en 1956 (la Mágina de sus novelas).

A saber: ganador del premio Planeta en 1991 con El jinete polaco,  aunque para él, “la obsesión por los premios de los escritores es una tontería”; miembro más joven de la Real Academia de la Lengua desde el 16 de junio de 1996 donde ocupa el sillón “u”;  director del Instituto Cervantes de Nueva York: ciudad que visita desde 1990 y donde vivió in situ la tragedia del 11-S; ganador este 2013 del premio Jerusalén,  no exento de polémica; y ahora este último galardón, que lo convierte en el autor más joven en haberlo obtenido.

Muchos discursos de agradecimiento ha tenido que redactar a lo largo de su vida este hombre que borda el arroz con hortalizas, quizás porque ayudaba a su padre a venderlas en el mercado, en aquella preadolescencia con sobrepeso, cuando era el empollón de la clase, habituado a los sobresalientes en todas las asignaturas menos en gimnasia.

Para este enamorado de la canción Speak Low de Lew Soloff y de Fortunata y Jacinta de Pérez Galdós,  su vida dio un salto trascendental cuando Pere Gimferrer leyó su primer libro, El Robinson urbano (1984), una recopilación de artículos publicados en el Diario de Granada, y decidió editarle su primera novela, Beatus Ille (1986) y, sobre todo, El invierno en Lisboa (1987), con la que ganó el Premio de la Critica y el Nacional de Literatura.

Luego vendrían otras obras: Beltenebros (1989), Plenilunio (1997), Sefarad (2001), o las más recientes, La noche de los tiempos (2009),  El atrevimiento de mirar (2012) y Todo lo que era sólido (2012).

Pero la vida intelectual y creativa de este autor que aterrizó en Madrid a los 18 años para estudiar Periodismo, que no finalizó, no se alimenta sólo de literatura.

Polémico columnista

Sus artículos de prensa han estado a menudo en el epicentro de la polémica, ya fuera reflexionando sobre el nacionalismo (“en algunas zonas no puedes decir España, tienes que decir el Estado”) o sobre las actuaciones de los gobernantes (“la clase política no ha hecho nada por la libertad de expresión,  quien la ha defendido han sido los ciudadanos y gente escribiendo y jugándose la vida”).

Sus contundentes declaraciones periodísticas vienen de antaño, de cuando regresó a Granada para licenciarse en Historia del Arte, ciudad donde trabajó como funcionario del Ayuntamiento entre 1981 y 1988.

En aquella etapa se casó, tuvo tres hijos y se forjó como andaluz y hombre de izquierdas, aunque siempre ha declarado que “no tengo nada que ver con la tradición comunista”, y que se siente más cerca “de un chino honrado que de un andaluz estafador”.

A pesar de aquellos imborrables años, la primera experiencia madrileña seguía presente en sus querencias, y en los 90, ya separado de su primera mujer, se enamoró de  Elvira Lindo el día en que ella le entrevistó en Radio 3.

Afinado sentido del humor

Así fue como dejó de nuevo el sur y se plantó en la capital junto a Paquito, su foxterrier.  Con la periodista y escritora, que lo convirtió en Santo, compartió la confirmación definitiva de su carrera literaria, las adaptaciones cinematográficas de sus libros y sus famosos piques por escrito. Como el que tuvo con Cela, que le acusó de ser un lacayo de Felipe González.

Dicen los expertos en imagen, que su relación con Lindo le ha servido para renovar su anticuado look, siempre pegado a un sempiterno bigote, ahora acompañado de barba, y suavizar su serio carácter.

Pero quienes le conocen, aseguran que este tipo que lleva mal lo de conducir, posee un afinado sentido del humor en las distancias cortas. Sólo hay que ver sus cameos cinematográficos en películas como El cielo abierto,  o leer uno de sus libros más desconocidos, Los misterios de Madrid (1992).

“Me gusta mucho más la ironía que el sarcasmo”, comenta el escritor, “porque el sarcasmo humilla al otro; esa risa bruta del chistoso me da asco”. Queda claro que el ya ilustre Premio Príncipe de Asturias de las Letras no suele "cortarse ni un pelo" a la hora de decir lo que piensa, como cuando afirma sin tapujos que “los libros se tienen que vender, no soy un puritano, y el que diga que no quiere vender, miente”.

Palabras de uno de los escritores españoles que mejor combina el éxito comercial y el prestigio literario, y fan confeso de su admirado capitán Haddock.