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Clientes chivatos y camareros asfixiados, el dilema de Tripadvisor

GEN PLAYZ 

  • Como empleado de hostelería, sueño con un mundo en el que desaparezcan la propina y todas esas aplicaciones para dejar críticas que presionan a los trabajadores sin tener en cuenta sus condiciones laborales.

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Propinas
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El otro día fui a recoger a Tomy al cierre. Él viene a recogerme a mí los viernes a las dos de la mañana y yo a él, los jueves a las doce y media. Curra en la Venencia, que es un garito que lleva casi cien años abierto en la Calle Echegaray. Su longevidad lo ha convertido en un lugar extraordinario y extravagante. Es bien conocido por sus vinos de Jerez, porque está prohibido hacer fotos dentro del local y porque no admiten propinas. Esto último incluso le ha llegado a sentar verdaderamente mal a algún que otro cliente.

No es muy conocida la Revolución Española, porque fue un suceso que quedó enterrado en todo el ajetreo de la Guerra Civil. Y mucho menos se sabe que durante esa misma Revolución Española, en muchos bares y locales de hostelería de los territorios liberados, se abolieron las propinas. Esta práctica puede parecer extraña o sin sentido, especialmente si pensamos que la hostelería de aquellos años era un sector todavía más precario que el actual, con unas condiciones laborales terribles. Mucha gente ve en una propina un gesto solidario, y en parte así es. En todo bar la propina es un bonito ritual mensual y en el mío volcamos un vaso lleno de la calderilla cosechada a lo largo del mes sobre la bandeja y empezamos a juntar monedas y billetes haciendo pequeñas torres en cuatro montones mientras todos miramos como uno cuenta las torres en bajito.

Sería hipócrita por mi parte no reconocer que a mí las propinas me pagan un cuarto de mis compras del mes, y es algo que no me viene nada mal. Pero eso no quita la cruda realidad de lo que la propina realmente significa: un sobresueldo impredecible del que muchos trabajadores y trabajadoras de hostelería dependemos para poder salvarnos de la asfixia de facturas, necesidades y gastos. Esa fue la razón por la que la propina se abolió durante la Revolución Española. Porque en mitad de un movimiento popular histórico que estaba poniendo patas arriba el modelo de producción capitalista para crear una nueva forma de organización que garantizase la cobertura de necesidades para todo el mundo, los propios trabajadores y trabajadoras de la hostelería renunciaron a una propina que les denigraba.

La sociedad de clases había sido abolida y ya nadie tenía que verse etiquetado en sociedad por el trabajo que ejerciera. La propina era una especie de limosna moral que, aunque bienintencionada, ponía en manifiesto que la conducta de un camarero o camarera podía ser o no premiada por encima del desempeño de sus funciones laborales. Algo que no suena muy bien en un colectivo que suele tener una remuneración bastante insuficiente y que a sus labores de trabajo de la hostelería en unas condiciones lamentables, ahora tenía que sumar unas labores de interpretación para complacer las expectativas del cliente por encima de los servicios prestados. Y es por eso por lo que en la Venencia mantienen esa restricción.

"En una sociedad con una interdependencia cancerígena del consumo siempre vas a tener la culpa de ofender a la gente por no poder funcionar como una máquina en tu trabajo"

Ha llovido mucho desde entonces y todos sabemos lo que fue de aquellos tiempos. Hoy la propina se ha mantenido en sociedad como un detalle opcional del cliente que disimula sin querer las condiciones laborales paupérrimas de un sector vital en España como es la hostelería. Unas condiciones laborales marcadas por unas tablas reguladoras que se actualizaron hace más de seis años (y a la baja), con un caos de horas extra sin pagar o directamente horas normales no remuneradas ni cotizadas, contratos fraudulentos o inexistentes, festivos y puentes sacrificados y sin retribuciones… y un convenio que lleva diez años cogiendo polvo. Un convenio que más que un documento que debería servir para orientar a trabajadores y empleadores para vigilar el cumplimiento de la ley, parece un examen de matemáticas integrales de tercero de carrera.

Y en mitad de todo esto, la propina es una “tradición” (en algunos países como Estados Unidos incluso se incluye como un porcentaje en la misma cuenta) que supone una especie de impuesto público voluntario que recae en el propio consumidor y que pone en los trabajadores y trabajadoras la responsabilidad de ganarse ese sobresueldo actuando por encima de sus funciones laborales. Por si esto fuera poco, desde hace unos años la implementación y uso de aplicaciones de reseñas han sumado más presión todavía a la que había en la cotidianidad de nuestros trabajos. No creo que exista ni un solo trabajador o trabajadora de hostelería (dueño, camarero, cocinero o lavaplatos) al que le agrade la existencia de Tripadvisor. O al menos yo no lo he conocido, y eso que he trabajado en bien de sitios. Dudo también que haya alguien leyendo este artículo que desconozca de qué tratan Google Reviews o Tripadvisor, pero por si acaso: ambas son plataformas donde los usuarios pueden puntuar establecimientos y comercios, adjuntando si así lo desean un comentario al respecto. Seguramente en algún garaje en California un día hace muchos años fueron presentadas en un power point como “aplicaciones que fortalecerían a la comunidad a través de construir una experiencia colectiva de usuarios recomendando a otros usuarios”. Pero nada más lejos de la realidad.

Porque vivimos en sociedades de consumo que han convertido los vínculos sociales en relaciones de conveniencia, donde las interacciones cada vez se miden más por lo que nos benefician (tanto en términos de capital financiero como social) y no por lo que nos aportan. Dos palabras que parecen lo mismo pero cuya diferencia es fundamental. La socialización ya no es un acto accidental o (valga la redundancia) social, sino premeditado. Y, en medio de todo esto, toda aplicación de calificación social, por bienintencionada que parezca, termina funcionando como una herramienta de vigilancia y control. Desde los likes de Instagram hasta las estrellitas de Tripadvisor, todo son formas de hacer humanas las exigencias del mercado. Formas de castigar la imposibilidad de alcanzar ese síntoma tan poco humano como la perfección. Siempre puedes posar mejor, ser más elocuente, tener mejor aspecto o trabajar mejor: no hay límites. Porque, para el libre mercado, todo límite es una pérdida de dinero.

Esta obsesión por convertir a cada persona en un cliente o usuario y las consecuencias que tiene el habernos educado en que el fin de nuestra existencia está basado en producir como máquinas para gastar, y gastar para vernos obligados a producir otra vez, tiene el fin de convertir un acto tan banal como el de comprar algo en todo un acontecimiento trascendental. Y esto ha sido muy bien sintetizado por una frase que bien puede ser un dicho popular o un eslogan: "el cliente siempre tiene la razón". La hostelería es un lugar en el que las consecuencias de esta dictadura de lo clientelar se pueden ver nítidas y cristalinas. Podríamos estar aquí hasta mañana y no terminaría de contar la cantidad de faltas de respeto que he presenciado hacia mí y mis compañeros y compañeras a lo largo de todos estos años.

Y es que todo el mundo sabe que la condición de persona adulta es una categoría social sobrevalorada, algo que en la hostelería vemos diariamente porque los bares muchas veces son como guarderías para niños grandes.

Aunque no tengas que estar pendiente de que en un bar tus clientes tengan riesgo de asfixia por ingerir una pieza de lego o por arrancar de un mordisco la cabeza de un muñeco, o se vayan a cagar encima (esto a veces no lo he tenido muy claro, honestamente) o cualquier otra cosa que le pueda suceder a un crío de dos años; en un bar sí que he visto a gente derramar intencionalmente una jarra de agua en el suelo (y después exigir a mi compañero que la limpie), tirarse comida entre clientes, o vomitar en medio del local directamente. La ebriedad es muchas veces un pretexto que no solamente cubre agresiones sexuales, sino que se suele intentar usar para excusar las más lamentables de las conductas y faltas de respeto. Que últimamente se haya puesto tan de moda reivindicar que “es una clara red flag que una persona no trate bien a los camareros”, pone en evidencia lo habituales que son estas faltas de respeto en España.

“Los ritmos de producción capitalistas, que nos bombardean 24/7 con toda una maquinaria propagandística que pinta el consumo como la cúspide de la civilización, han terminado haciendo de cada cliente un chivato que funciona como un policía del consumo”

Ante todo esto, habrá quién nos exija una sonrisa inmutable a los trabajadores y trabajadores de hostelería. Lógicamente hacer que el cliente se sienta cómodo es un requisito razonable, pero cuando los límites entre la comodidad y la arrogancia pretenden pasar por encima de los trabajadores y trabajadoras, es porque no los estamos midiendo desde el respeto, sino desde la servidumbre. Y, por casualidades que se leen entre líneas, nadie le faltaría el respeto a un mecánico, a un farmacéutico o a un médico de la misma manera que he visto a gente que entra a un bar y que cree que por el precio de una caña puede comportarse como le dé la gana.

Hace poco se estrenó una película titulada ‘Hierve’, que recomendaría a todo el mundo ver. No por su calidad, sino porque es una película que relata bastante bien los entresijos de todo restaurante, bar o comercio de hostelería en general. Y habla muy bien de cómo en la hostelería, detrás de todo plato hay una carga de trabajo invisible que va desde la persona que reparte los huevos por las mañanas hasta la que sirve la comida en la mesa. A la precariedad del sector hay que añadirle la carga de estrés particular del trabajo en hostelería, algo para lo que los trabajadores y trabajadoras no tenemos la obligación de ser invulnerables. Quien quiera ver una obra de teatro, que vaya al teatro, y no a un bar a tomarse una caña. Yo soy camarero y no actor. Y si quieren que sea las dos cosas, eso cuesta bastante más que los siete euros la hora que me pagan.

Ante esta delgada línea entre las expectativas de los clientes y la falta de respeto, Jorge, un exjefe, sugirió que debería regresar la mili a España pero en lugar de tener fines militares, que consistiera en que todo el mundo tuviera que trabajar al menos un año de cara al público. Antonio, mi jefe actual, piensa que debería existir también un Tripadvisor para clientes, donde tú pudieras dejar constancia de los malos modales de muchos clientes. Ambas ideas me hacen bastante gracia, lo reconozco, pero no seré yo el que añada más vigilancia a nuestro día a día.

También sería fácil escribir un artículo diciendo que Tripadvisor ha matado el romanticismo de aquellos tiempos en los que ibas a la plaza del pueblo, o a cualquier desconocido para preguntarle “¿Dónde se come aquí?”. Y digo que sería fácil no solamente porque la nostalgia es la forma más sencilla de desacreditar cualquier rasgo de la actualidad, sino porque es igualmente cierto que cada vez más sustituimos trámites sociales por aplicaciones. Y Tripadvisor cumple claramente esa función. Tripadvisor o Google Reviews son sencillamente síntomas de nuestra época, en la que el turismo se ha convertido en un derecho (de pago) que ha sustituido a otros derechos sociales, y en el que cada vez somos menos ciudadanos y más clientes (y aquellos clientes que se desplazan para consumir fuera de su lugar de origen se les llama turistas). Ante este frenetismo, las brutales cantidades de turistas que igual tienen menos de 24 horas para darse un paseo de la ciudad quieren ahorrarse el trámite (idiomático o no) de tener que preguntar a un desconocido: “¿dónde se come aquí?”. No les culpo. Al final la mayoría de los atropellos que presenciamos diariamente se producen por gente que está jodida jodiendo a otra gente que también está jodida.

Pero digo que sería fácil porque implicaría ignorar el significado político que tiene una herramienta como Tripadvisor en una sociedad de consumo. Porque me libraría de hablar de cómo los ritmos de producción capitalistas que nos bombardean 24/7 con toda una maquinaria propagandística que pinta el consumo como la cúspide de la civilización, han terminado haciendo de cada cliente un chivato que funciona como un policía del consumo. En una sociedad con una interdependencia cancerígena del consumo siempre vas a tener la culpa de ofender a la gente por no poder funcionar como una máquina en tu trabajo.

En todo el tiempo que llevo como camarero he recibido algunas críticas y he leído muchas críticas negativas de otros sitios, y ninguna ha sido constructiva. Supongo que el sueño húmedo de una persona que se ceba poniendo una crítica negativa en una aplicación de reseñas es ese: el de poder vengarse de un trabajador o trabajadora que durante menos de una hora y media de su vida no ha satisfecho sus expectativas. Algo que a la persona que escribe la crítica le lleva un par de minutos y que a la persona recibe la crítica le puede costar el empleo, y un sueldo del que depende para sobrevivir.

"Los trabajadores y trabajadoras no tenemos la obligación de ser invulnerables. Quien quiera ver una obra de teatro, que vaya al teatro, y no a un bar a tomarse una caña. Yo soy camarero y no actor. Y si quieren que sea las dos cosas, eso cuesta bastante más que los siete euros la hora que me pagan"

Todavía recuerdo con desagrado aquel garito en el que trabajaba hace años en el que, además de haber unas condiciones bastante cuestionables y de un jefe que nos trataba como la mierda, se pedían explicaciones exhaustivas cada vez que alguien escribía una crítica negativa en Tripadvisor o Google Reviews, tuviera o no fundamento. Porque por encima de nosotros y nuestra dignidad estaba la integridad del local y aquel funesto lema: "el cliente siempre tiene la razón".

Parece de cajón pensar que el dueño de un establecimiento tiene derecho a saber si sus empleados están contribuyendo o perjudicando al negocio con sus actitudes para con los clientes, aunque estoy seguro de que esa labor requiere una responsabilidad y una cantidad de conocimientos del gremio mayor de la que puede aportar un usuario esporádico que va a valorar en su crítica la superficie de todo lo que sucede en un restaurante. Pero vamos a empezar hablando de que, si mañana se produjera en España una inspección de trabajo sorpresa a nivel nacional, no quedaba en pie ni el kiosko de castañas de la Plaza Mayor. No hay más que echar la vista atrás a los escándalos de la Feria de Sevilla para ver una de las tantas lamentables escenas en las que los hosteleros nacionales han demostrado que como gremio les queda mucho por hacer antes que exigir una excelencia sin miramientos a sus empleados y empleadas.

A Tripadvisor o Google Reviews les importa una mierda en qué condiciones está trabajando esa persona, porque no existe a día de hoy ninguna empresa ni privada ni pública que se preocupe de vigilar que en esos establecimientos se estén respetando las condiciones laborales. Tripadvisor es una aplicación en la que puedes criticar cada matiz de una tortilla de patata o poner a parir las actitudes de un camarero que no has considerado excelentes sin tener que preocuparte de que esa persona que está en cocina o sirviendo en el salón vaya por su décima hora extra de trabajo, esté trabajando sin contrato o haya cobrado lo que le corresponde este mes. Atropellos que sabemos de sobra que se producen diariamente en el sector y que preferimos ignorar cada vez que entramos a un bar a pedirnos una caña.

Es muy conocido el comienzo de la película Reservoir Dogs, en el que los protagonistas discuten en un café si es apropiado o no darle propina a la camarera. Este artículo no pretende resolver esta discusión sino darle profundidad, o al menos darle el contexto necesario para subrayar que el debate es mucho más grande que "Propina Sí contra Propina No". El problema nace de la terrible precariedad de la hostelería española, potenciada por un sistema económico cancerígeno que hace de la explotación su método de subsistencia. Si alguien después de leer todo sigue dándole vueltas a si está bien o está mal darle propinas a los camareros, simplemente no ha entendido nada.

Las aplicaciones de reseñas han terminado añadiendo más leña al fuego en un sector en el que el día a día es una constante tensión de estrés, condiciones laborales pésimas y temporalidad y precariedad. Aquellas aplicaciones que nacieron como “formas colectivas de fortalecer lo comunitario a través del consumo” han terminado convirtiéndose en un Twitter 2 en el que apenas cabe lo constructivo y que termina exigiendo todavía más a un sector ya de por sí bastante conflictivo como es la hostelería. En un sistema capitalista que llama libertad a la capacidad de escapar de los problemas que afectan a la sociedad, la preocupación por terminar con las injusticias de raíz no existe porque sería contraproducente, por eso es más cómodo cubrirla con limosnas y caridad. La “libertad” de unos siempre va a ser la indigencia de otros.

Yo sueño con un mundo en el que la caridad y la limosna no existan. Porque la piedad, ese sentimiento con carga religiosa que tiene como fin disimular la desigualdad, no tiene cabida en un mundo que yo considero justo. Yo quiero un mundo de empatía y apoyo mutuo, y no tener que contar nunca más torrecitas de monedas delante de mis compañeros todos los meses para ver si este mes me salen las cuentas. Mucho menos tener que preocuparme de mendigar reseñas positivas en una aplicación porque la posibilidad de que alguien, con buenas o malas intenciones, decida valorar menos de una hora de mi trabajo pueda costarme todo mi método de subsistencia.

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Daniel Treviño (Madrid, 1992) es camarero. Ha trabajado como jornalero, mozo de carga y en la industria musical. Actualmente compagina su trabajo con la militancia sindical.