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Los youtubers y sus sillas que lucen, la infantilización de Occidente y viceversa

  • En la Viena de Stefan Zweig los jóvenes se "adultizaban" para ganar valor
  • Los youtubers, muchos ya en la treintena, son el más claro ejemplo de la infantilización de Occidente

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El Rubius en unos de sus vídeos de su canal de YouTube
El Rubius en unos de sus vídeos de su canal de YouTube

"Como podéis ver, me encantan las figuritas. Tengo casi 30 años y sigo comprándome juguetes. Seguro que soy la envidia de todos los vírgenes que están viendo este vídeo". El autor de esta frase es El Rubius. El contexto, un house tour emitido en su canal en el año 2019 con el título Mi casa en 5 minutos. La casa en cuestión no era aún la de Andorra, adonde ha decidido mudarse porque es allí donde están "los suyos", tal y como afirmó en un directo en el que, además, comentó que "estaba ya viejo”. Viéndolo así, con su rostro de hormigón, su lata en la mano, sus mechitas rubio platino y su gorra para atrás, con 31 años como 31 soles y las estanterías llenitas todas de Funkos era imposible no pensar en el meme aquel del señor Burns vestido de Jimbo. Porque viejo viejo no es, pero el chaval de la ESO que tendría por edad legitimidad para encajar en esta descripción, pues tampoco.

El problema con los youtubers, pensaba viendo este vídeo, no es, o no solo, que no asuman que los impuestos han de ser progresivos y que en toda sociedad justa el que más tiene ha de contribuir con más. El daño que le hacen al mundo no es fruto únicamente de pasarse por el ojarapel de la yesca las nociones de ética que aprendieron en el parvulario -el mundo sería un lugar más habitable, seguramente, si nadie olvidara lo que aprendió cuando usaba babi, más allá de los colores en inglés y la diferencia de posición entre el rabo de la -a y de la -o minúsculas-. Lo que está mal con los youtubers no es solo su avaricia, si no queremos llamarla falta de solidaridad: son también, rozando o superada la treintena, sus sillas que lucen, sus estantes llenos de monigotes y su tendencia a decorar sus cuartos con más neones que un burdelillo.

En El mundo de ayer. Memorias de un joven europeo, Stefan Zweig habla del Viena de su época y de una costumbre que tenían los jóvenes de entonces: se ponían gafas aunque no las necesitaran o andaban encorvados sin estar tullidos para ser más y mejor considerados socialmente. Se "adultizaban" para ganar valor.

Ahora, sin embargo, tenemos al Rubius chuleando de muñecos cabezones ante una panda de adolescentes a sus 31 años, a Willyrex comiendo huevo crudo con 27 o a Auronplay haciendo bromas por teléfono como las que hacíamos a cobro revertido cuando las cabinas aún funcionaban, época de la que seguramente se acuerde con nitidez porque nació en el 88.

Sin embargo y a pesar de la fecha de nacimiento que marcan sus DNIs, su estética, sus usos y costumbres y su tono de voz, dicción y dejes se parecen más a los de chavales de sexto de primaria que a la de hombres en edad de merecer. Igual es que la edad era otro constructo que había que abolir sin tener en cuenta que la biología no solo existe sino que se impone, que la naturaleza es una cosa fascista y autoritaria que dice "por mis cojones" y se acaba materializando aunque la neguemos y nos atrincheremos y gritemos que nuestros cuerpos serán su tumba, como Madrid. Y se acaba materializando, en este caso en arrugas, canas, cansancio y cada vez peores resacas, por muchas sudaderas de capucha y muchas Nike Tiburón que nos empeñemos en lucir, cada vez con menos gracia.

"¡Que hagan lo que quieran!", pensarán, llegados a este punto, algunos lectores. Que lo hagan, por supuesto. Que sigan acumulando figuritas y peluches, que continúen haciendo retos absurdos y decorando sus casas como si fueran lupanares en una Nacional. La democracia ampara (¡faltaría más!) el derecho al ridículo, a llevar gorra en interior -incluso si es trucker y estamos en 2021- y a forrarse a costa de idiotizar infantes. Sin embargo, una de las paradojas de nuestro sistema, quizá la más perversa, es que en él también tenemos cabida aquellos que queremos abolirlo. Los que abogamos no solo porque Hacienda persiga a estos pillastres, sino por una policía de la moda y la rectitud de usos y costumbres que juzgue y castigue el reguero de crímenes morales y estéticos que van dejando a su paso por la red.

La pandemia silenciosa de la infantilización de Occidente

Que hagan lo que les plazca, además de venderse como víctimas del sistema en un país con más del 40% de paro juvenil. Que sigan compartiendo casa ellos que pueden no hacerlo y llenándola de cajas de Amazon que siempre traen dentro objetos absurdos y que animen a millones de chavales a pensar que la vida es eso, que continúen tintándose el pelo y voceando mucho en sus vídeos. Pero 1) a ver qué les dice San Pedro llegado el momento y 2) serán uno de los grandes exponentes, y así podremos señalarlo los demás, porque el derecho a ser pedante, estomagante, irritante y otras cosas que terminan en "-ante" también lo garantiza la democracia, de lo que, desde hace años, vienen señalando algunos sociólogos y antropólogos: la infantilización de Occidente.

El fenómeno no es exclusivo de los youtubers, aunque son un buen exponente de aquello que premiamos, visitas, likes y suscripciones mediante, como sociedad. Es una pandemia silenciosa de la que apenas se salvan unos pocos, entre los que ni siquiera me cuento. Hace unos meses, cuando les conté a mis primos que iba a ser madre, dos de los más pequeños reaccionaron regular. Una de seis años decía, casi dudando, que cómo iba a tener un hijo si no tenía tripota. Otro, de ocho, optó por la evitación hasta que decidió que quería que la criatura se llamara Mateo por un vídeo viral y por un compañero suyo de la Unión Criptanense, que es el equipo en el que juega al fútbol.

Sospecho que tras esta negación y este silencio suyos no había celos sino incomprensión: ¿cómo iba a ser madre, yo que jugaba con ellos al Fortnite porque lo tenía descargado en el móvil y me sabía las skins, yo que vestía y hablaba con ridículos anglicismos, yo que conocía las canciones que se llevan en Tik Tok, yo que hasta anteayer compartía piso con otros de nuestros primos y que no tenía una casa ni un coche en propiedad como sus padres?

Y es que esa es otra: los youtubers pueden tener críos y casa y coche además de colecciones de monigotes y de juegos de la Play que nunca usarán y de alfombrillas absurdamente grandes para sus ratones y de teclados multicolor. Pero la mayoría de nosotros, de una generación condenada a la precariedad, acumula todo esto como sustituto a aquello que no podemos tener: una vida digna, un alquiler en un piso que no sea compartido, una hipoteca, un futuro en el horizonte. Hemos aceptado gustosamente y sin rechistar la infancia eterna a la que nos han condenado. Nos hemos enamorado de nuestra jaula y la hemos decorado con leds.

A la anécdota de Zweig y los viejóvenes que iban chepados sin ser ellos nada de eso, que denota justo lo contrario que las maneras de nuestros queridos youtubers, se refiere el economista Juan M. Blanco en su charla TEDx La imparable infantilización de Occidente, donde analiza el fenómeno desde distintas ópticas: el juvenilismo o adoración a la juventud, la conversión de la juventud en objeto de culto o el cambio de paradigma en los valores asociados a la madurez por otros relacionados con etapas vitales más tempranas -impulsividad vs. reflexión, derechos vs. deberes, simplificación vs. análisis complejo-.

Analiza además Blanco las consecuencias de esta infantilización occidental, más que palpables a poco que uno sea un poco vivo: el auge de las ideologías del Apocalipsis, del narcisismo o de la cultura terapéutica entendida como la creencia de que las vivencias que nuestros antepasados gestionaban y llevaban a cabo con más o menos normalidad suponen un trauma para nosotros. Un trauma que debe ser tratado por un especialista.

Y es que el efecto Tik Tok, ese por el cual un youtuber o un concursante de La Isla de las Tentaciones o un creativo publicitario de más de 30 es indistinguible de un chaval que cursa sus primeros años de instituto no es una cosa puramente estética. Los peinados estrambóticos y la ropa pajarera y el hablar como adolescentes y el hacer stories indistinguibles en su esencia y objetivos de las fotos que hace décadas colgábamos en el Tuenti es algo que se ve mucho pero que, en el fondo, importa poco.

Lo relevante de todo esto es lo que esconde este uniforme: una cultura que desprecia lo que hasta anteayer eran valores supremos, como la experiencia, la sabiduría, la capacidad de reflexión profunda, la serenidad o la madurez. Una sociedad que rinde culto a lo nuevo solo por el hecho de serlo, que desprecia a los sabios de la tribu por caducos, porque huelen a viejo y porque creen que las cosas del mundo son ordenables de mayor a menor importancia mientras venera el individualismo, la soberbia, el hedonismo, el relativismo y la tendencia a valorar la subversión como un fin en sí mismo propias del adolescente. Y así nos luce el pelo. De colores, concretamente, a la edad a la que nuestros padres llevaban ya media hipoteca pagada.

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Ana Iris Simón es periodista y, actualmente, guionista en Gen Playz. Ha trabajado en las revistas VICE España y TELVA y acaba de publicar su primer libro, Feria (Círculo de Tiza, 2020).