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El mundo mágico del Teatro Colón (por Ángel Fumagalli) Un paseo por el exterior y el interior
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El 25 de Mayo de 1908 el Teatro Colón, el "nuevo Colón" como se le llamaba entonces, abrió sus puertas, tras veinte años de conflictiva construcción. El viejo Colón había plegado sus alas en 1888. Y aunque otras salas cumplían parecidas funciones, como hemos dicho, aquella Buenos Aires próspera, abierta a la inmigración, que miraba al futuro con ilimitado optimismo, hacía impostergable contar con un gran teatro de Ópera. Entre 1886, cuando se elige el predio de la Plaza Lavalle, en el mismo lugar en que había funcionado una estación de ferrocarril, y aquella noche fría del veinticinco, varios nombres empiezan a tejar la historia del monumental Coliseo: el empresario Angel Ferrari, el ingeniero Tamburini, el arquitecto Víctor Meano, el escultor Luis Trinchero y el ingeniero y arquitecto Julio Dormal, quien concluye la obra. Es el italiano Meano quien definió así el tipo de arquitectura del teatro: "Este género, que no llamamos estilo, por ser demasidao manierado, quisiera tener los caracetres generales del Renacimiento italiano, alternados con la buena distribución y solidez de detalle de la arquitectura alemana y la gracia, variedad y bizarría de ornamentación propia de la arquitectura francesa". Ciertamente, la obra se afirmaba sobre los dos grandes pilares que definían la arquitectura que campeaba en Buenos Aires entre fines del siglo pasado y los comienzos de nuestra centuria: el estilo italianizante marcado por Tamburini y Meano y, en lo que hace a la decoración, el estilo francés Beuax Arts impuesto por el belga Dormal. El público que asistió en aquella primera noche del Colón a la representación de Aida de Verdi, quedó deslumbrado. La escalinata principal de mármol de Carrara, majestuosa, con las dos cabezas de león talladas a mano; la cúpula, con sus maravillosos vitreaux de la casa Guadin de París y la gigantesca araña semiesférica con sus 450 bombillas eléctricas, la sala central, imponente en herradura, algo alargada, de 38 metros de largo; las decoraciones del francés Marcel Jambon, reemplazadas desde 1966 por las etéreas y luminosas figuras de Raúl Soldo; el fantástico juego de cobres propuesto por la pana de los tapizados y el amarillo oro de los ornamentos; la discreta y elegante sugestión del Salón Blanco; la suntuosidad principesca del Salón Dorado, con sus columnas, con sus siete arañas y el exquisito mobiliario francés... Todo para deleite de una sociedad que oscilaba entre un genuino deseo de superación cultural y una confianza arrolladora en las posibilidades del país.
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