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Ganador de abril: 'El viaje', de Ioan Urs

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Cuando me llamaron para decirme que venían a recogerme, lo tenía todo preparado. Ya no había nada que hacer. En el piso solo quedaba una radio, que ahora descansaba callada en el suelo. No me la podía llevar y ellos la dejaron aquí pensando que quizás un día de estos volverían para pintar las paredes y acompañar el trabajo con algo de música, sería, si no más fácil, por lo menos mas agradable. El resto de las cosas se tiraron o se guardaron. Mi maleta me esperaba al lado de la puerta. Los pocos muebles que tenía, y que realmente no servían más que para amueblar en parte una habitación, se los llevó Luis por la mañana. Los libros, que llenaban  hasta la mitad  tres cajas para que no pesaran, la colección de fotografías de Magnun, una vieja Olivetti de buen aspecto y que nunca he utilizado, unos discos, una lámpara de mesa y otras pequeñas cosas, la mayoría recuerdos personales que guardaba ya se encontraban  en su lugar asignado en un rincón del garaje de mi hermana. Mis posesiones de toda la vida y todo lo que he  acumulado en estos últimos años que he vivido aquí, en el edificio Oasis, se reducían a seis cajas de cartón  que llevaban mi nombre escrito en un lado. “Soy un hombre de una sola maleta”, solía decir. Supongo que hasta un cierto punto lo he conseguido. El hecho, en vez de preocuparme, me hacía sentir orgulloso. En cambio,  para mi hermana, mi actitud  reflejaba una falta de compromiso con todo lo que me rodeaba.

Eché un último vistazo en la otra habitación, me aseguré que la ventana estaba bien cerrada, pasé por la cocina, probé que el agua estaba cortada, también el gas y volví donde, hasta hace dos días, tenía mi lugar de trabajo. Me gustaba la idea de tener un espacio de trabajo, por muy pretencioso que eso pudiera sonar. Ahora ya no quedaba nada, ni siquiera sillas, así que me senté en el suelo, al lado de la radio, apoyado con la espalda en el radiador para que el sol no me diera en la cara. Decidí poner la radio y encender un cigarro. El humo, que se mezclaba con la luz, hacía más evidente todavía el polvo que habíamos despertado con la mudanza. Desde la pared derecha viejas estrellas de cine y de la música me miraban fijamente. Chet Baker, Charlie “Bird” Parker, Dizzy, Miles Davis, Rita Hayworth, Ava Gardner, Ingrid Bergman, James Dean y alguno más. A todos ellos los traje conmigo el día que me vine a vivir aquí. Ha llegado el tiempo de separarse, pensé y esta vez no podéis venir conmigo. Quizás por culpa de la música que sonaba en la radio, quizás por aquel último cigarro que me estaba fumando allí debajo de la ventana, sentí, de repente, la necesidad de despedirme de todo y de todos. El taller de fotografía, la pequeña escuela, los viajes diarios en el autobús para llegar a trabajar, las tardes de cerveza y de charlas en la barra de Leandro, el partido de cada sábado, las noches de insomnio y hasta mi viejo escritorio donde solía abandonar mis proyectos, estaban ahora muy presentes en esta habitación. Nunca hubiera imaginado que un billete de ida, sin fecha de regreso, pudiera llevar consigo semejante sensación de melancolía.

El chirrido del telefonillo, abusivo y prolongado, se encargó de recordarme que me tenía que ir.

-       Tienes que bajar ahora mismo, me dijo mi hermana. No hemos encontrado aparcamiento libre, así que date prisa.

Abandoné la colilla en el fregadero de la cocina, me sacudí el polvo de los pantalones, me puse la chaqueta, cogí la maleta y salí por la puerta sin mirar atrás.

-       ¿No te has olvidado nada?,me preguntó mi hermana mientras me abría el maletero de su coche.

-       No, no creo. ¡Toma!, le dije, aquí tienes las llaves. Haz lo que hemos hablado. Si tengo que volver antes de lo previsto, ya te avisaré.

En el camino hacia el aeropuerto, me acordé de que quizá si había olvidado algo.

- Tienes que volver al piso, le dije. Puede que se haya quedado la radio encendida…