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Lo que dejó el tifón Yolanda

  • Se cumple un mes del tifón Haiyan, el más mortífero que ha azotado Filipinas
  • Hay zonas donde 30 días después, aún no ha llegado la ayuda humanitaria

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Filipinas luchas por recuperarse un mes desde que el tifón Haiyán

En las localidades filipinas, barangay significa 'barrio', o 'vecindario'. No es lo mismo un pintoresco barangay con playa mecido por el sonido de las olas que otro situado en el interior. Son cosas en las que hasta hace poco Beth podía pensar para matar el tiempo.

Hace un mes, cuando el tifón Haiyan la sorprendió, se guarecía en las ruinas de una vivienda de varias plantas construida sobre un promontorio pegado al mar, en uno de esos barangays bonitos, muy cerca del Consistorio de la ciudad de Tacloban en las Visayas Orientales de Filipinas.

Calentaba agua en una olla para potabilizarla, y unos metros más allá de la pequeña hoguera, un grupo de hombres con uniforme de color naranja removían los restos informes de varios edificios reducidos a una montaña de escombros. Buscaban cuerpos. La secuencia se repetía con cada hallazgo: Dos de ellos despliegan una bolsa alargada de color negro y la aproximan al cadáver que los demás extraen con cuidado de una oquedad maloliente.  Cuelgan pegados trozos de basura y jirones de ropa deshecha. La descomposición tras varios días de calor y humedad hacen que sea difícil de manejar. El olor inconfundible invadía el lugar, contrayendo el gesto de los vecinos que deambulaban intentando recuperar sus pertenencias.

El reto de superar la tragedia

Los días transcurridos no les han hecho acostumbrarse. Los jovenzuelos del barrio juegan sobre los pedazos de hormigón; lo han perdido todo, como Beth, pero tienen la vida por delante; tienen tiempo: les resulta más fácil asirse a un pensamiento alegre para olvidar la tragedia. Otros niños han tenido menos suerte. Han muerto o no han superado el shock y soportan las horas con la mirada perdida.

En el recuerdo, aquella mujer y su bebé, yaciendo sobre una mesa de madera. Grotescamente rígidos, parecían maniquíes ennegrecidos. Formaban parte de un escenario imposible de viviendas despedazadas que se amontonan o muestran sus estancias como visceras desgarradas. Es una coherencia espeluznante difícil de digerir.

La vista se pierde en lo que queda tras haber pasado el barrio por una picadora. Los pedazos son tan pequeños que es imposible saber donde acaba una manzana y donde empieza otra. Aquí y allá, los supervivientes buscan refugio bajo cualquier voladizo, y continúan viviendo. El hambre aprieta y la lluvia arrecia de nuevo. Las bolsas negras se van alineando sobre una placa de cemento. Los vivos se alinean también, mudos, contemplando a los bomberos resoplar mientras depositan uno tras otro a sus convecinos.

La fatalidad les puso en uno u otro lado y no queda más que seguir adelante. Las bolsas cerradas adoptan la forma de sus ocupantes rígidos tal y como quedaron tras fallecer. Yolanda, el nombre que los filipinos dieron al tifón Haiyan, les mató sin preguntar, dejando sus cuerpos revueltos, sin decoro, ante la vista de conocidos y amigos, vivos afortunados. La muerte siempre es solemne, pero cuando las catástrofes naturales imponen su horror, la dignidad también se pone a la cola de todo lo que es preciso reconstruir de nuevo.

Sin ayuda tras 30 días

El reconocimiento de esa dignidad también implica el derecho a recibir ayuda con la mayor eficacia y diligencia. Ha pasado treinta días desde que sucediera la catástrofe y aún quedan amplias zonas rurales a las que no ha alcanzado la acción de las instituciones nacionales e internacionales.

En muchos sitios, como Liberty y Capoocan, encontramos gente que no había recibido ningún tipo de ayuda entre diez y veinte días después del tifón”, explica Karla Bil, coordinadora médica de la ONG Médicos sin Fronteras, y añade: “Nadie se había detenido allí antes. Cuando llegamos, nos encontramos a mucha gente con heridas graves”.

Revisando los titulares de los periódicos y las noticias en televisión, se podría tener la sensación de que la prioridad en la ayuda a algunos destinos como Tacloban o Samar fuera a rebufo de la cobertura mediática que produjo el desembarco masivo de periodistas en esos lugares; o sea, que los minutos de televisión pesaron más que una asignación racionalizada de las organizaciones donantes.

La importancia de los medios

Por otro lado, si el impacto mediático predispone a gobiernos e instituciones a actuar con mayor rapidez, parece coherente que las cámaras y la ayuda tiendan a encontrarse sobre el terreno, al menos en los momentos iniciales de mayor intensidad. La población suele ser muy consciente de esta realidad.

Cinco días después del tsunami provocado por el supertifón, un joven conduciendo una motocicleta se aproximó a nuestro equipo solicitando que diésemos cuenta de la situación en la que se encontraba el lugar del que procedía. Denunciaba que Tacloban acaparase los recursos y la atención de medios y políticos, mientras que en su aldea los cadáveres continuaban expuestos al aire.  Su estrategia fue clara: utilizar a los informadores como intermediarios y hacer reaccionar a las instituciones espoleando a la opinión pública.

Lo cierto es que los damnificados que caen fuera del paraguas reactivador de la ayuda, ya sea debido a la destrucción de las vías de comunicación o a otras causas, quedan expuestos al desamparo y a la merma de los suministros.

“Las infraestructuras y las comunicaciones se han visto seriamente dañadas, así que la idea es proporcionar a estas familias kits básicos de ayuda para que puedan mejorar, aunque sea de una manera muy básica, su actual calidad de vida”, dice Manfred Murillo, logista de Médicos sin Fronteras.

Más de 5.200 muertos

El zarpazo de Yolanda arrancó la vida a más de 5.200 filipinos y deja a muchos más con lo puesto. Los edificios públicos de mayor tamaño, escuelas, auditorios, iglesias, se convierten inmediatamente en refugio de los que lo han perdido todo. Supervivientes agrupados en familias o lo que queda de ellas se instalan provisionalmente en las gradas del Centro Nacional de Convenciones de Tacloban. Cualquier hueco, esquina, que pueda delimitarse como espacio propio es ocupado.

Un cartón grueso es un buen colchón porque aisla del suelo. Una manta, un impermeable, son tesoros. Algo que comer y beber, un milagro diario.

La carestía, el caos y la ausencia de autoridad sobre el terreno, propician la proliferación de oportunistas que saquean comercios y propiedades desatendidos por sus dueños. El ejército y la policía se despliegan para proteger los lugares susceptibles de ser asaltados y mantener la calma en las colas de reparto de víveres.

600 convictos fugados

El miedo a los robos se convierte en un tópico en las conversaciones, y no ayuda saber que se ha producido una fuga masiva de la prisión de la ciudad; cuando el nivel del agua comenzó a subir peligrosamente, los funcionarios abrieron sus puertas para evitar la muerte de los presos. Esto provocó la huida de un número de convictos en penales de toda la provincia que las autoridades cifran en torno a 600, muchos de ellos pertenecientes al Frente Moro de Liberación.

Sin embargo, proveerse minimamente de ropa y alimentos lleva a mucha gente normal a tomarlos de las tiendas anegadas. Algunos lo confiesan con pudor, y otros se vanaglorian de resistir a la tentación. Allan vende bolsas de Nescafé, expuestas sobre una caja de cartón a modo de mostrador en plena calle. Al día siguiente ofrece un pollo vivo que  nadie sabe de dónde ha salido. Ríe y disimula mientras algunos vecinos cuchichean detrás que lo ha robado.

La presencia generalizada de aparatos eléctricos en la vida diaria, provoca un replanteamiento drástico del día a día cuando los enchufes dejan de funcionar. Y no se trata solo de comodidades prescindibles. Tras el desastre, llegó la necesidad imperiosa de comunicarse con los familiares, de saber y de hacer saber. El acceso a internet y la cobertura de telefonía móvil quedaron interrumpidos.

Poco después del tifón, el gobierno local instaló un servicio gratuito de llamadas telefónicas y recarga de móviles,  así como en una semana restableció la cobertura en las proximidades del ayuntamiento, pero las horas que las baterías de los teléfonos móviles aguantan hasta consumir su carga convierten las conversaciones en una paradójica cuenta atrás hacia el silencio y el aislamiento hasta hallar de nuevo algún generador surtido de combustible.

Lenta recuperación

Tras este primer mes, los grupos de afectados que deambulan intentando conseguir ayuda han dado paso a las bicicletas, a pequeños sidecars, a las motocicletas reparadas a retazos, y a los vehículos que se han salvado, rápidamente alquilados a periodistas y cooperantes extranjeros. Y sobre todo a los potentes todoterrenos de las organizaciones de cooperación internacional y ONG´s.

El grado de destrucción de la ciudad es tal que prácticamente todos sus habitantes han resultado afectados en algún grado. Las historias personales inundan lo cotidiano y nadie es un héroe, porque todos lo son en tanto que han sobrevivido o han muerto en circunstancias excepcionales.

En el barangay número 61, una casa resistió protegida entre un grupo de viviendas. El agua subió hasta la segunda planta y catorce personas se salvaron refugiándose en la techumbre tras abrir un agujero. Bomberos, policías, y personal sanitario locales aparcan la pérdida personal para dedicarse a atender a la población en interminables turnos.

Fernando, dueño de una empresa de alquiler de coches, reconstruye su negocio ofreciendo los pocos vehículos que pudo rescatar a las organizaciones llegadas a la ciudad.  Cada mañana acude al hotel Leyte Park, donde la cooperación internacional de varios países, entre ellos España, diversas ONG´s, y la Cruz Roja Filipina, han establecido bases.

Junray, el responsable de la recepción,  ha puesto en orden cada noche los registros para mantener el orden el funcionamiento de un hotel sin agua ni electricidad, del que no quedan más que un porcentaje de los muros y los techos. Con una regla y un bolígrafo recompuso a mano bajo la luz de una vela los formularios para seguir trabajando. Ha sufrido pérdidas familiares, pero para cada cliente tiene una sonrisa y una solución.

Acechan las enfermedades infecciosas

Cajas llenas con suministros médicos atestan el hall del Hospital Regional de Visayas Orientales. El personal del centro va asignando tareas a médicos y enfermeros recién llegados, cuyos uniformes con rótulos y banderas de diferentes nacionalidades inundan los pasillos atestados de heridos. La mayoría fueron víctimas de caída de techos, lesiones medulares, cortes y roturas en pies y extremidades, y contusiones graves debido a que el agua arrastró toda clase de objetos que actuaron como proyectiles sobre aquellos a los que alcanzó el golpe de mar.

En este tiempo acechan las enfermedades infecciosas derivadas de la insalubridad y la podredumbre. Un equipo de médicos españoles estuvo en el hospital. Aixa, una enfermera española especializada en pediatría, vivió un episodio muy especial. Atendió a un bebé de tres días que ni siquiera tenía nombre.  A pesar de lo reciente del parto y el agotamiento, la madre seguía sus explicaciones de pie junto a la cama. La enfermera guió sus manos en la forma correcta de manipular y explorar el diminuto cuerpecito.

El niño sin nombre, muy débil, respiraba con dificultad. La septicemia se hizo fuerte y su pugna por la vida se ha apoderó del corazón de Aixa, que le regala precisamente esa primera posesión de cualquier ser humano, el nombre. Se llamará Ángel. Sin embargo Ángel no resistió y hoy ya no es más que un recuerdo muy triste en la memoria de la voluntaria española.

Padres que pierden a sus hijos, y también críos que corretean porque ya no tienen padres. Éstos se juntan y se dan compañía, hacen pandilla a pocos días de convertirse en niños de la calle. Se apelotonan en las tuberías rotas de la red pública para lavarse con el agua que gotea, o juegan a columpiarse en el tendido eléctrico que los postes derrumbados dejan al alcance de sus brazos.

En las colas de asistencia médica, aguardan agarrados a la mano de algún familiar. Tienen esa mirada que el fotoperiodismo ha retratado miles de veces y soportan sus heridas callados, esperando el turno de ser atendidos. Unos han quedado paralizados, perdidos, intentando digerir lo que ha ocurrido. Otros siguen adelante protegidos por ese mecanismo de autodefensa tan eficaz como es la capacidad de jugar. Algunos hallarán refugio y a otros los tragará la marea de miseria que se aproxima.

Colas en el aeropuerto

En el aeropuerto, los que aguardan un hueco en un avión forman una fila interminable bajo la torre de control.  Periódicamente aterriza un C130 de transporte y un soldado abre la puerta de malla metálica para dejar pasar un cupo de personas. La gruesa hilera de personas se mueve y con ellas sus bártulos y lo que han conseguido acarrear.

Stephanie carga sus pertenencias en un carrito de supermercado que se ha convertido en su pequeño hogar mientras espera su turno. Una pareja de abuelos sostienen a sus dos nietos pequeños. Caen a plomo los 40 grados de un sol abrasador, pero en cinco minutos el cielo se cubre y un diluvio arruina maletas y petates empapándolo todo.

Otros desembarcan con la esperanza de hallar familiares desaparecidos, o para ayudar. La desgracia es campo abonado para el oportunismo, y también lo es para la solidaridad. La vida sigue, se abre paso, y no podrá arrancarla ni la peor ráfaga de viento.