Por las fronteras de Europa   William Gerhardie: Un inglés chejoviano 24/01/2023 09:33

Personaje convertido en legendario con el tiempo, más allá incluso de su propia literatura, William Gerhardie vivió todas las turbulencias imaginables de las primeras décadas del siglo XX, cosa que filtró en su obra con no poca genialidad y sentido del humor entre británico y ruso. Una vena, la comicidad rusa, desde Gógol a Bulgákov, muy presente en su literatura, por no hablar de esa permanente ironía propia de Chéjov - por el cual Gerhardie sentía auténtica adoración- y de sus personajes que vegetaban tantas veces entre la nada y la más pura indecisión. Una clave esta, la indecisión, repetida sin cesar por Gerhardie en su obra como motivo de inspiración.

Nacido en 1895 en San Petersburgo, en el seno de una familia inglesa, cosmopolita y, sobre todo, políglota, que viajaba de una lengua a otra, como lo hacía por todo el mundo, Gerhardie fue educado en Rusia para más tarde continuar sus estudios en Oxford. Al acercarse la Revolución, su padre, un rico industrial de origen belga, se vio obligado a abandonar la comunidad inglesa de San Petersburgo y trasladarse en 1913 con su familia a Londres. Durante la Primera Guerra Mundial, aprovechando su formación políglota, William Gerhardie, con tan sólo 21 años, sería enviado de nuevo a Rusia, a la Embajada inglesa de su ciudad natal. Destinado como agregado militar británico en esa ciudad, dos años más tarde, tras su regreso a Londres, volvería de nuevo, en esta ocasión a Siberia, uniéndose a la misión militar británica en Vladivostok después de cruzar América y Japón. En plena tormenta de la Revolución y la Guerra Civil rusa, se embarcaría hacia una misión militar en Serbia. En 1920, dejó el ejército e hizo un largo viaje de regreso a Singapur, Ceilán y Port Said. Numerosas experiencias que utilizaría en sus obras.

Tras la Primera Guerra Mundial y tras sus numerosos viajes emprendidos, a los 27 años, Gerhardie publica su primera y maravillosa novela mítica, Futilidad, con prólogo de Edith Wharton, convirtiéndose inmediatamente en una celebridad. Katherine Mansfield lo alaba, así como los más grandes de su tiempo: un joven Graham Greene, Anthony Powell, H. G. Wells, C. P. Snow, Bernard Shaw, Arnold Bennett y, sobre todo, Evelyn Waugh, que pronunciará más tarde una famosa frase: “Yo tenía talento, pero él era un genio”.

Por su lado, Nabokov, que siempre resaltó el importante papel (no siempre reconocido por la posteridad) de Gerhardie en la literatura de entreguerras, dijo: “Para mi generación, Gerhardie fue el <nuevo> novelista más importante aparecido en nuestras jóvenes vidas”. Convertido en el icono de toda una época, décadas más tarde, el escritor británico William Boyd lo recuperaría en su novela Las aventuras de un hombre cualquiera de 2002, utilizando la figura de Gerhardie, junto a la de Cyril Connolly, como inspiración de su personaje principal, el escritor Logan Mountstuart.

Sin embargo durante mucho tiempo no fue así. Muy pronto famoso, sería gradualmente olvidado. Durante la Segunda Guerra Mundial, Gerhardie sirvió en la Reserva de Oficiales de Emergencia, y de 1942 a 1945 trabajó con la BBC en su División Europea, donde fue primer editor de un programa de idiomas. Al acabar la guerra, la estrella de Gerhardie se fue desvaneciendo poco a poco y apareció progresivamente como alguien pasado de moda. Aunque continuó escribiendo, no publicó ningún trabajo nuevo después de 1939. Gerhardie vivió los últimos 37 años de su vida en el West End de Londres en un aislamiento cada vez mayor, muriendo en esa misma ciudad en 1977. Entre los asistentes a su funeral se encontraba su buena amiga, la escritora Olivia Manning.

Tras la aparición de Futilidad, pasados tres años, en 1925, Gerhardie, que siempre diseminó fantásticamente su propia biografía entre estirpes, o más bien troupes, de familias de expatriados europeos por Rusia u Oriente, y a través de historias ligeras, cómicas, agridulces, de engañosa “insignificancia” e irónicamente tan fútiles y tan inútiles como sus protagonistas, publicó otra obra no menos espléndida: Los políglotas, aparecido en nuestro país en Impedimenta, con una traducción de Martín Schifino.

Con el trasfondo de la incesante agitación provocada por los ecos de la revolución rusa, una vez pasada la Primera Guerra Mundial, esta novela era de nuevo un delirante viaje o periplo sentimental y espiritual, protagonizado por un personaje que se convertiría en legendario, lo mismo que el propio Gerhardie: Georges Hamlet Alexander Diabologh, nacido por azar en el Lejano Oriente. Alrededor de él se mueve caóticamente un mundo excéntrico y variopinto poblado por generales rusos e ingleses, exiliados belgas de la alta sociedad, pícaras niñas preadolescentes a lo Nabokov, soñadoras y caprichosas jóvenes volubles como la amada de Diabologh, Sylvia, y largas parentelas más o menos imprecisas, que rodean a esa presencia estelar que es la irreproducible tía Teresa del protagonista, en torno a la cual gravita todo. Todos ellos están impregnados por la presencia, al modo de un aire vago y permanente, del “mundo anglosajón” como dirá sarcásticamente Diabologh, cronista supuesto de las aventuras de todos ellos: “Si estuviera llenando estas páginas en el idioma de la bella Francia, lo haría con franqueza inaudita y maupassantiana, pero vivimos en un mundo anglosajón, de presunta moderación”. Y también políglota, habría que añadir. Sin por ello perder ni un ápice de identidad, como se defenderá Diabologh cuando un personaje le acuse de “indeterminación”: “Usted no es inglés… ¡usted es un políglota!”. A lo que Diabologh le responderá para sus adentros: ”Si usted hubiera nacido en Japón y crecido en Rusia y para colmo se llamara Diabologh, sin duda querría ser inglés”.

Una obra en la que, de nuevo, como sucedía en Futilidad, Gerhardie apenas ocultaría su devoción por Chéjov, autor al que le dedicaría un ensayo. Si en aquella novela anterior la admiración por la obra Las tres hermanas inspiraba casi directamente toda su escritura y la manera de vivir de sus protagonistas (titulando incluso “las tres hermanas” su primer capítulo) aquí, en Los políglotas, veíamos de nuevo a sus personajes, como sucedía en muchos relatos de Chéjov, atrapados en la repetición y la indolencia, en la nula comprensión de lo que les está sucediendo, incapaces de otra cosa más que de soñar despiertos y, como mucho, repetir frases hipnóticas, como les sucedía a los personajes de Las tres hermanas, cuando repetían “¡A Moscú, a Moscú!”, traducido irónicamente en la obra de Gerhardie por “À Berlin, à Berlin!”, dicho en francés, lo que les daba más tono y entidad. Unos latiguillos en las conversaciones, unas frases repetidas sin demasiado sentido, que también repetían, hasta el final de sus vidas, los burgueses provincianos de Chéjov, perdidos en medio de su propia vaciedad, quizá como única característica, o minúsculo asomo de individualidad, que quedaría de todos ellos, una vez fueran devorados por el inexorable paso del tiempo y por el frenético devenir de unos acontecimientos, la revolución en puertas, que apenas habrían rozado

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