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Día de la madre

Antología de la carta a la madre: las misivas de Lorca, María Antonieta o Mozart

  • El editor Nicolas Bersihand publica Carta a la madre, fruto de su pasión por el género epistolar
  • Una selección de 120 cartas de figuras históricas a sus madres

Por
Federico García Lorca.
Federico García Lorca.

Para Nicolas Bersihand (París, 1976), las cartas de personajes históricos son una forma de vida. Fundador de la editorial DesLettres, especializada en el género epistolar, su pasión es devorar misivas. “La correspondencia es el gran género emocional e íntimo de la humanidad”, señala. “Erasmo de Rotterdam, por ejemplo, consideraba que su mejor obra era el epistolario que concibió con las cartas que intercambió con otras personas de su época”.

Entre esas correspondencias, Bersihand ha creado una antología de las dirigidas a las madres (Cartas a la madre, editado por Plan B) por artistas y figuras históricas que ha jerarquizado sentimentalmente en el libro. Una obra ambiciosa para la que necesitó año y medio hasta seleccionar 120 cartas finalmente.

“Pobre madre, ¿cómo podré compensarte, cuándo te compensaré y podré jamás compensarte con ternura y amor todo lo que tú haces por mí?”, escribía Honoré de Balzac a su madre en 1832. Una pregunta retórica que se repite una y otra vez en el libro. “Mi padre y mi madre son las únicas personas sobre la tierra para las que nunca nada me parecerá demasiado bello”, prácticamente celebraba Antón Chéjov en 1877. O, como confesaba Richard Wagner a su progenitora: “Sé que, si todo lo demás me abandonara, seguirías siendo mi último y más querido refugio”.

Bersihand destaca que apenas existen libros en el mundo de esta temática y ninguno tan prolijo. Ninguno, de hecho, en español y, por tanto, de personalidades españolas. Ya en prisión, Miguel Hernández, dirigía estas conmovedoras líneas: “Madre, me acuerdo mucho de ti. No sufras, come, cuídate y ya vendrán mejores tiempos. Ya estoy aquí en la enfermería de la prisión, un poco impaciente de llevar treinta y siete días en cama, y eso que es la primera vez que duermo en ella después de dos años y medio de prisión (un poco más). Bueno, vieja, se me cansa la mano y te voy a abrazar, no es muy fuertemente, porque no puedo, pero sí con las fuerzas necesarias con que cuento actualmente”.

A comienzo de los años 20, Federico García Lorca, busca la complicidad de su madre para convencer a su padre sobre permanecer en la Residencia de estudiantes: "No [te] disgustes, tontica, conmigo porque te diga que escribir cartas es un latazo; ya sabes muy bien de qué manera lo digo", escribe con cariño.

Potada de Cartas a la madre (Plan B), de Nicolas Bersihand. PlanB

"Las cartas son la madre de la literatura"

“¿Por qué pienso que las cartas a la madre tienen un lugar especial y son quizá más emocionantes?”, se pregunta Bersihand. “Mi teoría es que reúne varios elementos: primero, que la correspondencia es la madre de la literatura; segundo, que la madre es el origen de la vida y el amor; y hay otro elemento que es el idioma materno: la inmensa mayoría de la población mundial hemos aprendido el idioma materno. De alguna manera, las cartas de hijos e hijas a una madre son una respuesta a ese regalo que es idioma materno, es devolver. Me llamó la atención la belleza de las cartas”.

Vayamos a las hijas. Recién llegada a Versalles, María Antonieta, entonces con quince años, escribe a su madre: “os juro que todavía no he recibido una de vuestras queridas cartas sin que me brotaran las lágrimas por la pena de estar separada de una madre tan buena y tierna, y, a pesar de que estoy muy bien aquí, desearía ardientemente ver a mi muy querida familia al menos por un instante”.

En 1854, al finalizar la escritura de Mujercitas, Louisa May Alcott, se dirige a su madre: Cualquier belleza o poesía que se encuentre en mi pequeño libro se debe a tu interés y aliento de todos mis esfuerzos desde el primero hasta el último; y si alguna vez hago algo de lo que pueda estar orgullosa, mi mayor felicidad será poder agradecértelo, como puedo agradecerte todo lo bueno que hay en mí”.

Charles Baudelaire y las relaciones tóxicas

“Pienso que la correspondencia es el género más femenino de todos”, opina Bersihand. “Es donde las mujeres han encontrado el lugar de la expresión de los afectos. Las mujeres se toman más tiempo y ponen algo más que la mera utilidad. Es algo que sigue sucediendo hoy en día. Además, en la relación madre e hija aparecen menos oscuridades que en la relación madre-hijo”.

Esa oscuridad se muestra en el poeta Charles Baudelaire, cuya tendencia a dilapidar el dinero familiar fue cortada en seco por su madre, hasta el punto que le obligó a vivir prácticamente en la pobreza. Pero, sobre todo, porque jamás entendió la poesía de su hijo. No solo no llegó a leer algunas de sus obras: cartas que el poeta le enviaba eran devueltas por su madre sin llegar a abrirlas siquiera.

En una carta de 1861, vibra esa relación patológica: “Si sientes algún reproche en esto que te he escrito, al menos debes saber con certidumbre que no altera en nada mi admiración por tu gran corazón, mi reconocimiento por tu dedicación. Siempre te has sacrificado. Tienes espíritu de sacrificio. Menos razón que caridad. Te pido más. Te pido, a la vez, consejo, apoyo, comprensión completa entre tú y yo, para dejar clara esta cuestión. Te lo suplico, ven, ven. Estoy al límite de mis fuerzas nerviosas, al límite del valor, al límite de la esperanza. Veo una continuidad del horror”.

Si muchas veces se ha señalado el papel capital que han jugado las parejas sentimentales de figuras históricas, el libro también recuerda el de las madres, como el caso de Adam Smith, padre del liberalismo económico, que vivió toda su vida en casa de su madre, entregado a sus teorías pero ajeno a cualquier labor doméstica. Tras la muerte de su progenitora, recuerda: “La separación definitiva de una persona que me quería más de lo que cualquier otra me querrá nunca es como si alguien me hubiera asestado un fuerte golpe”.

El duelo, de hecho, es el último capítulo del libro, donde destaca una carta de Marcel Proust, fechada en 1906, donde el autor de En busca el tiempo perdido, describe a un amigo un dolor irreparable. “Toda nuestra vida no fue más que una preparación, ella enseñándome a vivir para cuando ella faltara, y esto desde la infancia, cuando se negaba a venir diez veces a darme las buenas noches antes de salir, al ver que se la llevaba el tren cuando me dejaba en el campo, cuando más tarde en Fontainebleau y este mismo verano en que fue a Saint-Cloud y yo la llamaba a todas horas con cualquier excusa. Esas angustias que acababan con cualquier palabra por teléfono, o su visita a París, o un beso, con qué fuerza las siento ahora que sé que nada podrá calmarlas”.