Zarpé el 9 de junio de 1890
rumbo a Shangái
a bordo de un carguero alemán.
Tenía 27 años.
Mi familia era pobre
y muy numerosa.
Yo no sabía nada del mundo,
porque desde niña estuve empleada
en una hilandería,
una fábrica donde se producía seda,
en Castano Primo,
un pueblecito cerca de Milán.
Me fui a Shangái para trabajar,
acompañando a mi patrón,
el señor Beretta,
que había sido contratado
por una compañía inglesa
como director
de una de las hilanderías
que habían abierto en China.
Yo tenía que ayudarle a organizar
el trabajo de las obreras.
Desconocía
lo que me esperaba en China,
pero sabía que si
me hubiera quedado en el pueblo
en el que nací y crecí,
habría seguido siendo
una simple obrera
hasta que me hubiera casado.
Habría pasado
de la esclavitud de la fábrica
a la de un marido
que me habría hecho tener hijos,
uno tras otro.
Mi madre murió de parto
después de nueve embarazos.
Yo no quería terminar como ella.
¡Mejor un viaje
hacia lo desconocido
que un destino ya escrito!
Nací en 1863 en Castano Primo,
un pueblo del norte de Italia.
Era la mayor de 12 hermanos.
A los 10 años ya trabajaba
en la hilandería del señor Beretta.
Mujeres y niñas trabajábamos
en un hangar enorme,
bien apretadas unas junto a otras.
Nos llamaban las hilanderas.
Nos pagaban una miseria
y los turnos eran extenuantes:
¡hasta 16 horas al día!
Trabajaba como un animal,
pero era fuerte
y nunca caí enferma.
No me quejaba ni siquiera
cuando la temperatura del agua
donde metíamos las manos para sacar
la seda de los capullos
llegaba a los 80 grados.
Estamos en la segunda mitad
del siglo XIX.
Es una chica de familia casi pobre,
hija de un fabricante de escobas,
por lo tanto una familia modesta
que trabaja
en una hilandería de seda.
Tenía determinación.
"Dura como el cuero",
como decía mi patrón,
el señor Beretta,
quien justo por este motivo
y después de 10 años
me hizo jefa de sección.
Desgraciadamente un día
los gusanos de seda
empezaron a morir
por una extraña enfermedad,
justo ahora que me habían ascendido
y me habían subido el sueldo.
La situación era desesperada
cuando llegó un golpe de suerte.
La empresa inglesa
Jardine, Matheson and Company,
una potencia inglesa
con sede en Hong Kong
y varias sedes en Shanghái,
se puso en contacto con mi jefe.
Los ingleses eran expertos
en la elaboración de algodón,
pero no sabían nada
de la producción de seda.
¡La seda la sabían tratar
solo los italianos!
Hay que recordar
la importancia que ha tenido
la industria de la seda
en muchos lugares de Italia
en el siglo XIX,
en Toscana
y en los valles lombardos.
Había grandes capacidades,
tanto desde el punto de vista
de la mano de obra
como desde un punto de vista
más elevado.
Los ingleses
utilizaban la mano de obra italiana
que probablemente era más barata
que la inglesa.
El señor Beretta
enseguida aceptó ir a Shanghái
a dirigir la hilandería
y me pidió que le acompañara.
"¡Eres fuerte como un toro
y testaruda como una mula!
¡Necesito a alguien como tú
para organizar el trabajo!"
El señor Beretta me entregó
un buen contrato para firmar:
tenía que quedarme en China
cinco años,
pero ganaría un buen sueldo.
Era la gran oportunidad de mi vida
para no terminar como mi madre.
No era un ambiente rural,
era más bien empresarial,
así que se comprende
que dado su carácter
más bien emprendedor,
una cierta formación,
lo que había progresado
en la fábrica
al dejar de ser una simple obrera,
además
de sus necesidades económicas
y la curiosidad que le producía
el mundo, decidieron marcharse.
9 de junio de 1890,
fecha importantísima.
Tenía 27 años
y me embarqué en Génova
en un carguero alemán
que me llevaría a Shanghái
donde el señor Beretta
me estaba esperando.
Era la primera vez que veía el mar.
Y por primera vez en mi vida
estaba sola.
Me sentía
como una verdadera aventurera.
Estaba orgullosa y feliz.
Iba a ganar el dinero
que me haría independiente.
Me sorprendió que estas mujeres
en aquella época
pudieran haberse atravesado
el planeta
sin dinero
y sin acompañante,
sin GPS, sin agua embotellada,
sin aviones, sin barco de vapor...
En el barco
había poquísimos pasajeros
y ninguno hablaba italiano.
Para poder contar a alguien
lo que veía
empecé a utilizar un diario,
aunque apenas supiera leer
ni escribir,
ya que solo había ido a la escuela
hasta tercero de primaria.
Escribiendo tenía la sensación
de hablar con alguien.
Empieza a escribir
un detalladísimo
y encantador diario
que es un resumen,
comparado con las 600 páginas
de otras viajeras.
El viaje duró 37 días
y el carguero hizo escala
en muchos puertos.
No se comunica con nadie.
No entiende nada de todo
lo que sucede a su alrededor,
así que escribir es la única manera
de pasar el rato,
además del evidente interés
por observar ciertas cosas.
Recuerdo cuando llegamos a Egipto,
a Puerto Saíd,
y vi por primera vez
a los moros de Abisinia.
Tenían la piel negra
como el carbón,
y como vestido
llevaban solo un trapo
que les tapaba sus vergüenzas.
Pero aunque fueran medio desnudos,
no resultaban escandalosos
porque su piel
parecía de terciopelo.
Sí que entiende que viene
de un ambiente cerrado
como el de su pueblo,
por el hecho
de que a los negros les llama:
"Negros como diablos."
Y escribe:
"Son negros como diablos,"
pero modera esta observación
diciendo:
"Pero aunque sean negros
y vayan desnudos
no impresionan tanto."
Eran fortísimos,
y cargaban y descargaban
nuestro barco
llevando pesos enormes
sobre los hombros.
Me daban pena
y les regalé los cacahuetes
que me habían sobrado de la comida.
Ellos
me lo agradecieron inclinándose.
Por primera vez en mi vida
me sentí como una señora.
No tiene la ocasión
ni la capacidad
de hacer comentarios
que vayan más allá de la percepción
de las cosas,
pero es muy interesante
precisamente por esta espontaneidad
de captar algunos detalles.
Un pequeño texto puede facilitarnos
la idea de un mundo,
de una situación
sin tantas palabras.
El valor del pequeño diario
de Giuseppina Croci
reside en su espontaneidad.
Una de las cosas más extrañas
que viví durante el viaje
me sucedió en Suez.
Era el 17 de junio de 1890
cuando de repente el sol
empezó a perder su luz
y pareció que estábamos en enero,
por el frío que hacía.
Algunos en el barco
miraban hacia el cielo
con un cristal ahumado.
El fenómeno duró algunas horas
y luego el sol volvió a ser
el mismo de siempre,
y el calor,
lamentablemente, también.
Suez me gustó porque el canal
me pareció igual
que el Canal Villoresi
que cruzaba mi pueblo.
La apertura del canal de Suez
que hace menos lentos,
menos largos los viajes
en travesías que antes
eran impensables
y empieza a haber
una serie de facilidades
y empiezan a haber
una serie de agregados
que facilitan de alguna manera
que la mujer se adentre
en determinadas regiones.
El viaje fue agotador.
Me mareaba.
La sed y el calor eran tan
horribles que no conseguía dormir,
ni siquiera yo
que me hubiera quedado dormida
sobre un saco de pulgas,
pero nunca dudé
de que lo conseguiría,
incluso cuando atravesamos
el Océano Índico
y vivimos ocho días
ininterrumpidos de tormenta.
La temeridad,
la valentía,
la seguridad en sí mismas,
esa fuerza que las acompañaba
eran mujeres cosidas a mano,
eran de alta costura,
no eran pret a porter.
Eran mujeres
que no se rompían fácilmente,
eran mujeres curiosas,
independientes,
con una sagacidad tremenda,
observadoras, discretas,
que se adaptaban.
En los momentos de desánimo
y de miedo
me llegaban a la mente
las palabras del señor Beretta:
"Giuseppina, ¡las personas como tú
tienen la piel dura
y pueden con todo!"
Finalmente llegamos
al puerto de Colombo,
una colonia inglesa
que es la capital de Ceylon.
Allí me ocurrió algo
que me impresionó mucho.
Alquilé una barquita
para que me llevara
del carguero al puerto
y cuando fui a pagar le di
al barquero dinero italiano,
monedas con la efigie del rey
Vittorio Emanuele.
El hombre se enfadó porque creía
que era dinero falso.
¡Vino a ayudarme un guardia inglés
que empezó a pegarle con un bastón!
Yo no quería que le golpease,
pensando que la cuestión
se podía resolver de otra manera,
pero el guardia no me hizo caso.
Las mujeres que viajan
despiertan un cierto morbo.
Uno no deja de preguntarse,
cómo aquellos seres
teóricamente tan frágiles
pudieron viajar
y pudieron viajar solos.
Fue en Singapur
donde vi por primera vez
a un grupo de hombres
de piel amarilla
con una trenza
de pelo negro bellísima
que les llegaba hasta el suelo.
Pero lo que más
me llamó la atención
fue que en Singapur había carritos
tirados por hombres,
que hacían el trabajo
de los caballos.
Se llamaban rickshaws.
A las mujeres de Singapur
no las vi,
porque no podían salir solas
por la calle.
Por lo visto, a las mujeres
se las trata siempre
como a un trapo.
Observa sobre todo las ciudades,
la grandiosidad
de algunas ciudades, los jardines.
Describe cómo se visten,
anota cómo van vestidas
las personas.
El 16 de julio,
después de 37 días de navegación,
llegué a Shanghái.
Ya no aguantaba más en el barco,
el mareo era insoportable
y cogí una lancha
para llegar a tierra firme.
De este modo
llegué antes de lo previsto
y no encontré al señor Beretta,
que como habíamos acordado
debería haber estado allí
para recogerme.
Me encontré sola y esta vez
desesperada de verdad.
Shanghái es una ciudad enorme,
con edificios altísimos.
El ruido era ensordecedor
y una marea de gente me rodeaba.
En medio de la multitud
vi a un hombre blanco.
Me acerqué para hablar con él
y descubrí que era francés.
Se encuentra
en un sitio desconocido
donde nadie la conoce,
nadie la espera...
No consigue hablar con nadie.
Intenta hablar francés,
pero nadie la entienden.
Traté de explicarle
a dónde tenía que ir,
a la hilandería Iardin
que me había dicho
el señor Beretta.
La persona que le ayuda
llama a un lugareño, un chino,
al que le da la información
para después subirse al carro
y trotar.
El señor francés pidió
un rickshaw, me montó en él,
dio unas indicaciones al conductor
y se metió
en medio de la multitud.
Tuve miedo. "¿Adónde me llevaba
ese extraño conductor chino?"
Habría podido hacerme de todo:
secuestrarme, robarme...
¡Mi primer viaje en rickshaw
fue horrible!
A pesar de mis miedos,
el hombre-caballo
¡me llevó directo a mi destino!
El señor Beretta me acogió
con los brazos abiertos
como si fuera su hija.
La hilandería
adonde fui a trabajar era enorme.
Había 1.000 obreros
entre mujeres y niños.
Estaba en Chengdu Road,
en el asentamiento internacional
de Shanghái,
a orillas del río Huangpu.
Trabaja de instructora
en los nuevos telares de seda,
una innovación
que sin duda venía de Inglaterra
y que era muy importante.
Ella,
que en su tierra ya era experta
en el manejo de estas máquinas
fue llamada por esta razón.
No había una gran diferencia
entre la hilandería de Castano
y ésta.
El cansancio era el mismo,
el calor también
¡y hasta los turnos de trabajo
eran extenuantes!
Tenía 200 obreras chinas
a mis órdenes
que cada vez que me veían
se reían como locas.
Me costaba mantener el orden
y hacerlas trabajar.
La ciudad
era un protectorado británico.
A Inglaterra
le interesaban las relaciones
comerciales con estos sitios
y no es casualidad
que la fábrica de Giuseppina
también fuera de propiedad inglesa.
Las obreras
empezaron a llamarme "Ciotzina",
mientras se reían entre ellas.
Le pregunté al señor Beretta
si sabía qué quería decir
y me explicó que significaba,
"¡mujer de mala vida!".
¡Qué ofensa!
Me acordé entonces del guardia
que dio bastonazos al barquero.
Conseguí un buen garrote
y establecí el castigo:
por cada "ciotzina" que oyera
cada una recibiría un bastonazo.
Por cada retraso, ¡otro bastonazo!
¡Nos entendimos de maravilla!
Además del trabajo agotador
en la fábrica,
tuve que acostumbrarme a vivir
en Shanghái,
una ciudad desconocida para mí,
demasiado grande y extraña.
Aprendí algunas palabras en chino
y me las apunté en el diario.
También tuve que aprender inglés
porque era la segunda lengua
de la ciudad.
Y para mí,
que nunca se me habían dado bien
los estudios,
fue una auténtica tortura.
Además tenía el problema
de la comida.
Por suerte en China
comían sobre todo arroz,
como en mi pueblo.
¡Lo peor eran
aquellos malditos palillos!
Pero enseguida aprendí a comer
con ellos.
En cierto modo me recordaba
el sabor de casa
y me acostumbré a su cocina
sin hacer muchas muecas.
La China de Giuseppina
es una China muy limitada.
Se trata de la China
del puerto al que llega,
probablemente la China
de la hilandería,
y creo que poco más,
ya que no sabemos qué China ve,
pero indudablemente no salió mucho
de su ambiente de trabajo.
¡Lo que más me gustaba era el té!
Nunca lo había probado,
pero desde entonces
no pude dejar de tomarlo.
Aquella bebida oscura y caliente
era deliciosa.
Además, me gustaban las teteras
y las tacitas pintadas a mano.
Cuando el señor Beretta,
durante la pausa,
me veía beber y comer sola
en mi rinconcito se reía:
"¡Ya te dije que en Shanghái
te encontrarías como en casa.
Eres cabezota como ellos.
Muy bien, Giuseppina!"
Lo que más me atraía
eran los zapatitos
que llevaban las mujeres chinas.
¡Eran maravillosos!
De seda bordada
y del tamaño del de los niños.
Me preguntaba,
cómo conseguían las mujeres chinas
tener unos pies tan pequeños.
En realidad descubrí
que tenían los pies grandes
como los nuestros,
pero desde la infancia
se los vendaban muy apretados
para que fueran minúsculos.
Solo el dedo gordo podía crecer.
Se llamaban, "Pies de Loto".
Me quedé desolada.
Era un verdadero tormento.
No podía ni imaginarme
el daño que eso hacía.
Pero los zapatitos me gustaban,
así que me compré un par
y me los puse solo
en la punta del pie.
Por encima llevaba
un par de pantalones muy anchos
que caían cubriendo
el resto de mi pie.
Me fui a buscar
un fotógrafo profesional
para hacerme
un bonito retrato chino
vestida de aquel modo.
¡Ahora ganaba dinero
y podía permitírmelo!
Además de los pantalones elegantes,
tenía también otros de seda azul
con su bella casaca a juego.
Me los ponía
cuando estaba en la fábrica.
¡Estaba convencida
de que me quedaban muy bien!
En una ciudad donde todo
era frenético como en Shanghái,
cinco años pasaron muy rápidamente.
En este tiempo
mi vida había cambiado.
Había ascendido en el trabajo,
bebía té, comía comida china
y había aprendido 100 palabras
del dialecto de Shanghái,
hablaba inglés
y llevaba pantalones.
Ahora podía decidir libremente
sobre mi futuro.
Me había emancipado.
No quise renovar mi contrato
y el 28 de junio de 1895
dejé Shanghái,
después de haberme despedido
del señor Beretta.
Había hecho mis cálculos
y decidí que había ganado bastante
para vivir de las rentas
toda la vida en mi casa.
Este viaje
le permitía cambiar su vida
desde un punto de vista económico,
pero su objetivo era volver.
Ya no es jovencísima
y por su edad probablemente
desea una familia normal.
Es una mujer normal,
no es una mujer transgresora,
una mujer que busca la aventura,
no quiere como tantas otras
viajeras medir sus fuerzas,
quiere volver a casa.
Cuando me fui de Castano,
cinco años antes,
era una hilandera pobre
e ignorante.
Ahora volvía
como una gran señora,
vestida a la moda
y con un patrimonio
de 30.000 liras.
¡Tenía 32 años y era rica!
Me compré una bonita casa
que llené con los objetos
que había traído de China.
Estaban mis vestidos,
los zapatos de seda,
los pantalones, mi juego de té,
muchas fotografías
de mis amigos chinos,
postales y muchos otros objetos
de decoración.
Muchas mujeres viajeras
se los llevaron a casa
para poder recrear China
en sus propios hogares.
Se llevaron China a casa,
así podían seguir tocándola,
sentirla, olerla en sus hogares.
Además contraté a una sirvienta.
Solo necesitaba un marido.
Dado que era una mujer rica,
no tenía por qué esperar
que nadie me eligiese.
Quería un marido guapo
porque yo no lo era
y necesitaba un hombre
que mejorara mi descendencia.
Conocí a Pietro, 40 años,
ex-subteniente de la Policía.
Enseguida me gustó.
Nos enamoramos y nos casamos.
De nuestra unión nació Carlotta,
guapa como su padre
y testaruda como yo.
Le enseñé un poco
de aquella lengua extraña
que había aprendido,
una mezcla entre
el dialecto lombardo y el chino,
que me había quedado en la mente
y en el corazón.
Además, siempre le repetía
que para ser mujeres independientes
era necesario estudiar idiomas.
No volví a trabajar nunca más.
Morí en 1955,
a la edad de 92 años.
Era una bella mañana de primavera.
Estaba sentada cómodamente
en la cama
mientras mi sirvienta
regaba las plantas de mi jardín.
Fue como quedarme dormida.
"La vida del hombre en este mundo
está llena de zarzas y de espinas,
pero de cada espina
al final brota una flor".