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Crítica teatral

'All my sons', Sófocles visita el Midwest

  • Una versión del primer éxito de Arthur Miller triunfa en el West End londinense
  • Gran guión, gran reparto y gran montaje para una obra de aroma clásico

Por

'All my sons'

Guión: Arthur Miller

Dirección: Howard Davies

Reparto: David Suchet (Joe Keller), Zöe Wanamaker (Kate Keller), Stephen Campbell Moore (Chris Keller), Jemima Rooper (Ann Deever)

¿Dónde? Apollo Theatre de Londres

¿Cuándo? Hasta el 2 de octubre

¿Cuánto? Entre 37 y 72 euros

Cuando el espectador paga su entrada en la taquilla del teatro y se sienta en la butaca, lo mínimo que puede exigir, que debe exigir, es que la historia que se le ofrece le produzca emoción, diversión, entretenimiento o reflexión, o todas esas cosas a la vez.

Cuando se apagan las luces y comienza la obra lo que la audiencia espera es que el espectáculo esté tan bien representado, tan verosímilmente interpretado, que durante el tiempo que dure le transporte a otro lugar, a otras vidas.

Si la obra cumple estos dos requisitos y además tiene la capacidad de transformar al que la contempla -catarsis, que decían los griegos-, entonces estamos sin duda ante una obra maestra.

Y eso es lo que sucede con All my sons, la versión de la obra de Arthur Miller que acoge el Apollo Theatre de Londres hasta el 2 de octubre.

El drama, que supuso el primer gran éxito de un libreto de Miller en el escenario, está ambientado en 1946. Joe Keller es un conquistador del sueño americano, un hombre sencillo hecho a sí mismo que se ha hecho rico dirigiendo una empresa de venta de material militar al Gobierno en la Segunda Guerra Mundial.

Una parábola moral -no moralista- sobre la responsabilidad social de los individuos, las consecuencias de la avaricia en un entorno capitalista. Una crítica a un sistema de valores cimentado sobre el éxito profesional y personal a toda costa.

Una oportuna historia en una época de crisis, la nuestra, que nace entre otras cosas de la avaricia de una clase media que quiso enriquecerse con la especulación a pequeña escala.

El sueño americano convertido en pesadilla

En el decorado de William Dudley reside parte de la belleza de la obra

La obra comienza y se nos muestra un espectacular decorado, diseñado por William Dudley. El frontal de una típica casa del Medio Oeste americano. Un porche enmarcado en un frondoso e idílico jardín. Una escenografía que transpira realidad y que se ve sacudida por una tormenta. Un árbol se rompe. Una mujer vaga por el jardín.

El espectador ha quedado ya absorbido por el montaje técnico. Y a partir de ese momento se verá paulatinamente absorbido por un guión intenso y redondo y unas prodigiosas actuaciones.

Conocemos a una "familia decente", los Keller, centro y eje del vecindario de una ciudad que imaginamos pequeña.

La pequeña comunidad Keller vive marcada por dos hechos: la ausencia de uno de los dos hijos, Larry, piloto militar desaparecido en combate durante la Segunda Guerra Mundial, y la condena judicial para uno de los socios de la empresa que dirige el patriarca, por enviar material defectuoso al frente de batalla.

Ambos hechos estallarán en un luminoso domingo de verano, 24 horas en las que el sueño americano se transforma en pesadilla, marcando las vidas y los caracteres de todos los implicados.

Un guión y un reparto que encogen el corazón

David Suchet, al frente del reparto, está sublime en el papel de Joe Keller, el honrado padre de familia sobre el que pesa la sospecha de haber enviado a la cárcel a su socio, al esquivar la responsabilidad del envío de material militar defectuoso que provocó la muerte de 21 pilotos estadounidenses.

David Suchet y Zoe¿Wanamaker encabezan un reparto que lo borda

La actriz Zoë Wanamaker está a la altura de su compañero de reparto interpretando a Kate Keller, su esposa. Una mujer fuerte que trata de convencerse y convencer a los demás de que Larry sigue vivo, para no tener que afrontar las consecuencias morales que se derivarían de ello para su familia,

En torno a ambos pivota una historia de aroma clásico, en el más profundo sentido de la palabra. La confesada influencia sobre Miller de las tragedias griegas -Esquilo, Sófocles, Eurípides- se hace patente en una pieza teatral que funciona como un mecanismo de relojería hacia un final en el que el destino, o la vida misma, como se quiera llamar, pasa factura de los errores.

"La audiencia se sentó en silencio antes del desvelamiento de All my sons y jadeó cuando debía, y yo saboreé el poder que está reservado, imagino, para los guiones, que es saber que por la inventiva de uno una masa de desconocidos queda públicamente traspasado". Así describía años después Arthur Miller su impresión sobre la reacción del público al estreno de la obra -dirigida entonces por el genial Elia Kazan-.

Y más que traspasado, transfigurado sale el espectador de contemplar una pieza teatral que, como los buenos dramas, se va clavando en el corazón con tal sutilidad que al asestar su último golpe, el espectador entiende que el gemido que ese impacto le obliga a exhalar no es sino el estertor final.