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Curiosidades históricas del último capítulo de 'Carlos, Rey Emperador'

Carlos V no murió de gota. Murió de paludismo

  • ¿Sabías que llegó al final de sus días en un estado lamentable? ¡Hasta le faltaban los dientes!
  • Los tres hermanos, Carlos, María de Hungría y Leonor de Austria, murieron en ocho meses
  • Murió agarrando la cruz que Isabel de Portugal guardaba en sus manos cuando falleció
  • Descubre cuáles fueron sus últimas palabras

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Carlos, Rey Emperador - La muerte de Carlos V

3 de febrero de 1557. Castillo del conde de Oropesa en Jarandilla de la Vera (Cáceres).

Carlos se despide de los servidores que le han acompañado hasta este rincón extremeño, muchos de ellos tras un servicio de años; la guardia de alabarderos que le había dado escolta hasta esta antesala de su retiro, tira al suelo sus alabardas en señal de respeto al emperador.  Le ayudan a subir a su litera y se dispone a abandonar este último refugio cortesano en busca de un monasterio jerónimo enclavado al pie de la sierra de Tormantos: el monasterio de Yuste.  La leyenda está servida.

Las razones que llevaron a Carlos a elegir Yuste para su retiro han sido materia de pesquisas y elucubraciones para los historiadores desde siempre. ¿Por qué Yuste? ¿Por qué no se quedó en Bruselas junto a su hermana, en su tierra natal, en la que no era un extranjero? ¿Por qué un lugar tan apartado? Pues precisamente por eso, porque el retiro habría de ser completo y Yuste estaba lo suficientemente escondido como para que llegar hasta allí fuese un camino del calvario para cualquiera.  Recluirse en un monasterio, especialmente de la severa orden jerónima, en los momentos de angustia, luto o días de especial significación religiosa, era práctica habitual para los miembros de la corona. Yuste ofrecía reclusión, contacto con la naturaleza, la oportunidad perfecta para alejarse del mundo y meditar sobre la muerte. Pero también ofrecía, a priori, un clima templado y muy beneficioso para las dolencias del emperador,  su verdadero enemigo en el mundo.  Si hubieran sabido que el paludismo era una enfermedad endémica en la región quizás se lo hubiesen pensado un poco más, pero hablamos de un tiempo en que los médicos eran todos sospechosos de judaizar y las enfermedades un castigo divino.

La historia de Carlos, el gran emperador, el dueño de medio mundo, el victorioso de cien batallas abdicando y recluyéndose en un monasterio perdido en mitad de la Vera, es campo abonado para forjar toda una leyenda a su alrededor. Se hablaba de su extrema pobreza, de su vida monacal, de su integración en la comunidad de monjes como si fuera uno más… no es así. Carlos no vivió en el monasterio propiamente dicho,  sino en una construcción que se levantó aneja a los muros del monasterio ex profeso para acoger a Su Cesárea Majestad, un pequeño palacete de dos plantas con cuatro estancias cada una y una galería corrida sobre los jardines.  Tampoco marchó solo,  llevaba con él más de cincuenta servidores entre los que se incluían su maestro relojero, Juanelo Turriano, un panadero que cocía su propio pan y hasta su propio maestro cervecero. Realmente son pocos en comparación con los cientos de servidores que tenía cuando estaba en activo, pero no estaba desamparado ni mucho menos.

Tampoco se regía por las reglas de la orden ni vivía entre los monjes como uno más, de hecho el contacto era escaso y bastante protocolario; los monjes no tenían acceso a la zona reservada para el emperador y tomaban contacto con él en los servicios religiosos. Un par de elegidos lo visitaban a diario para leerle lecturas piadosas o asistirse espiritualmente, y ahí quedaba todo.

De la austeridad y pobreza de sus habitaciones nos hablan los cronistas y el prior del monasterio, pero sólo hay que echar un vistazo al inventario que se hizo de sus bienes en Yuste a su muerte para comprobar que no faltaba la plata, ni los tapices de lana o seda, ni las joyas, los cuadros o los retablos. Sólo su cámara estaba tapizada de paños y doseles negros y respondía al luto que siempre llevaría desde la muerte de su madre.  Este inventario nos cuenta todos y cada uno de los objetos del emperador, desde el limpiador de dientes de oro hasta la sortija con una piedra azul para remediar la gota, las sillas, camas, colchas, carpetas, cofrecillos, cadenas, toisones de oro, pañuelos de la nariz, zaragüelles, camisas de dormir, manteles, etc., etc. Sin duda, lo más personal y que más hondo nos llega es “un cofrecito de plata, con una cadenilla de plata y dentro della el retrato de la emperatriz”. No sería el único, también estaban allí el gran cuadro de Tiziano conocido hoy en día como la “Gloria” y varios retratos sobre pergamino de su familia, incluido uno de su hija ilegítima Margarita de Parma e incluso otro de Francisco I. Eran sus recuerdos, y los atesoraba en cajitas de plata.

Tampoco era necesario ahondar en la miseria material para que Carlos se flagelase pensando en el engaño de los bienes materiales. Carlos llevaba su propia penitencia encima, y desde hacía ya muchos años: las enfermedades, tanto físicas como espirituales.

Había perdido a su adorada esposa,  había perdido Argel y su promesa de conquistarla, había perdido a su hermano Fernando,  tuvo que salir huyendo de Innsbruck y atravesar los Alpes en plena tormenta de nieve acosado por los que se supone que debía regir y gobernar,  Enrique II de Francia heredaba las fobias de su padre y no le daba tregua, el turco seguía atormentando las costas del Mediterráneo cristiano, el Cristianismo —la Universitas Christiana que había jurado mantener y defender— se había desgajado irremediablemente y la corona imperial, su mayor orgullo, había resultado ser su peor pesadilla.  Prácticamente todo aquello que se propuso, terminó convertido en cenizas en sus manos agarrotadas por la gota. Aquel no era ya su mundo, los ideales caballerescos que habían dirigido su vida parecían reírse de él, sus grandes enemigos —Francisco I, Barbarroja, Lutero, Enrique VIII— habían muerto prácticamente todos el mismo año, y la juventud llegaba arrolladora y ambiciosa dispuesta a hacerle a un lado.

Carlos, biznieto de Isabel de Portugal que vivió más de cuarenta años recluida en Arévalo por enajenación mental e hijo de Juana de Castilla, que repitió la historia, tenía una clara tendencia a los estados depresivosLos reveses militares o las pérdidas familiares le llevaban a un estado de ensimismamiento y rechazo del mundo que en ocasiones llegaron a ser clamorosos. Cuando en la Navidad de 1552 —tras haber tenido que salir huyendo de Innsbruck ese mismo año— fracasa en su asedio a la ciudad de Metz, se recluye en sus habitaciones del palacio real de Bruselas durante largas semanas.  No quiere ver a nadie, no quiere hablar con nadie, sólo responde con gruñidos y exabruptos y pasa las horas del día y de la noche montando y desmontando sus relojes y escuchando los Salmos de David. Contaba Francisco Duarte en un informe al príncipe Felipe que Carlos permanecía encerrado “y se ha convertido en tanto humor melancólico que siempre dice que está pensativo y muchas veces y ratos llorando tan de veras y con tanto derramamiento de lágrimas como si fuese una criatura”.  Probablemente la herencia familiar y desarrollar su vida entre los rígidos y estrechísimos márgenes del protocolo borgoñón, hicieron de él un hombre taciturno, poco hablador y profundamente desconfiado —como puede observarse en sus instrucciones de Palamós a su hijo Felipe—.

No ayudaba, sin lugar a dudas, su estado físico.  Carlos V padecía todo tipo de males: su prognatismo impedía que masticara con normalidad e incluso dificultaba su habla; el estado de sus dientes, además, era realmente malo. Contaba su ayuda de cámara, Van Male, que los pocos dientes que le quedaban los perdió en una caída al subir a su litera, aunque otras fuentes citan que en Yuste aún le quedaba alguna pieza aunque en estado lamentable. Sufría Carlos, además, piedras en el riñón, estreñimiento y hemorroides. Pero las dos enfermedades que más trabajo le dieron fueron sin duda una rinitis crónica y asma bronquial,  a la que temía por encima de cualquier otra afección, y la famosa gota.  Pensemos por un momento en sufrir dolores agudos, rigidez en las articulaciones e inflamación en todas las extremidades a un nivel incapacitante sin ningún remedio para el dolor.  Cada ataque de gota, más largo que el anterior y con más secuelas, podían dejarle durante meses en cama. En un mundo donde la analgesia forma parte de nuestra vida diaria, es difícil hacerse una idea de los terribles dolores que aquel hombre, dueño de medio mundo, debió sufrir desde bien temprano —el primer ataque de gota fue en 1528—. Su vida, un constante ir y venir por toda Europa, a caballo o en litera, las batallas y los complejos conflictos que debió enfrentar, no hicieron sino agravar su situación. Tampoco su dieta ayudaba: se negaba a desterrar de su mesa la cerveza, el vino, las carnes, las especias o el pescado, y rechazaba violentamente la atención médica.

En una ocasión, ya avanzado de edad, se quejaba de que la comida había perdido todo el sabor y sospechó que habían eliminado las especias de las recetas. Su mayordomo, el barón de Montfalconet, se llevó una dura reprimenda por ello a lo que este contestó: “no se ya de qué medio valerme para complacer a V.M. a menos que no consiga componerle un nuevo guiso de relojes”.

Carlos se retiraba a Yuste dando paso a su hijo, cuya juventud y energías eran las que pedía la complicada situación política internacional. Pero también se retiraba para prepararse para la muerte.  Carlos era profundamente religioso y esta idea de una muerte cercana llegó a ser obsesiva durante algunos períodos, especialmente en los últimos años. La decisión de abdicar llevaba implantada en su mente desde hacía muchos años, y así se lo había hecho saber a Borja —quien le visitó durante unos días en el monasterio cacereño— en el lejano año de 1542. Ahora se preparaba para morir bien, para poner en orden su conciencia antes de entregarlo todo.

A pesar del retiro y de lo apartado del monasterio, lo cierto es que Carlos no se desentendió del todo de sus responsabilidades políticas, llegando las noticias puntualmente cada semana —la línea de postas que llevaba correo a Portugal se había alterado para que pasase por Yuste una vez a la semana— en forma de cartas o con los visitantes que acudían a ver al emperador. De este modo se enteró de la victoria de San Quintín, de la pérdida de Calais, de los desmanes de los oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla —que hizo perder los nervios al emperador, exigiéndole a su hija Juana, regente aquellos años, que los metiera en la mazmorra más oscura del castillo de Simancas— y de la aparición de dos focos protestantes en las dos ciudades más importantes de Castilla: Valladolid y Sevilla. Con ocasión de esto, vemos a Carlos pidiendo a su hijo que de facilidades a la Inquisición, que la apoye siempre, pues teme que incluso en estos reinos prenda la fiebre luterana.

Uno de los episodios más tristes que hubo de vivir, consecuencia de su política matrimonial, fue el rechazo de la infanta María de Portugal a su hermana Leonor.  Había pedido la hermana del emperador que se le permitiera a su hija —aquella que hubo de abandonar al poco de nacer— dejar la corte portuguesa para trasladarse a vivir con ella los años que le quedaran. Carlos trabajó mucho para conseguirlo y desplegó todas sus armas diplomáticas hasta que el rey Juan III aceptó. Pero la muerte, que andaba muy activa aquellos años, decidió llevarse al rey y la promesa de María. Se acordaron unas vistas en la ciudad de Badajoz entre Leonor —acompañada por la siempre fiel María de Hungría— y su hija.  Leonor disfrutó de su hija sólo unos días, entre el 28 de enero y el 4 de febrero de 1558, pues la infanta se negó rotundamente a vivir en Castilla con su madre; no podía olvidar la afrenta de haber sido la prometida del ahora rey Felipe II y que, en el último momento, se casara con María Tudor.  No entraría en Castilla como doncella cuando debió haber entrado como reina.

La pena, el desgaste de tantos viajes y el asma acortaron los días de Leonor de manera tajante.  Apenas le alcanzó la vida para llegar a Talaveruela (actual Talavera la Real), a escasos 20 kilómetros de Badajoz. Allí moría, en las casas de un hidalgo, sólo veinte días después de separarse de su hija: el 25 de febrero de 1558.

Por estas cosas del destino, que a veces parece querer decirnos más de lo que somos capaces de entender, aquella no sería la única pérdida de los Habsburgo aquel año. María de Hungría volvió a Yuste para acompañar a su hermano y consolarle de la pérdida de la hermana; allí fue convencida para que volviera a los Países Bajos y encargarse de nuevo de la gobernación pues Felipe debía volver a España.  Muerto ya Carlos en septiembre, María de Hungría no le sobrevivió más que un mes, acabando sus días el 18 de octubre de aquel mismo año en Cigales. En tan sólo ocho meses desaparecían del mundo los tres hermanos.

Pero volvamos a Yuste, al mes de agosto de aquel fatídico año. Ya hemos contado como el paludismo, producido por un mosquito del género Anopheles, era endémico en la región. Aquel mes de agosto, tras unos días inusualmente fríos, volvió el calor y los habitantes de los pueblos circundantes comenzaron a enfermar. Hubo muertos en todos ellos, incluido el servicio de algunos de los hombres más cercanos al emperador aquellos días.

Carlos tenía una hermosa galería asomada sobre un estanque diseñado por Juanelo Turriano, y dormía en ocasiones con las piernas destapadas porque sufría prurito en las extremidades. Todo se conjuraba para acabar con el emperador. El 30 de agosto, tras haber comido en la galería, Carlos comenzó a sentir escalofríos seguidos de un episodio de fiebre alta. Comienzan entonces los partes médicos del galeno que le asistía, Enrique Mathis, y los peligrosos tratamientos que, más que curar, empeoraban al enfermo. Carlos se quejaba de una sed terrible, producida por la enfermedad, la fiebre y las purgas y sangrías a las que le sometían —le llegaron a extraer 400 c.c. de sangre—, pero se le había prescrito que no bebiera nada. Como el emperador pedía agua desesperadamente, se le daba de beber cerveza. La situación empieza a verse como irreversible.

Ante la tendencia que tenían los médicos de restar importancia a la gravedad de un enfermo real —ya lo vimos con la muerte de la emperatriz—, su mayordomo Luis de Quijada escribía a la regente Juana preocupado diciéndole: “siento que hay más peligro (…) de lo que los médicos escriben”.

El día 9 de septiembre Carlos dicta un codicilo a su último testamento.  En él incluye la forma y el lugar en que quiere ser enterrado. Será allí, bajo el altar de la iglesia del monasterio, con medio cuerpo fuera de tal modo que, cuando se cante misa, el oficiante tenga los pies sobre su cabeza y su pecho.  Se hará un retablo de alabastro y en él se pondrá la Gloria de Tiziano, a la que él llamaba El Juicio Final. A ambos lados del altar se harán dos figuras de bulto redondo, suya y de la emperatriz, envueltos en sendas sábanas, descalzos y arrodillados, rezando en dirección al altar —exactamente igual a como están representados en el lienzo de Tiziano—. Y lo más importante,  dispone que sea trasladado el cuerpo de su mujer desde la capilla real de Granada para ser enterrado junto al suyo. Finalmente dispone que, en todo caso, se haga lo que su hijo Felipe considere más oportuno pero con la condición indispensable de que, en cualquier caso, Isabel esté siempre con él.

El día 17 de septiembre el doctor Mathis se abandona a la voluntad de Dios pues ve irreversible el estado de Carlos. Apenas toma algún bocado ya, está ofuscado y en ocasiones pierde la consciencia durante horas. Dos días después se le da la extremaunción.

El 21 de septiembre, pasadas las dos de la madrugada, Carlos pide que abran una cajita que le ha acompañado desde hace años. En ella guarda el crucifijo con el que murió Isabel de Portugal y una vela del monasterio de Montserrat.  Los asistentes comienzan a rezar y el arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza —que terminaría siendo juzgado por la Inquisición por pronunciar palabras muy cercanas a la herejía en el lecho de muerte del emperador—, entona el De profundis. Luis de Quijada sostiene la mano de Carlos con la vela, pues no es capaz de hacerlo por sí mismo; con la otra, Carlos besa el crucifijo de Isabel y lo estrecha contra su pecho. A aquella hora Carlos V, el gran emperador, el rey de Castilla, de Aragón, de Valencia, del Nuevo Mundo, el señor de los Países Bajos, el duque de Borgoña se reúne para siempre con su mujer Isabel pronunciando: “Ay, Jesús”.

Y aquí termina nuestra historia, la de un hombre complejo, atormentado, oscuro, devoto, educado para un mundo que ya no existía, firme creyente en la palabra de caballero, que confió en la capacidad política de las mujeres de su familia y no dudó en darles altas responsabilidades. Carlos había tenido el mundo entre sus manos, había acorralado a un Papa, había obtenido clamorosas victorias y flagrantes derrotas, había amado profundamente a su mujer y visto como se perdía mucho de lo que por tanto había peleado. Quizás no sea un personaje simpático ni cercano, no es un brillante príncipe del Renacimiento entregado al arte y a las letras, sino un soldado recio y callado.  Aun así, pocas vidas hay tan intensas y apasionantes como la suya.