Durante el verano crucial y luminoso de 1922, Gerardo Diego viaja a París respondiendo a la invitación del poeta chileno Vicente Huidobro. Es el año mágico de la literatura: T. S. Eliot publica La tierra baldía, James Joyce su novela Ulises, Rainer Maria Rilke, Elegías de Duino, y, César Vallejo, Trilce. Pablo Ruiz Picasso se muda a Montparnasse y Ernest Hemingway conoce a Scott Fitzgerald en el Dingo Bar. Es el París al que llega Gerardo Diego con 25 años: se queda impresionado no sólo por la potencia artística de la ciudad, con ecos simbolistas arrumbados en los divanes de Montmartre, y sombras al acecho de fantasmas que también creyeron en sus ensoñaciones, sino por una nueva manera de entender la escritura poética: el creacionismo. En París, Gerardo no está solo: introducido por Vicente Huidobro, conoce a María Blanchard, a Fernand Léger y a Juan Gris, que supone su entrada en el cubismo. El joven Gerardo vivirá en París su ruptura interior: porque el cubismo, junto al creacionismo, suponen otra forma de mirar. Al regresar a España, se instala en el Instituto Jovellanos de Gijón, donde comienza a escribir unos poemas que beben del influjo parisino, con la experiencia estética restallante en los ojos, pinturas y músicas diversas, fragmentadas y libres, tamizadas ante el remanso de la playa en Gijón, con toda esa cadencia en las mareas que le traen la serenidad del pasado. Estos nuevos poemas formarán un libro rompedor: Manual de espumas. Sus estampas sugieren, se amalgaman, con esa tensión rítmica en las olas que traen la marejada de vivir.