Ángel González tiene 29 años cuando se presenta a las oposiciones para Técnico de Administración Civil del Ministerio de Obras Públicas. Estamos en 1954: es el año de la gran nevada y del comienzo de la Guerra de Argelia. La seguridad que garantiza la carrera funcionarial es el ideal para muchos aprendices de literatos. El joven asturiano logra ingresar en el Cuerpo Técnico y es destinado a Sevilla; pero, meses después, pide una excedencia y se traslada a Barcelona, donde trabaja en varias editoriales como corrector de estilo. Allí conocerá a Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral y José Agustín Goytisolo: es el momento de ingresar en la historia literaria más sofisticada del momento, con el Grupo de Barcelona y aquellos dry martinis en Boadas.
Ese mismo año, 1955, envía su primer libro de poemas, Áspero mundo, al Premio Adonáis. En esa edición, resultará ganador Hombres en forma de elegía, de Javier de Bengoechea, y obtienen sus accésits los libros de dos jóvenes poetas, llamados a marcar una línea personal y autorreflexiva de sus escrituras: Tierra viva, de la valenciana María Beneyto, y Áspero mundo, de Ángel González, con el que comienza su edificio de ironía afilada y sutileza, una elaboración material del recuerdo, y su convencimiento desesperanzado.