1985 es un año muy bueno para la poesía española por la publicación de La caja de plata, de Luis Alberto de Cuenca. Es un punto de giro fundamental, una clave lúcida para la lírica de los primeros años de la democracia, porque gran parte de la poesía que se continuará escribiendo ya está prefigurada en este libro. El valor añadido en voces y registros, es que el poeta llega desde el culturalismo de los años 70, en esa gran generación que viera arder el mar de Pere Gimferrer y guarda su más genuina expresión novísima -si asumimos la poética de Castellet- en la obra de Manuel Vázquez Montalbán. Pero La caja de plata, de Luis Alberto de Cuenca -con un título que homenajea a La caja de música, del modernista Ricardo Gil- marca el rastro de un viaje hacia el lector, con el preciosismo de la generación novísima adaptando un nuevo paso, desde una estética del lenguaje que incorpora el punto de vista del poeta. Cuando, en 1986, La caja de plata gane el Premio Nacional de la Crítica, el cambio es imparable: propone un nuevo código que ya no distinguirá entre alta y baja cultura en la poesía, para que podremos tomar ese tan dorado y brillante como el lazo de la verdad de Wonder Woman, y relacionar toda la poesía que nos habita, de Píndaro a los cómics de Tintín